Aquella mirada me conmovió tanto que fue una de las más intensas impresiones vividas en medio de tantas bellezas contempladas a diario, rodeados del Lago, las montañas, mecidos por el rumor de las aguas de los tres ríos y acariciados por el misterioso encanto de aquel entorno, en la sencillez de la vida de mi infancia añorada.

Desde muy pequeña estaba acostumbrada a ver volar muy cerca las hermosas figuras de águilas reales y búhos u otras aves de gran tamaño en la pedada de la Cañada de Soane, ese lugar mágico, entre las dos partes en las que el glaciar abrió una brecha para proseguir su camino hacia el Lago, como un desfiladero profundo que termina en la Vega de Soane, Vergel de productos frescos que abastecía la sencilla despensa de nuestros abuelos y padres en la orilla más íntima y serena del Lago.

La ladera norte, una cortante enorme cubierta de piedras desprendidas del enorme piñedo, termina en el mismo Lago en el Rincón más íntimo y silencioso, que tiene el nombre de El rincón del Bufo (Búho) y toda ella es el habitat natural y permanente de una fauna rica: zorros, pequeños mamíferos, serpientes, pájaros... y esas aves de gran tamaño que nos regalaban imágenes espléndidas cuando pasaban volando por encima de nosotros de un lado al otro, buscando alimento o volviendo a sus nidos. A primeras y últimas horas del día también nos obsequiaban con sus cantos y el Mochuelo, el búho, la coruja, el ruiseñor y el mirlo establecían sus bandas sonoras y competían entre sí toda la noche.

Un día cuando volví de la escuela, tendría 7 años, mi abuela querida, muy contenta me dijo: ¡Anda, anda, que tienes una sorpresa! Me llevó de la mano a una sala y allí en el ángulo menos iluminado, había un cesto de los más grandes tapado con una tela oscura. Cerró bien la puerta, y levantó el lienzo con mucho cuidado, en un gesto casi solemne. ¡Mira! - me dijo.

Me quedé perpleja. Él animal sólo movió levemente la cabeza y aquellos ojos grandes, redondos, de un precioso color amarillo anaranjado intenso, y una gran pupila negra, me miraron con un gesto de humildad o de súplica, pero también desafiante. Yo me quedé plantada en el suelo. ¡Nunca había visto una cosa tan hermosa! Su figura era muy elegante. Plumaje en tonos grises, blancos, marrones, garras fuertes, aquellos dos penachos en su cabeza a modo de corona real, erguido, enorme. Esa imagen me cautivó de tal manera que fui consciente de que estaba viviendo un sueño, un momento único. La emoción me impedía hablar.

- Es un búho. Esta mañana lo encontró Rosa en El Castro, cerca de La Pedada no sé por qué se dejó coger, no está herido - dijo la abuela.

Todos estábamos cautivados por ese ser tan bello que tantas veces habíamos oído ulular muy próximo y de cuyo vuelo alguna vez habíamos disfrutado, pero nunca lo habíamos contemplado tan cerca. La casa era una fiesta, había un alborozo nervioso una emoción intensa que lo llenaba todo. ¡Eso era la felicidad!

Los niños le pusimos pan, granos de centeno, verduras... pero el búho no lo tocaba ¡Eso no le gustaba! El abuelo nos convenció de que había que buscarle presas vivas: ratones, serpientes, anfibios, pájaros, peces, y conejos, su manjar predilecto. ¡Claro!- pensé - por eso vivía en el Bufo.

Esa noche estaba tan alterada que casi no dormí, esperaba el día con ansia para ver el búho. Muy temprano me levanté sigilosa y muy despacio para que nadie me oyera y fui a verlo. Estaba la tela retirada, el cesto vacío. Me inundó el desconsuelo. Me dijeron que alguien se había olvidado la puerta abierta y se había ido.

Yo no dejaba de llorar. Me consolaron explicándome que al búho no le gusta la compañía, que quiere cazar él sus presas, que este animal es tan hermoso en libertad pero que metido en casa enfermaría y se acabaría muriendo.

Lo entendí y deseé con toda mi alma volver a verlo alguna otra vez.