Cuando llegué a uno de mis últimos refugios me abrió la puerta de la casa un niño al que pregunté cómo se llamaba, y me contestó Dylan Quillapongi Figueroa. Era, como su padre, ecuatoriano. De entrada vi, colgada en la pared, una guitarra que era como un símbolo de la casa, y recordé mi juventud y he pensado en la bruma y la realidad de la memoria, y la verdad es que he vuelto al tiempo pasado de la mano de un niño.

Y es que teníamos todos una nostalgia insatisfecha de la vida. Como en un tapiz evanescente, Bob Dylan volvía a escribir en la pizarra de una fantasía la intimidad de los sueños y nos ilusiona esa bruma, lo que la voz de Dylan nos sugería, y la voz nos llevaba a Misa. En esa nebulosa se confundían realidad y sueño. Pienso en mi generación, y es también memoria histórica, víspera de un gran gozo y de un mayor desengaño, y me gusta reflexionar sobre ese estado mental de presentimiento que revela una de las raíces del proceso del crecimiento del hombre. Era la música de un conglomerado en el que se fundían salmos de la Biblia y rimas de Rimbaud en el contexto de una melodía pegadiza del folclore.

Con sus posibilidades, esa edición de villancicos ha sido muy oportuna. Más que una fuga, representaba para nosotros un consuelo. Era, sí, una forma de volver a lo que estaba dentro de nosotros, aunque no lo deseábamos, y es que estábamos iniciando la búsqueda de los sueños y su realización.

Y en esas seguimos hasta que nos llega la muerte, pero, acaso, esos villancicos nos sirvan para soñar con el camino de vuelta e intentar de nuevo regresar a ese estado de plenitud del sentimiento de la potencia espiritual en la conciencia o la subconsciencia de todo ser humano que nos lleva de acá para allá intentando lograr cosas imposibles en la innovación y en el desarrollo, tratando inútilmente de ensanchar los límites de lo humano, porque no somos ángeles.

En la Universidad hemos estado largo tiempo desterrados, porque el conocimiento sustituye el éxtasis de la sensibilidad cotidiana, pero el espíritu se rebela contra toda suerte de limitación y es necesario soñar aunque sea con una corazonada que es una especie de ilusión inducida. Entonces, al oír a Dylan en los villancicos soñamos con el «uer aeternus».

La memoria nos sorprende con las pesadillas, memoria de la muerte cotidiana que nos atormenta en vano, pero la vida es sueño y pesadilla. No es otra cosa.