¡Juan Antequera González!, ¡Juan!, ¿estás por aquí? Ha llegado el correo. También para Rodolfo Iturralde; Otoniel Pérez Martínez; Paco Folch Fornós; Francis Pérez García; Màrius Fusalba Roqué de Cal Mateuet; Félix, el marido de Trinidad Leyva Navarro y para el padre de Paqui Bernal; el papá de Pedro Ruiz Losilla y el "padrí" de Marina Isun Blasi. Las cartas os esperan en la puerta iridiscente. Sí, esa. Podéis abrirla y pasar.

Tan pronto traspasó el umbral, el niño empezó a correr. Calle abajo, corría. Y los adoquines eran hierba o grava o arena. Abría la boca y se tragaba el viento. Las piernas, más aire que tierra. Los brazos extendidos, para abrazar el bosque. Y su cuerpo olía a nuevo. También su risa. Las rodillas no dolían. Porque era antes. Y después. Y era ahora.

Los pies le condujeron hasta un barrio donde los adoquines tenían forma de letras y las farolas, de interrogantes. Pensó que la aventura le esperaba detrás de la puerta abierta de una casona, pero solo encontró una estancia desnuda y llena de polvo. Y un caracol en el centro. Su concha irisada era hipnótica. Se agachó junto a él y le preguntó, quizá él supiera decirle dónde estaba, dónde debía ir. Pero el bicho no tenía ganas de hablar, ni siquiera movió las antenillas. Impertérrito ante la visita, siguió su lento camino. Aburrido, el niño se distrajo mirando su baba tornasolada. ¿De dónde venía ese hilo viscoso? Recorrió con la mirada la ruta inversa trazada por el caracol y, así, en cuclillas, fue avanzando entre crujidos de madera y un olor a hierba mojada que no se sabía de dónde venía, pero que acariciaba.

Una antigua imprenta

El picaporte se abrió fácilmente, con ganas de abrirse. El niño corrió hacia el ingenio. La imprenta funcionaba a pleno rendimiento. Otro día quizá le hubiera sorprendido ver aquella preciosa y reluciente máquina antigua trabajar sin cajista ni fundidor ni batidor ni alzador. Ni siquiera el maestro de imprenta estaba. La máquina llenaba la estancia del sonido de su latido metálico. Después de la tinta púrpura y los moldes, la magia iba emborronando un papel. Y en el pliego, un relato:

Érase una vez un trueno que hizo temblar una casa justo cuando amanecía. No es un buen inicio de día, pensó el hombre que la habitaba, incapaz de volver a conciliar el sueño. Después de la ducha, aún se sentía inquieto, con el sobresalto de la tormenta aprisionado bajo la piel. Los relámpagos seguían rasgando el cielo de plomo. Quizá si corría las cortinas. Iluminó la sala con la luz tenue de una lamparilla y eligió el saxo de Lee Konitz. En vinilo, claro. El surco negro le tranquilizaría.

No hizo caso de la primera hormiga. Tampoco se la sacó de encima. La veía tan decidida que no quiso romper su ruta. Incluso agradeció el cosquilleo. La siguiente siguió idéntico camino. Subió por el lado derecho de la butaca, se encaramó a su mano derecha, descendió, sobrepasó las dos piernas, después la mano izquierda, descendió por el costado izquierdo de la butaca y siguió la ruta hacia el disco. El hombre no se preocupó demasiado cuando era un río oscuro el que lo recorría hasta perderse en el vinilo. Se dijo a sí mismo que, mientras sonara la música, todo iría bien. Por alguna razón, las hormigas desaparecían en la boca del gramófono.

Un trueno aterrador le hizo girar la vista hacia la ventana. Era la primera vez que se percataba de esa grieta. Por ahí entraban las hormigas. Ya cientos, miles. Huyen de la tormenta, pensó, mientras sentía el peso de la comitiva, cada vez más opresivo. Las manos y las piernas ya se perdían bajo aquel negro frenético. Mientras sonara la música, se dijo. Sí, mientras sona-

El niño no pudo reprimir un grito. El relato se interrumpía. ¿Por qué no se imprimía el resto? ¿Por qué ese blanco? Corrió a revisar la plancha. Los tipos de letras habían desaparecido, convertidos en polvo. Se dirigió con urgencia al chibalete y fue abriendo cada uno de sus cajones, cada vez más desesperado. Nada, ni un solo tipo. La tristeza se apoderó del niño. También el miedo, porque era el miedo del hombre. Y pensó que si la historia no se imprimía quizá era porque ya no sonaba la música y sin melodía? ¡No! Tenía que hacer algo. Quizá él mismo podía acabarlo. El relato no podía quedar interrumpido. Se palpó los bolsillos buscando un lápiz. No hubo suerte, pero notó el tacto del papel. Entonces recordó la puerta iridiscente. Abrió el sobre y una lluvia de letras cayó sobre el pliego. La carta supo escribir el final perdido.

El sol ha ganado. El hombre abre la ventana y respira el aire de lluvia. Sonríe, al fin sin miedo. H.

Mañana, segundo y tercer capítulos: El abrazo y Aire.