Salen como hombres-bala, como si tuvieran un muelle en el centro del cuerpo. «¿Dios, cómo venenos, qué velocidad; éstas saben álgebra!». La mano de galgueros avanza de prisa, como si lo los doce o catorce que la forman hubieran ensayado el paso: todos con la derecha, ahora todos con la izquierda. Eriales, barbechos, sembrados, todo a una, que cuando menos esperas salta la liebre. Y así es.

La primera, junto al camino Valdegatón. «Aquí está». La formación se rompe. «¿Dónde?». «Ahí». «¿Dónde?». Para un neófito es imposible verla; en el lindero, en un matojo de picos y hierba seca. Su quietud permite hasta disparar varias fotos al punto donde dicen que está. «¿Dónde?». De repente, zas, irrumpe violenta, tiesa sobre la tierra de pajas. Dos galgos, detrás, buscando la línea recta. En veinte metros le saca diez. Giran. La rabona ve un barranco y sale disparada, no calcula y se golpea al caer. Los perros aprovechan y la capturan.

Pronto se recupera la formación. Otra vez todos a una. Pérdidas entre las pajas, algunas camas. «Nunca sabes, a veces utilizan un solo dormidero durante un mes; sobre todo cuando está de hielo, y otras cambian de sitio permanentemente». Empiezan a pesar las piernas por los colgajos de barro. No hay huellas. Sí de conejos, una plaga, que empieza a hacer daño en los sembrados de cebada. «Esta mano es de liebre», espeta Ángel Sánchez, que se queja de una pierna y de los años. «No te creas, los años y los kilos, ochenta, me sobran diez». No acaba la frase y sale la segunda hacia la derecha. Lista como el hambre, ya sabe donde está el perdedero. La traílla se lía y los perros, nerviosos, tardan en arrancar. «Vaya patas que tiene la camarada, ni con un obús...». Rápidamente enfila el erial de Cotomesao, con los galgos siguiéndola a distancia. Y arriba, en el cotorro que hace el teso del Judío, se oyen voces del público que sigue la carrera. «Ale, ale, ale, ale...». Al rato, nada, otra vez la tranquilidad del campo, de una mañana entreverada, con ratos casi primaverales y otros del demonio.

La cacería empezó pronto. Pasadas las nueve, por los sobacos del Prao Redondo. Los barbechos tiznados con una pátina blancuzca, que sabe salada, que hay quien prueba todo. Pasadas dos horas hay como una pequeña desilusión. «Hay menos de las previstas, hace diez años fueron 43, este año no llegamos ni de coña. Se ve que están movidas, demasiado movidas para ser una reserva...».

Ya cerca de las doce, llega la explosión. Los galgos no saben a que liebre atender. Salen una detrás de otra. En la refalda de un quiñón, junto a un barranco sostenido de un almendro reviejo, manan las rabonas. Voces, gritos desentonados. A Pedro Sánchez se le mete una casi en los bolsos. Cazadores y público se divierten. Ahora sí.

La mañana mira hacia el norte y el frío viene como un cuchillo. Cuando le das la espalda, la cosa cambia y se suda cara al sol mortecino. Pesan las piernas y es hora de almorzar. El ambiente es excelente.

Al final, el balance es positivo. Se han visto unas 25 liebres, la mayoría engalgadas. Dos muertas. Da igual, las capturas es lo de menos, cuando hay otros valores mucho más importantes. El coto de Sanzoles organizó ayer un «peinado» de la reserva que está en mitad del coto. La intención era mover los animales, que no se acostumbren a la comodidad, para ellos mortal. La última vez que se hizo la operación fue hace diez años. Entonces se vieron más de 40 liebres. A pesar de la diferencia, el resultado de ayer se considera positivo.