Hoy es un día muy especial para la familia judicial castellano-leonesa y, muy particularmente, para quien esto escribe. Un juez -aún diría más, un magnífico juez-, ve hoy recompensados sus muchos años de esfuerzo y dedicación con el ingreso en la Orden de San Raimundo de Peñafort. Ello supone un indudable reconocimiento de los jueces de esta tierra, de las autoridades, de todos los que trabajan en torno a la Justicia y del mismo ciudadano que es, en definitiva, el destinatario último de todos nuestros desvelos.

La sociedad reconoce a quien tiene por misión velar por ella, y si cualquier acto de esta índole nos causa satisfacción por la identificación que sentimos con el compañero condecorado, este de hoy, a mí personalmente me produce una alegría indescriptible, porque no podía imaginarme hace ahora veinte años, cuando este presidente no era más que un juez en prácticas en su querida Segovia, que algún día acabaría imponiendo la Cruz de San Raimundo a quien por aquel entonces me enseñaba a dar los primeros pasos por los pasillos de un juzgado.

La distinción que representa la Cruz de San Raimundo en un colectivo como el judicial, en el que un porcentaje casi pleno del mismo trabaja más allá de lo exigible y, por supuesto, muy por encima de los medios que la Administración pone a su servicio, supone, en la mayoría de las ocasiones, que quien se ha hecho acreedor a la misma atesora unos méritos superiores a la media. Que además del sacrificio y del esfuerzo que se le presume a cualquier juez de este país, demuestra un rigor y un criterio superior al común y que ha alcanzado, a consecuencia de ello, un prestigio entre los propios compañeros y en la misma sociedad. Y eso es lo que ha caracterizado a Brualla -que así gusta darse a conocer-, del que cualquier compañero destaca su sentido práctico, su eficacia en el trabajo, su disposición hacia el mismo y su compañerismo.

No quiero en estas líneas glosar la faceta jurídica del magistrado, por lo demás conocida y valorada por el Canciller de la Orden, a la sazón el señor ministro de Justicia, para dar luz verde a su ingreso en la misma. Esa, con ser importante, no conforma más que una pequeña parte de su personalidad.

Quiero, hoy, por contra, hablar del juez y del compañero, que son las dos facetas que yo distinguiría de nuestro homenajeado.

Porque estamos ante un juez vocacional que entiende la Justicia como servicio directo al ciudadano y que ha gozado, sobre todo en sus épocas en el juzgado, con el contacto directo con litigantes y con profesionales, disfrutando al máximo esa satisfacción que solo se experimenta con el cotidiano quehacer. Luis Brualla es, me van a permitir que lo diga, un juez con mayúsculas y creo que es este el mayor calificativo y la mejor alabanza que puedo hacer de cualquier miembro de la Carrera Judicial. Un juez que sabe compaginar la función jurisdiccional -dando satisfacción al litigante que acude al Tribunal a impetrar Justicia- con la función gubernativa que desarrolla con prudencia y mesura en la Presidencia de la Audiencia provincial de Zamora, esta bella ciudad que le vio nacer y en la que, dicho sea de paso, es fácil contagiarse del arte que se respira por sus calles y trasladarlo, como él hace, a las propias resoluciones judiciales.

Juez, por tanto, pero también compañero, dispuesto siempre a facilitar la tarea de quien tiene al lado, cualquiera que sea su condición profesional. Y, por encima de todo, amigo. Quizás mis palabras, teñidas por la emoción del momento, destilen también cierta parcialidad. Lo admito. Al fin y al cabo es la primera vez que me lo permito en veinte años de ejercicio profesional en los que ninguna circunstancia que no fuera la recta aplicación de la ley he tomado en consideración para resolver controversia alguna. Pero he sido destinatario de esa amistad durante estos últimos veinte años y sé perfectamente lo que digo.

Brualla, que es amigo a cualquier precio y en cualquier trance, también me enseñó en cierta ocasión a confiar ciegamente en la amistad sin tratar de buscar la verdad material de ciertas polémicas como trataba de hacer yo, todavía por aquel entonces, juez bisoño e inexperto destinado en un pueblo del cinturón industrial de Barcelona.

Son muchos los recuerdos que hoy me afloran desde que la memoria abarca su conocimiento. Eso hace que celebre la efemérides más si cabe que él mismo -que no ha consentido que le fuera impuesta la Cruz antes de tener yo la mía, pese a que se la concedieron con anterioridad, lo que dice mucho de su humildad-, y al menos tanto como los suyos: su inseparable compañera Silvia y sus hijos Luis y Mario, este último también, aunque en la trinchera del Ministerio Fiscal, miembro de la gran familia judicial a la que, pese a todo, nos honramos en pertenecer.

(*) Presidente del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León