En palabras de Fernández Navarrete, Miguel de Cervantes fue uno de aquellos hombres que el cielo concede de cuando en cuando a la humanidad para consolarnos de nuestra miseria y pequeñez. Doy por bueno que acierta en lo más, si no en todo, y añado mi agradecimiento a las alturas porque a pesar del mucho ingenio de don Miguel y su desvelo por parecer poeta, el cielo no le concedió tal gracia. O no en la cantidad que él hubiera querido. De lo contrario, viviríamos a oscuras sin El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Ofuscado como andaba tras los oropeles del éxito en el teatro, tampoco conoceríamos sus muchas otras obras, en las que vino a esconder entre metáforas, elipsis, ironías y locuras aparentes buena parte de su ser y saber, de su pensar y sentir.

Don Quijote leyendo.

De ello nos dejó muestras bien cercanas, con referencias a Zamora, a través de las páginas de El Quijote, aunque el recuerdo de nuestra ciudad lo extendiera a otros títulos. ¿Cuál era la relación entre Don Miguel Cervantes y Saavedra con Zamora? Para algunos estudiosos e investigadores hay dudas sobre el lugar donde abrió los ojos a la luz, si lo hizo en una pequeña aldea llamada Cervantes, en Sanabria, o en la oficial Alcalá de Henares. Así, César Brandáriz, el profesor Leandro Rodríguez y otros más han vuelto a poner el tema sobre la mesa a lo largo de los últimos años. Una discusión que se arrastra desde los albores del pasado siglo cuando un artículo publicado en El Imparcial (1904) cuestionaba su lugar de nacimiento. Quizás el mismo Don Miguel, sin pretenderlo, fuera el primero en azuzar el misterio al escribir de forma tan ambigua como inconcreta que sus orígenes -con el apellido Cervantes incluido- se asentaban en los Montes de León. ¿Al sur, al norte? ¿Nombre de la población, la aldea, el valle? En todo caso, hablaba de su linaje, del jugador de su padre (“que alcanzara fama de rico, y verdaderamente lo fuera si se diera maña a conservar su hacienda como se la daba en gastarla”), no de su persona. Habría que preguntarse por qué maese Cervantes, tahúr de las palabras y quién sabe si también de las cartas, jugó a ocultarnos su lugar de nacimiento como hizo con el lugar de la Mancha, la cuna de su más principal personaje. ¿Tenía que ver con los tristemente famosos estatutos de pureza de sangre, con la clasificación de las personas en cristianos viejos y nuevos que marcaban toda una vida?

¿Cervantes nació en Sanabria? Las influencias galaico-portuguesas abundan en su narrativa, y en ella aparecen costumbres tradicionales de la zona, así como referencias a la fauna y a la flora. Las páginas de El Quijote dan fe de ello, pues no son pocas las ocasiones en que leemos castaños, gaitas, concejos, truchas y hasta un calzado tan característico de la montaña como los zuecos. Todo ello, es claro, de escasa presencia en La Mancha. Los estudiosos añaden un dato: Cervantes, como cualquier novelista, suele ambientar los personajes y las historias en los escenarios que conoce. ¿Quiero esto decir que don Miguel había nacido en nuestra tierra sanabresa o hay que concederle la típica licencia literaria? Sería una temeridad atestiguarlo, pues no existe documento que lo refrende. Creo, por otra parte, que es una discusión estéril y, de hecho, si vamos a la aldea, a Cervantes, y preguntamos a la gente del lugar, se ve más incredulidad que otra cosa en sus caras. Nos acercamos a la llamada “casa del escritor” y la imagen acaba por decirlo todo. Imposible que alguien se tome en serio que el nacimiento de nuestro más grande escritor sucediera en esta casa, en la que apenas se mantiene la fachada de piedra hace unos años restaurada, y que no se tomen medidas para exponerla de un modo decente. Nadie daría un maravedí por esta cuna.

