Entre las propuestas que la Comisión Homenaje a Ramón Álvarez incluyó en el programa de actos con motivo del primer centenario de su muerte en 1989, estuvo trasladar sus restos mortales a la Catedral, inaugurando nuestro idolatrado imaginero el panteón de zamoranos ilustres, que a propósito habría de formarse en su claustro. La idea finalmente se desestimó por la dificultad que suponía saber qué es lo que quedaba del cuerpo de D. Ramón, después de un siglo sepultado en tierra junto a otros familiares. También pesó, aunque no hubiese caso, el que en mi ensayo biográfico descubriese que fue un mujeriego empedernido. Cosas de provincias. La anécdota sirve para explicar que su atribulada vida íntima no condicionó su trayectoria artística, y no deja de ser una paradoja que pese a todo interpretase como nadie los gustos religiosos de la época que le tocó vivir, alentando sus imágenes el nacimiento y resurgir de nuevas y viejas devociones.

Conociendo, como conocemos hoy mejor su biografía, sigue siendo difícil trazar un retrato ajustado de Ramón Álvarez. De origen humilde, se hizo así mismo como imaginero, si bien su paulatino ascenso social no alteró su carácter sencillo. Pese a ser un artista, el único en la Zamora de su época, no utilizó nunca la pose de tal -sin embargo no renunció a fotografiarse con traje académico de catedrático-, ni cuando las cosas le empezaron a ir bien hizo alarde de su posición, y aunque en vida conoció las mieles del éxito, no cambió en lo fundamental su forma de ser y trabajar, no así el precio de los encargos que se acumulaban en su taller, y le obligaron, con más frecuencia de la deseada, a reiterados incumplimientos.

Don Ramón, fue un hombre de su tiempo: creyente, como no podía ser de otra manera, aunque no sabemos si lo fue religioso. Ya manifestamos en su día su falta de compromiso político, y su conformidad con el poder establecido, dada su condición de funcionario, y aunque artista reputado no formó parte del círculo de las oligarquías locales, con las que sin duda se codeó. Hablamos, asimismo, de un hombre, para su época, con una formación superior a la media de sus paisanos, pero más práctica, que teórica. Por lo tanto, parece absurdo presuponerle una sólida formación académica y erudición, ya que sus armas como artista fueron fruto de una larga experiencia artesana, adornada de intuición y habilidad, antes que de conocimientos teóricos. No hay que olvidar que, ya adulto y titular de la cátedra de dibujo del Instituto de Segunda Enseñanza, cursó el bachillerato, de aquella manera, lo que hace presumir carencias notables en su formación.

Frente al retrato premeditadamente hagiográfico -imposible de contrastar que de él trazase Carlos Rodríguez Díaz: "Era la bondad personificada, caritativo con los menesterosos, afectuoso con los humildes, de trato paternal para sus discípulos y desinteresado hasta ejecutar obras cuyos materiales valían más que lo que por ellas percibía [...] no fumaba, no bebía, no tomaba café [...] pero tenía un vicio constituido por las golosinas. Jamás en el bolsillo de su blusón de trabajo faltaban los caramelos", habría que añadir otro: las mujeres, pues que sepamos además de su esposa, tuvo simultáneamente dos amantes, una por cierto demasiado joven para él, con la que se casó -obligado por el engaño de un falso embarazo- ya en los últimos días de su vida, y otra con la que tuvo un hijo no reconocido. La muerte de una de sus hijas de sífilis congénita pone de manifiesto, además, que el vicio venía de atrás.

Salido de las clases populares, a las que de alguna manera nunca dejó de pertenecer, supo reflejar sus gustos, sin que fuera demasiado consciente de ello. Quien se consideró su discípulo, el escultor Ramón Núñez, afirmó que el arte de su maestro fue un sacerdocio "puesto al servicio de la idea religiosa". Y efectivamente lo fue, pues toda la obra de Ramón Álvarez es, sin exclusión, religiosa, de ahí que sus principales clientes fuesen cofradías, parroquias y órdenes religiosas. Ayudó y mucho el que la gesticulante religiosidad de la segunda mitad del siglo XIX, encontrase en las procesiones un eficaz medio para combatir los males que entonces se consideraba amenazaban la fe: el liberalismo, el laicismo, la libertad religiosa, etcétera. A esta militante y combativa religiosidad, cuyo ariete fueron las misiones populares, D. Ramón le puso rostro. Abatida por la crisis del Antiguo Régimen, la Semana Santa agonizaba, y Ramón Álvarez contribuyó a su resurgir, y la catapultó fuera de sus fronteras locales. Conocedor del secreto de la imaginería - mover a devoción - supo imprimir a sus obras el ethos de aquella religiosidad provinciana, y convertirlas en vehículo de dialogo y exaltación de lo sagrado, hasta el punto de alumbrar devociones que el tiempo convertiría en iconos de la naciente identidad cultural zamorana. Su arte, heredero del barroco, aunque sin su vigor, si bien participa de los almibarados gustos de su tiempo, no renuncia al naturalismo, consiguiendo que sus imágenes, además de hermosas, parezca que están vivas. Cristo, en los pasos de Semana Santa, asume con mansedumbre sus sufrimientos, y aunque sayones y esbirros desatan su rabia, su estética, no por estereotipada, se recrea en la fealdad y la deformidad. El rostro amable y melancólico de sus vírgenes rara vez se descompone ante el tormento, siendo su respuesta serena, no obstante el dolor de sus abatidos rostros, secos de tanto llanto. Rostros tomados del natural que son un retrato coral de la sociedad de su época. Afables son también los de su obra menor: vírgenes, niños Jesús y santos, todas ingenuas, delicadas y tiernas a la vez, pero no empalagosas. Su conservadurismo estético, o si se prefiere su sencillez plástica, se corresponde con la prosopografía de sus paisanos: "gente sencilla, de costumbres antiguas y cristianas". Por eso, aunque sus comitentes fuesen el clero y las burguesías locales, su arte tendrá en las clases populares sus más fervientes devotos. El secreto: tallar imágenes que ya en su tiempo fueron consideradas "bellísimas"; belleza natural y empática que aún hoy conservan. Para sus coetáneos poco importaron sus inconfesables vicios; sus imágenes borraron su tormentosa vida íntima, optando sus clientes por mirar para otro lado con tal de contar con una obra salida de sus manos, hasta el punto que el juicio de valor ético sobre su persona -que sin duda andaría de boca en boca en la pequeña y provinciana Zamora- no determinó el estético. La posterior mitificación de su figura, por obra y gracia de su arte, lo confirma y revalida, pues después de casi siglo y medio muerto, sigue siendo el artista zamorano más conocido y reconocido.

P D. Por cierto esa singular y ascética belleza está amenazada por el feísmo rampante que hoy padecemos. Si el año pasado fue la nueva corona de espinas que le encasquetaron al Jesús de La Caída, ahora la Cofradía de Nuestra Madre amenaza con estrenar un estandarte en el que se bordará una estrofa del Bolero de Algodre. Parece una broma de mal gusto, pero es verdad. Una vez más, no sabemos quién asesora sobre el particular, y a qué dedican el tiempo libre los capellanes.