Una Zamora en blanco y negro, retratos de sus gentes y sus calles en una colección fotográfica que aúna lo artístico con lo documental, imágenes sin concesiones al dramatismo que reflejan cómo fluye la vida en un país que aún muestra las heridas abiertas por la guerra. Así son las fotos captadas por la cámara Leica de Inge Morath que pertenecen al catálogo de «España en los 50», fruto de un viaje que la llevó por todo el país, incluyendo la provincia zamorana. Ha pasado casi medio siglo desde que iniciara su aventura española la primera mujer fotógrafa de la célebre agencia Magnum, representante de una estirpe, la de los grandes reporteros gráficos, documentalistas que conciben su trabajo, además, como una obra de arte.

En las últimas horas, una de sus imágenes en la que aparece un hombre con discapacidad en un carrito tirado por un perro se ha popularizado a través de las redes sociales gracias a un portal de fotografía.

Inge Morath viajó por primera vez a España en 1953, recién ingresada en Magnum, de la mano del fundador de la agencia y uno de sus mentores, Henry Cartier-Breson, para quien trabajaba como asistente de investigación en un viaje que tenía como destino fundamental Pamplona y los sanfermines. Casi a escondidas, ella tomaba algunas fotografías. Morath, de procedencia austriaca y nacionalizada en Estados Unidos, se quedó prendada de inmediato de los paisajes y de las gentes de nuestro país. «Estaba profundamente impresionada. Yo sólo estaba empezando a ver a través de mi cámara. Sabía que tenía que regresar a España. Lo que habían visto mis ojos en ese país me había conmovido profundamente y parecía posible encontrar mi propia forma de expresarlo. Me producía vértigo pensar en todas las cosas que aún me quedaban por ver en España: lo que quería fotografiar no parecía tener fin», escribiría años más tarde, con ocasión de la exposición «España en los 50» en el antiguo Museo de Arte Contemporáneo de Madrid en 1995.

Su amiga española, la coleccionista y profesora Lola Garrido, ejerció como comisaria. «España le encantaba, ella decía que tenía tres tierras madres: España, China y Rusia. Era una mujer extraordinariamente culta que miraba con empatía a un país muy pobre, pero muy elegante, que resultaba totalmente distinto a lo que había visto hasta entonces. Un país que se identificaba por el negro que vestían muchos de sus habitantes. Cuando las fotos se expusieron en el Spanish Institute de Nueva York, causó mucha impresión, pero no porque las fotos reflejaran una situación de hambre o de miseria, sino por la elegancia. En Nueva York el negro es el sinónimo de elegancia», explica Garrido. Efectivamente, en sus retratos nunca asomaría la España negra, por miserables que fueran las vidas de quienes retrató: como ocurre en el del mendigo zamorano Francisco López, en su carrito tirado por un perro en la calle de San Torcuato, sus personajes siempre transmitían su lado más cálido, era la fotógrafa de «la dignidad de la pana», como describieron algunos de sus biógrafos.

Apenas tardó un año en regresar a España y lo hizo por recomendación expresa de otro mito de la fotografía del siglo XX y gran conocedor de nuestro país, Robert Capa, quien le encomendó entrevistar a una abogada de Barcelona, Mercedes Formica, para el «Holiday Magazine». Formica luchaba entonces por los derechos de la mujer, aplastados por el régimen franquista: «Tú irás a España. España es tu país», predijo, con gran acierto, Capa.

Bajo una apariencia de persona calmada, Morath era una mujer inquieta, de una inteligencia exquisita. Llegó a dominar nueve idiomas y se expresaba perfectamente en castellano. Antes de ese viaje definitivo de 1954 se apuntó en un curso intensivo en la academia Berlitz, leyó El Quijote, estudió la pintura de los grandes maestros españoles que luego visitaría en El Prado... Al fin, la noche del 23 de febrero llegó a Madrid. «Los formalismos de inmigración y aduanas fueron lentos y difíciles; los agentes sospechaban de mis cámaras y de la gran cantidad de rollos de película que traía conmigo; pero lo que más les irritó fue el trípode que, según ellos, podía ser utilizado para montar sobre él una ametralladora. El poder de la policía en el Estado del Generalísimo era palpable».

Pero lo que le interesaba a Morath estaba lejos de aquella imagen represiva y truculenta. «Me enamoré del país. En España viví una segunda adolescencia», afirmó décadas después la artista. Efectivamente, la entrevista con Formica, con quien trabó una amistad que duraría hasta el fallecimiento de la abogada solo con tres meses de diferencia de la de la propia Morath en 2002, acrecentó el interés por nuestro país y, sobre todo por sus gentes: «Escuché miles de historias. Siempre me ha sorprendido la falta de pudor de los españoles a la hora de hablar de sus vidas privadas». Así que, cuando terminó el reportaje en Barcelona, llamó a Capa para decirle que se quedaba para recorrer el país «al menos otros tres meses o hasta que se me acabara el dinero». En realidad, el viaje se alargó mucho más.

