Y me imagino la noche triste del poeta Ovidio cuando se la agolpaban a los ojos los recuerdos últimos de la ciudad abandonada por el exilio forzoso. Decía un abad, rico en saberes y perito en sabores, que no hay nada más triste que un gordo venido a menos; es como la pérdida de un fortunón. Es triste la añoranza de los tiempos opulentos. El profeta de las Trenos lloraba sobre la ciudad populosa que se había quedado sin gente. Según los estadísticos, éste es el mal, el adelgazamiento acelerado e imparable, que va minando mi pueblo. Acaso me reproche algún vecino del alfoz: ¡Hombre... que Villalonso no puede compararse con Jerusalem! Verdad es, y bien que lo siento; pero como Verlaine, me conformo: mi vaso es pequeño pero bebo en mi vaso. Además, mi pueblo era perfecto en el sentido que los filósofos daban a lo perfecto; no le faltaba nada según la naturaleza propia de pueblo con solera. Lo confirman los datos que me remite mi buen amigo y útil colaborador.

Formaban las fuerzas vivas el alcalde, Julián Carreras; el secretario; Pablo Ruiz ; el juez municipal, Constantino Marcos; el fiscal, Emilio Pinilla; el párroco, don Manuel Pinilla; el médico, don Tomás Castrodeza maestro de niños, don Rosalino Revuelta y maestra de niñas, doña Manuela Salvatierra (por oposición, no por exigencias paritarias de progresos aidianos). Era cartero el señor Roque Deza, el cual recogía la correspondencia en la casilla situada a kilómetro y medio del pueblo; el buen hombre falleció allí, en acto de servicio y fue traído a su casa el cadáver, sentado en un sillón de peluquero, seguramente de la barbería de su hijo Alejandrino, que durante años vimos instalada en Zamora frente al antiguo edificio de la Diputación; un día nefasto, Alejandrino se tiró al tren según informaron los periódicos. Los oficios tradicionales estaban servidos por profesionales de buen aire: tres albañiles, dos herreros (uno de ellos con un ojo averiado por una chispa de la fragua), dos carreteros, tres maestros albañiles, dos modistas, dos zapateros y un sastre Saturnino López, mi pariente, que en las cubiertas de librillos de papel de fumar me enseñó por pura afición las reglas simple, de aligación y conjunta. Un café, tres tabernas y un estanco satisfacían los largos ocios y el vicio menor del personal; y el comercio contaba con dos abacerías, tres panaderías, una carnicería y tiendas de tripas secas, y pimentón; las frutas y verduras las vendían verduleras que cada día venían de Toro con su carga. Tal vez para que no se eche en falta al distinguido gremio, Antonino Marcos anota tres propietarios principales; buenos tipos, no como aquél que en un cuento de Marcel Aymé tanto enfadó al buen Dios, que Éste llego a exclamar: ¡Mueran los propietarios!

Año tras año Villalonso, al igual que todos nuestros pueblos, fueron completando y consolidando servicios, sin que en ocasiones faltara alguna concesión a la moda. Dígase lo que quiera, pero el mundo rural, con mucha rutina y alguna que otra novedad parecía hacerse, hasta cierto punto, mas vividero. Ahora que habían comenzado a disfrutar de las ventajas del urbanismo correcto, los pueblos pierden vecindario. En algunos no queda un solo niño. Mi maestro don Rosalino llegó a tener en los años 30 ochenta alumnos; y otros tantos, la maestra.