Lienzo de Don Quijote. Antonio Pérez

No obstante lo dicho, a cualquier lector puede sorprenderle el número de expresiones con querencia zamorana que don Miguel incluye en El Quijote. Si exceptuamos algunas ciudades donde se desarrolla la trama, como Toledo, Zaragoza o Barcelona, creo que Zamora es la provincia que con mayor frecuencia aparece en sus páginas. Lo que da a entender que algún tipo de relación o conocimiento profundo debía de tener de esta tierra. ¿Puso los pies en Zamora en alguna ocasión? Dicen que sí, que vivió algún tiempo en el palacio de los Ciento. El que no se conserve un documento que lo atestigüe no espanta la posibilidad, dado que uno de los amigos que hizo en Argel durante su largo cautiverio, fue el conde de Valencia, compañero de fatigas y penalidades en las celdas sarracenas. Y dicho conde, Francisco de Valencia para más señas, una vez liberado, tenía su residencia en el palacio de los Ciento, que estuvo en la plaza que lleva su nombre hasta que la especulación urbanística se lo llevó por delante en 1976. Teniendo en cuenta que don Miguel vivió en Valladolid, nada tendría de extraño que visitara nuestra ciudad, y más si en ella residía su amigo y valedor. Sabemos, también, la afición del maestro en conocer de primera mano hasta los más pequeños detalles de los sucesos que acaecían a sus contemporáneos, la vida y milagros de la gente y todo lo que acontece a su alrededor. Además, sus lecturas, pues leía hasta los papeles que veía por el suelo. De este afán por saber y saber tenemos noticia cierta de cuando vivía en Madrid e iba a la calle Toledo a pegar oreja en los mentideros mientras comía una empanada de carne –le encantaban- o un torrezno en algún bodegón de puntapié. De allí sacó muchas aventuras y relatos de pícaros y personajes del submundo que luego plasmaría en las novelas. Por tanto, para nada ha de sorprender que, de haber vivido en Zamora, hubiera hecho lo mismo a la hora de buscar historias. Llamar a la ciudad por su nombre o referenciarla por hechos o anécdotas en tantas ocasiones vendría a ser un pequeño tributo que le debía al conde de Valencia por su amistad y por la ayuda prestada en su segundo intento de fuga de Argel.

Como ejemplo de lo expuesto podría valer la aventura del lavatorio de las barbas que sufre Don Quijote en el palacio de los Duques (cap, XXXII de la Segunda parte) y que viene a ser una copia casi calcada de la broma que los Condes de Benavente (D. Rodrigo Pimentel, para ser exactos) le hicieron a un embajador portugués. El escritor Luis Zapata lo publicó en su Miscelánea unos años antes de la aparición del Quijote. Las únicas diferencias estriban en que a Don Quijote lo lavan doncellas, como es propio del estilo caballeresco, y al embajador luso, unos pajes. Si Cervantes supo de esta aventura por la lectura de Miscelánea o la escuchara en los mentideros de Zamora es algo que nunca sabremos. Otra cosa es que el maestro compusiera la burla con la ironía y la gracia que solo está al alcance de una genialidad como la suya.

Otra referencia a Zamora –si es posible así llamarla, porque puede que su intención fuera bien distinta- la hace Cervantes con la aventura del yelmo de Mambrino. En ella, el barbero, ante la acometida del hidalgo, “puso los pies en polvorosa y cogió las de Villadiego”, en palabras de Sancho Panza. Poner los pies en polvorosa significa huir precipitadamente y parece que el origen de tal dicho viene de la batalla de Polvoraria o Polvorosa, en la zona de Benavente, donde las tropas cristianas, con la ayuda inestimable de un eclipse de luna y, cuentan también, que algo tuvo que ver la Virgen de la Vega, obtuvieron una gran victoria sobre los musulmanes, a quienes no les quedó otro remedio que huir despavoridos. ¿Lo escribió Cervantes con tal intención? ¿Conocía el origen de este aforismo?

Seguimos. Cervantes, gran lector, como ya hemos comentado, con toda seguridad conocía el cantar de gesta de El cerco de Zamora. En él hay un verso (“No murió por las tabernas / ni a las tablas jugando, / mas murió sobre Zamora / vuestra honra resguardando) que don Miguel hizo suyo al alzar la voz contra quien le moteó de viejo y de manco, como si su manquedad hubiera nacido en alguna taberna en vez de la más alta ocasión que vieron los siglos pasados los presentes ni esperan ver los venideros. Así lo dejó escrito en el prólogo de la segunda parte de El Quijote. Aquellos versos los había puesto el bardo en boca de Arias Gonzalo como lamento por la muerte de su hijo frente al reto de Diego Ordóñez. Por entonces, el honor de una ciudad solo podía lavarse con sangre.