Un aristócrata amigo de Mercedes, Gonzalo de Figueroa, duque de las Torres, se ofrece para ayudarla, y con el historiador Ignacio Olagüe comienzan a planificar un viaje que la llevaría desde Sevilla a Las Hurdes, a La Mancha, por el Camino de Santiago y que incluiría, en una de sus etapas, a Zamora. Era un recorrido aleatorio, que la fotógrafa describiría como «los cordones entrecruzados de una vieja bota». En ese zigzagueo por la península, llegó a la capital zamorana. Solo hay constancia de esa única visita a tierras zamoranas, aunque su amor por España la trajo de vuelta a nuestro país en otras muchas incursiones, algunas ya del brazo del que sería su marido, el dramaturgo Arthur Miller.

Lola Garrido, que mantuvo un estrecho trato con la fotógrafa, no recuerda que Morath le nombrara expresamente su estancia en la capital que debió de durar apenas unos días. A la artista le apasionaba la atmósfera misteriosa de aquella España aislada y todavía eminentemente rural, encorsetada por la moral católica, de mujeres de negro y curas con sombrero y sotana como los que aparecen en una de sus fotos, tomada en la plaza de Fray Diego de Deza. Las aceñas de Olivares y la vida cotidiana en la pintoresca Balborraz también forman parte de este importante legado fotográfico. Algunas de las fotografías de la colección tienen algunos errores en la data (por ejemplo, el hombre del carrito tirado por un perro está fechado en Valladolid, las aceñas de Olivares aparecen como Toro y una vista de Peñafiel está clasificada como la ciudad toresana), equivocaciones propias de repasar un archivo después de miles de carretes y de décadas transcurridas, explica Lola Garrido.

Pero es evidente también, a la luz de las imágenes, que aquella estancia coincidió con los días centrales de la Semana Santa de Zamora. Cofrades del Santo Entierro a la puerta de San Esteban, congregantes del Nazareno, la Vera Cruz ataviada con las túnicas de raso, la procesión del Silencio. La mayor parte de ellas fueron publicadas ocho años después en la revista «La Actualidad Española» en un reportaje de cinco páginas subtitulado «Un ensayo fotográfico de Inge Morath». Aquella Pasión tan alejada de los oropeles de Sevilla debió impresionar a la artista, sobre todo por las fotos en las que aparecen los niños ataviados con túnica, corona de espinas y una pequeña cruz, que en aquellos años salían en Jueves Santo. Varias de las imágenes aparecen sacadas en la Plaza Mayor, algunas desde un punto de vista cenital que hace adivinar a la fotógrafa en alguno de sus balcones, probablemente en el antiguo Hotel Suizo. El texto del reportaje, en tono retórico, subraya los tópicos semanasanteros y finaliza: «Inge Morath, una mujer de prestigio mundial como reportero gráfico, captó en su cámara estas escenas de la Semana Santa. El capricho fotográfico no rompe la armonía ni la austeridad de las procesiones. Les presta, por el contrario, un encanto difícil de precisar».

Zamora y su Semana Santa tuvieron a una testigo excepcional a la que nunca le interesó «el tópico como imagen de España, me gustó la gente sencilla y espontánea, su elegancia y su orgullo». Nunca agredía con la cámara ni forzaba el dramatismo. Una mujer que, en su juventud tuvo que huir del régimen nazi, que, como dijo de ella el que fuera su esposo, el dramaturgo Arthur Miller, «disfrutaba de la vida como sólo lo hace quien ha estado a punto de morir» y que sostenía que «no es necesaria la imagen morbosa para expresar el sentimiento humano».

Cuando, cuarenta años más tarde, Inge Morath revisó sus trabajos en la exposición de «España en los 50», no pudo evitar un guiño de nostalgia en aquel país que entonces se mostraba pujante, «pero uniformado, igual que otros tantos», describe Lola Garrido. En una entrevista publicada en el diario El País, Morath concluía: «Ahora todo ha cambiado mucho. Es un país más abierto, la gente viste bien. La vida parece más fácil, aunque yo echo de menos la gran elegancia de las mujeres de campo vestidas de negro. Ahora veo pocas». Con su agudo pensamiento ya anticipaba el ocaso de la España rural que irradia vida a través de sus fotografías.