Va declinando el atardecer en el que Zamora acompaña a la Virgen de la Soledad, que este año se queda, sin embargo, en su camerino. Hay otros velos negros que flotan en el aire de este Sábado Santo. Otra soledad sin belleza alguna, de lágrimas amargas, sin un poso de piedad. Anda esa otra soledad a la que, al contrario que a la señora de San Juan, nadie guarda devoción, haciendo gala de un imperio que a fuerza será efímero. Calles vacías, palomas apostadas en los semáforos, un silencio sepulcral que aguarda a romperse cada tarde, puntual, a las ocho. Desde los balcones, entre aplausos, hubiera querido ver el volar cadencioso de las primeras golondrinas, aves precursoras, decía la canción, de esta primavera maldita, por hurtada. Pero aún habrán de florecer los últimos lirios antes de concluir esta vigilia interminable en espera de la Resurrección.