Quizás alguien pueda pensar que estos dos apartados vengan traídos por los pelos y aún arrastrados a la fuerza y no se ajusten al propósito de Cervantes, pero bien pudiera ser lo contrario. Nunca habrá certeza absoluta. No son los únicos que albergan dudas, pero retengo los demás por parecerme en extremo difíciles de encajar y sonar más a fabulaciones y argumentos perseguidos con los que demostrar una tesis de antemano asentada que a sombras de realidad.

Don Quijote.

Todas las dudas se disuelven, sin embargo, cuando maese Cervantes habla de Bellido Dolfos y los sucesos acaecidos alrededor del Cerco de Zamora con el Cid y su leyenda sobrevolando cada verso. La primera vez que lo nombra es en Sierra Morena. Allí, Don Quijote habla con Cardenio de la traición que sufrió y no tiene ningún empacho en poner a modo de ejemplo a Bellido o Vellido Dolfos, traidor por antonomasia en los anales de la épica española. Sabe Cervantes que Bellido Dolfos se sirvió de una estratagema para salvar la ciudad, su ciudad, y que por tanto no es traidor quien salva a los suyos sino héroe que, como el legendario Odiseo, supo engañar a los enemigos y con tal artimaña acabar con el cerco de hambre y de muerte que sufría Zamora. Y no se conforma con decirlo una vez, que lo repite unas páginas adelante en boca de la mujer que parecía labradora, la bella Dorotea. ¡Ay, don Miguel! ¿Quién le iba a decir a vuesa merced, al más grande escritor que vieron los siglos en este país, que caería en el mismo error de tantos españoles al confundir leyenda con historia? La verdad de los vencedores, maestro, no siempre es verdad (suponiendo que lo sea alguna vez).

Zamora y El Cerco

La historia del cerco de Zamora la vuelve a poner Cervantes sobre la mesa en la aventura que le sucede a Don Quijote camino de Barcelona, cuando se ve sorprendido por un grupo de bandoleros que lo pillaron de pie, sin defensa alguna, la lanza arrimada a un árbol y el caballo sin el freno o sin brida y por tanto sin posibilidad de manejarlo. Tal descuido no cabe en un caballero andante, que había de vivir contino alerta. Este hecho trae a colación la automaldición de El Cid en el romance “De Zamora sale Dolfos”, cuando el caballero castellano ve huir a Vellido, le pregunta por qué huye y, al no responderle, de pronto imagina o intuye la muerte del rey Sancho, pide el caballo y lo monta a pelo. Solo pudo arrojar la lanza y matar al caballo de Dolfos, pero no al soldado, por lo que El Cid maldijo a todo caballero que no estuviera preparado para el ataque, que cabalgase sin espuelas. Como Don Quijote.

De la historia del cerco nos llegó el conocido refrán No se ganó Zamora en una hora, dada la resistencia de la ciudad ante el asedio. Con este significado, de la necesaria paciencia a la hora de intentar alcanzar un objetivo, Cervantes lo escribe en una de sus últimas aventuras, durante el regreso de Barcelona y tras la derrota a manos del Caballero de la Blanca Luna. Es entonces cuando Sancho, que aún no ha cumplido el compromiso de los cientos de azotes que se ha de dar para desencantar a su señora Dulcinea, se adentra en el bosque y finge la azotaina; pero son tantos los azotes que ha de recibir su culo, que el propio Don Quijote le ruega que haga un alto en la zurra, que ya tendrá tiempo, pues no se ganó Zamora en una hora.

Viriato

Otra mención relacionada con Zamora es la que hace de Viriato; al fin y al cabo, si las leyendas no se apartan mucho de la verdad, zamorano. O lusitano. El caso es que en uno de los capítulos de la primera parte, concretamente en el L el canónigo le echa en cara a Don Quijote la amarga y ociosa letura de los libros de caballería que le han vuelto el juicio con tanta desmesura imaginativa y le recomienda libros de historia donde hallará verdades grandiosas y hechos tan verdaderos como valientes. Y el primero que nombra, a Viriato de Lusitania.

