Nuestros pueblos, mal que nos pese reconocerlo, han entrado en la Unidad de Vigilancia Intensiva, donde de la realidad de vivir se pasa a la paradoja de intentar sobrevivir que, obviamente, ni es lo mismo, ni se le parece. Atrás, en nuestra memorias, también en nuestros corazones de niños y niñas nacidos y criados en tierras alistanas, quedan días de gloria e ilusión, de esplendor rural, donde los rapaces y rapazas éramos una parte imprescindible, fuerza vital, esperanza para las familias y los pueblos. Cada pueblo con su escuela, eso los más pequeños, con dos los grandes, donde en los recreos había gente para echar partidos de fútbol, once contra once, con árbitro, liniers y un apretado banquillo a rebosar de suplentes.

Allá por 1967 sólo en Aliste, sin contar los de Tábara y Alba, llegaron a contabilizarse hasta 118 escuelas con otros tantos maestros y maestras que enseñaban a 2.242 alumnos. Casi nada. Hoy, medio siglo después, mas concretamente 51 años, con los escolares de entonces convertidos en abuelos camino de la jubilación, los niños rondan los 137 de Infantil y Primaria. Cierto, la EGB (Educación General Básica) de entonces iba hasta los 14 años. Si sumamos los alistanos de primero y segundo de la ESO no llegaríamos ni a los 200. Ligero y triste bagaje para un viaje para el que sobran todas las alforjas.

Si miramos los datos del Área Geográfica de la Mancomunidad Tierras de Aliste de 62 pueblos solamente en unos 28 quedan niños.

Hasta 1857 no hubo por tierras alistanas otros maestros que los trashumantes "Galocheros", gente relativamente culta para la época y artesanos de la madera originarios de Galicia y de León que dejaban su tierra para venirse a Aliste durante otoño e invierno para elaborar galochas (de ahí su nombre), cucharas y utensilios de cocina y matanza, actividad que complementaban con la de enseñar las reglas básicas de la enseñanza a alistanos y alistanas, a ratos, por la noche o cuando las tareas agrícolas y ganaderas dejaban tiempo para ello. Épocas donde aprender y saber escribir, leer, sumar, restar, multiplicar y dividir, eran todo un doctorado al que muy pocos podían acceder en la peculiar Universidad del Medio Rural, al abrigo de la lumbre de jaras y cepas de urce, bajo llares y calderizos, a la luz de candiles y palos de gamón. Su soldada no era mucha, 25 pesetas por temporada, que pagaba el concejo, más cada familia con alumnos una libra de pan de centeno y un cuarto los sábados para alimentar al galochero. Han pasado 161 años desde entonces, una aventura hacia la esperanza, necesaria, que camina hacia su final. Gloriosa época de la que hijos e hijas de Aliste llegaron a ilustres médicos, ingenieros , maestros, abogados y arquitectos los unos, a poder afrontar la vida con un mínimo de orgullo y dignidad todos.

Salvar la situación, echando cuentas, es materia imposible, que las matemáticas son una ciencia exacta: niños no nacen, los pocos jóvenes se van y los ancianos fenecen. Nos resistimos a morir o desaparecer pero lo sabemos, necesitamos un milagro, más grande que el de los panes y los peces, a lo bestia, como el de vino de las Bodas de Caná de Galilea.