Don Juan Tenorio, libertino y sacrílego, reta a sus víctimas ante las opulentas sepulturas que él mismo les construyó. Escandalizado, le recrimina su camarada el capitán Centellas: «Dejad tranquilos yacer -a los que con Dios están». Nunca se debe negar a los muertos la paz inalterable de los sepulcros. Pero en España se suele andar con los muertos a cuestas, lamentaba el periodista y poeta Rafael Manzano, autor de «Memoria de cenizas». En el siglo XIX, restos de los héroes de la guerra de la independencia fueron llevados y traídos hasta darles definitivo lugar de reposo; en 1952 fueron devueltos a sus sepulcros de Poblet los cuerpos de los reyes de Cataluña y Aragón que habían sido violentamente exhumados y escarnecidos por revolucionarios decimonónicos; en los fervores de los primeros tiempos republicanos se pensó dar sepultura a los precursores Galán y García Hernández, al pie de Puerta de Alcalá; ignoro por qué la iniciativa no salió adelante; los restos de José Antonio Primo de Rivera fueron traídos a hombros de sus camaradas desde Alicante al monasterio escurialense y, más tarde, a la Basílica del Valle de los Caídos. No parece necesario recordar que todos esos movimientos funerarios fueron debidos a la política del momento. Ahora políticos con mando pretenden sacar los restos de Franco de la sepultura donde han descansado en paz, durante más de treinta años. Al efecto el Gobierno ha constituido una comisión «ad hoc» al estilo de las que dictaminaron sobre el archivo de Salamanca y la nueva ley del aborto. Es lógico y comprensible que el poder intente justificar sus decisiones con criterios formulados a gusto del Delfín. Siempre fue y será así.

Se dice que ni la hija de Franco ni la comunidad benedictina se muestran dispuestas a la pretendida exhumación de los restos mortales. La familia porque no decidió que fuera sepultado allí, y la comunidad porque al serle entregado el cadáver, aceptó como un honor la Orden de Su Majestad y «se comprometió a cumplimentarla con el celo que tan alta misión entraña». Así consta en el acta levantada por el ministro Sánchcz Ventura en función de Notario Mayor del Reino. En dicho documento, el Rey comunica que ha decidido que se entreguen al Abad de la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, los restos mortales de don Francisco Franco Bahamonte. «Y así, añade, os encarezco los recibáis y los coloquéis en el sepulcro destinado al efecto ...» El Abad Mitrado don Luis María de Lojendio e Irure recibió el honroso encargo y en nombre de la Comunidad prometió cumplirlo.

Los hechos fueron como fueron y no como nos gustaría que hubieran sido; en eso radica la diferencia esencial entre la historia y la leyenda. El Gobierno decidirá lo que estime conveniente a sus intereses de partido, aunque algunos «indignados» lo tilden de rencoroso. Para ello no es preciso recurrir a interpretaciones torticeras de la Historia. En artículo publicado en este periódico, el 20 de noviembre de 2005 , basándome en informes de primerísima mano, pude opinar que Franco nunca dispuso ser enterrado en la Basílica de los Caídos; la razón se nos antoja muy simple; no se consideraba un caído. Además, en la Basílica no le esperaba ninguna tumba; hubo de construirse urgentemente cuando decidió quien podía hacerlo el lugar del enterramiento. A los datos que di en el citado artículo sobre la cripta de la capilla del cementerio de Mingorrubio donde se suponía situado el último destino del matrimonio, he de añadir la información de un autorizado testigo: en declaración al periodista Juan Blanco, el general Esquivias, a la sazón ayudante del Generalísimo recibió el encargo de acompañar a doña Carmen en su visita al cementerio de Mingorrubio; en la cripta de la capilla, llamó su atención una urna funeraria de gran tamaño, decorada con bellos esmaltes. En el almuerzo Franco preguntó: - «¿Te ha gustado, Carmen? - No; me pareció muy lujosa, contestó doña Carmen».

El Gobierno decidirá lo que quiera. Consuélense la familia y devotos de Franco: al final, cuando el ángel toque la trompeta, toda la Tierra será el Valle de Josafat. Despertarán de la paz sepulcral todos los muertos.