Salimos de los sucesos históricos y recurrimos a una aventura jocosa, una más de las muchas que jalonan El Quijote. Me refiero a la del rebuzno, el invento de un pueblo para reírse del vecino de forma un tanto burda. Me sorprende, por eso, que le salgan tantas novias para su ubicación, pues los regidores o alcaldes del lugar no quedan muy bien parados, que digamos. Los entendidos citan el origen de este cuento en el escritor romano Apuleyo y posiblemente llegara a España de la mano de Bernardino Schardone en el siglo XV para ilustrar la enemistad entre los de Padua y los de Vicenza, dos ciudades italianas. A raíz de su aparición en El Quijote, pretenden hacerla suya desde la albaceteña Mancha de Aragón, al pueblo de El Peral, en Cuenca o Alconchel, a quienes dicen que llaman los burros y los del rebuzno. También hay quien localiza esta aventura en Trefacio, el pueblo sanabrés cercano a la aldea de Cervantes y donde aún, dicen, cuentan este cuento.

La gaita zamorana

Más agradable resulta la mención a la gaita zamorana que Cervantes hace en el capítulo de las bodas de Camacho. Al carrusel de danzas de zagales y doncellas hacíales el son una gaita zamorana y ellas llevando en los rostros y en los ojos la honestidad y en los pies la ligereza, se mostraban las mejores bailadoras del mundo. La gaita zamorana era una flauta de doble tubo parecida al óboe. Una gaita de fole o fuelle de origen celta y habitual en la zona fronteriza entre Zamora y el Portugal de Tras os Montes. Al parecer, esta gaita no ha evolucionado y se mantiene tal como nació. Hay reproducciones de ella en el pórtico de la Colegiata de Toro y en una silla de la Catedral de Zamora.

También la nombra en las últimas páginas, en el capítulo LXVII, con don Quijote camino del lugar de cuyo nombre no quiso acordarse, derrotado, pero con sus ideales caballerescos y las utopías de desfacer entuertos completamente intactas. Ha de pasar un año de castigo y para entretenerlo hace proyectos con el ejercicio pastoril, el campo y las florecitas, un escenario bucólico en el que la música es parte fundamental. Ahí entran los instrumentos tradicionales que han de acompañar las canciones de amor, los tamboriles, churumbelas, sonajas, rabeles y, por supuesto, gaitas zamoranas.

Hasta aquí, las referencias a Zamora pueden darse por satisfactorias. Don Miguel no se cebó con nosotros ni nos dejó en menos, aunque ya por entonces Zamora hubiera perdido gran parte del protagonismo que una vez tuvo. Pero aparece Sayago. Para entender mejor el tema, abrimos la historia por un suceso del que no da cuenta en El Quijote, pero tiene su importancia. Hablo de 1588, cuando Felipe II pide al ayuntamiento de Zamora el reclutamiento de hombres para la guerra. Curiosamente, es el propio ayuntamiento quien contesta que para los menesteres guerreros no se puede contar con los sayagueses porque son gente de poco provecho, rústicos e inútiles con un arma en la mano. Mejor, añado, eso que llevaban por delante, que para ir a la guerra no es menester darse priesa. Con tal opinión de los propios, ¿ha de extrañar que los foráneos los tildaran de todo? Sin embargo, y según parece, tal desmesura en el desprecio no procede del comportamiento de los hombres y mujeres de Sayago, sino del teatro. Entre los autores de entonces, Juan de Fermoselle o Juan del Enzina (no hay certezas sobre su lugar de nacimiento, pero es posible que viera la luz en esta villa zamorana), tuvo mucho que ver. Cuentan que por aquellos tiempos, cuando hablaban de sayagués –aparte de un nacido en Sayago-, se referían a una jerga teatral que ponían en boca de los pastores, un lenguaje rústico propio de hombres y mujeres que vivían en lugares apartados y con escasa comunicación con otros lugares. Este lenguaje fue llamado sayagués literario y apareció en escena durante los siglos XV y XVI, por la época en que don Miguel perseguía la gloria y los aplausos desde un escenario.

