Un momento. Ruego un poco de paciencia. Parece que hay cierto retraso en el correo. Me avisan desde la plataforma que una pequeña avería, ya solventada, ha causado algunas demoras que están en vía de solución. Así que les invito a descansar hasta que lleguen nuevas cartas. Muchas gracias.

Ni solución ni reparación. El estropicio es descomunal. La plataforma oceánica del correo de las ausencias echa humo, literalmente. La factoría es colosal. Un intrincado sistema de cintas transportadoras consigue clasificar miles de cartas al día. La mujer que lo ingenió lleva una humanidad perfeccionándolo. Pero hoy contempla horrorizada el desastre. Le ha llevado horas comprender el fallo. El no fallo. Parte de la maquinaria se ha detenido por fatiga. Sin más. Humeante. Exhausta. Agotada. Incapaz de seguir trabajando sin descanso. Las cintas malogradas son las que clasificaban las cartas no escritas, las de agua y sal. Son tantas, demasiadas. El ritmo de los últimos meses ha sido frenético.

Después de recorrer kilómetros de cintas, la mujer sabe lo que tiene que hacer. Y suspira. Creó el magnífico artefacto para no volver a encargarse de clasificar ella misma el correo. No es por vagancia, en absoluto. La mujer del correo es de papel. De papel secante. Imposible tomar esas cartas y disponerlas en sus cintas correspondientes sin que el agua y la sal acaben impregnando cada una de sus fibras. Sabe lo que ocurrirá. La invasión líquida de la desolación. No es la primera vez, por supuesto. Por eso su cuerpo ya no es blanco, sino un desconcierto de borrones. De tinta, por supuesto. También de restos de pólvora o de cenizas. Siempre de ausencia.

Letras no escritas

Querida mamá... Aunque las cartas apenas pasan una fracción de segundo por sus rugosas manos, puede sentir cada una de las letras no escritas. Un rocío que se hace gota y lluvia y riada y diluvio, hasta inundarlo todo. Querido papá… Diminutos cristales de sal van calándose en las fibras de la mujer de papel secante. Sabe lo que ocurrirá. Después de unas horas, días, años o siglos, qué más da, se conformarán nudos rígidos en su interior. La artrosis de la pena. Queridos tíos… La vista se le nubla. No hay problema. Recuerda como hace más de un siglo perdió la visión durante una buena temporada. Es la corrosión galvánica. Como el agua de mar ataca los metales menos nobles, sus ojos se oxidan. También se recuperarán, aunque quizá pasarán del dorado al cobrizo. Querida amiga… Cómo le gustaría detenerse. La mujer teme por su corazón de papel. Siente el latido desbocado, esforzándose por mantener su cuerpo activo.

Ya son muchos los días. Le flaquean las piernas. Desciende un segundo la mirada y el sobresalto casi la distrae por un instante. Es demasiado. Sabía que estaba siendo demasiado. Su cuerpo está empezando a convertirse en pasta de papel. Le da miedo lo que pueda ocurrirle. ¿Perderá la forma? ¿Podrá seguir trabajando sin piernas ni manos? ¿Y si acaba deshaciéndose por completo? ¿Quién se encargará del reparto de las cartas de la ausencia? Los interrogantes crecen en su interior, acelerando más y más su latido, pero no interrumpen su trabajo. Sigue tomando una carta tras otra. Y otra más. Y otra. Hasta que su mano tropieza con una diferente a todas.

La mujer observa la carta y, ahora sí, detiene la clasificación. Tiene que leerla. Por primera vez después de siglos y siglos de gestión de las pérdidas, su nombre aparece como destinataria. Rasga el sobre con una mezcla de temor, inquietud y curiosidad. ¿Quién puede haberle escrito? Nadie la conoce. Nadie la ha visto nunca. La misiva es corta: Te hemos visto desde el aire. No sabíamos que existieras. Gracias, infinitas gracias por hacernos llegar los mensajes, por las palabras, por la calma. Gracias de todo corazón. Un abrazo infinito desde la avioneta de los 25.

Por primera vez en su infinita existencia, la mujer de papel secante llora. Lágrimas y lágrimas de agua y sal que van adelgazando su cuerpo hinchado. Lágrimas que caen al suelo y que forman cuatros charcos de los que empiezan a brotar unas sombras: cuatro mujeres de papel. Secas, sin nudos ni manchurrones. Ella, la de antes, la de siempre, las admira. Tan nuevas, tan ágiles. Una de las mujeres extiende su mano hasta tocar ese pecho empapado y frío, agitado por un corazón agotado. No hay tiempo que perder. Las cuatro recién nacidas toman a la maestra en volandas y la conducen hasta el porche. La posan con delicadeza en el suelo cálido y miran al sol. Asienten al unísono. Sí, él la cuidará.

Mañana, sexto capítulo: Las palabras.