Yo leía El Quijote y me encontraba con tantos denuestos contra los sayagueses que por fuerza, pensaba, Cervantes tendría que haber sufrido alguna aventura de menos provecho que peligro y de la que saliera contrito y aun puede que trasquilado. De lo contrario no entendería tanta inquina contra unas personas alejadas de los caminos de don Miguel en todos los sentidos. ¿De dónde salían estas expresiones anti-sayaguesas? Por fortuna, no era un tema de animadversión cervantina, sino consecuencia de las risas y las burlas del teatro, que se pegan siempre a los indefensos.

Un ejemplo: Cervantes usa la expresión nora en tal (en mala hora) al referirse al lenguaje tosco de los rústicos en el teatro, de gente que no domina el castellano debido al aislamiento de la comarca. Otro ejemplo: también utiliza la palabra magüer, que viene del sayagués teatral, un arcaísmo ligado a personas de poca inteligencia. “Maguer tonta, no sé yo quién recibe gusto de no tenerle”, le dice Teresa a Sancho, su marido.

En el palacio de los duques, Don Quijote les cuenta su presentación ante Dulcinea para besarle las manos y recibir bendición, beneplácito y licencia para la tercera salida. Dice que la encontró encantada y convertida de princesa en labradora, de luz en tinieblas y entre otras lindezas, de Dulcinea en villana de Sayago. Las sayaguesas, las villanas más rudas y agrestes del suelo patrio.

En otra de las aventuras, cuando las bodas de Camacho, Cervantes pone en boca de Sancho que “no hay que obligar al sayagués que hable como un toledano”. Esta referencia la toma, como ya queda dicho, no por el lugar, sino porque el dramaturgo Juan de la Encina lo utilizó en sus obras de teatro para plasmar el habla de los pastores. Tuvo éxito este tipo de voz y acabó por convertirse en el prototipo de lenguaje tosco, el que adjudicaban a los pueblerinos. El toledano, en cambio, se empelaba como lengua literaria, casi de modo oficial.

Sayago y, en especial, Fermoselle

Unamuno anduvo por estas tierras de Sayago (le encantaba Fermoselle) en busca de palabras y dichos en dialecto sayagués, el mismo que utilizaron en el siglo XV Lucas Fernández en la composición de sus églogas y el ya citado Juan de la Encina en sus obras teatrales. Hay quien dice que de tal habla aún quedan restos en Portugal, en lo que llaman dialecto mirandés.

Incluso en el otro Quijote, en el tordesillano, en el apócrifo que nadie sabe quién escribió aunque yo tenga mis sospechas, Zamora también mereció alguna cita. Por una vez y sin que sirva de precedente, desde una óptica muy distinta a la referida a Sayago en el otro Quijote, en el bueno. Se trata de la aventura en la que unos meloneros arrean unas cuantas pedradas a nuestro hidalgo y a su escudero y los dejan descalabrados y sin caballo a uno y sin asno al otro, pero con las costillas bien medidas. Don Quijote recuerda el romance del cerco de Zamora y Sancho se hace cruces ante la locura de su amo antes de decir: si vuesa merced ve cuales nos han puesto cuatro meloneros, ¿para qué diablos quiere que vamos á Zamora á desafiar toda una ciudad tan principal como aquella? Y aún añade, de la mano de la hipérbole, que saldrían cinco o seis millones de hombres a caballo para acabar con sus vidas.

Nunca fuimos tantos, amigo Sancho, pero me alegro que nos trates con deferencia. Aunque te hayan cambiado de libro y en este no seas ni sombra de aquel hombre grande y honrado que entró desnudo y desnudo salió de la gobernación de la ínsula. Algo incomprensible en los días de hoy, como ya lo fue en los pasados siglos y no espera mayor cambio en los venideros. Sirva como colofón de mis comentarios esta enseñanza, una más de las muchas que nos dejó el maestro en El Quijote, aunque no se refiera en concreto a Zamora y su validez tenga alcance universal.