Todos los días, a eso de las doce del mediodía, el anciano llegaba a la plaza de Viriato, buscaba un banco desocupado y se sentaba. Si había sol, en particular el sol de invierno, siempre tan amable, cerraba los ojos y absorbía con placidez el derroche de energía. Después, rebuscaba en un bolsillo de su abrigo largo y desgastado, sacaba un libro y se ponía a leer, moviendo los labios, como si lo hiciera en voz alta aunque sólo él se oyera.

Cierto sábado de enero, frío, con niebla, no halló banco desocupado. Lo que parecía una excursión de turistas entrados en edad los había ocupado casi todos, mientras parloteaban y daban cuenta de unos bocadillos y botellitas de agua. El anciano se dirigió al único que se había salvado de los invasores y en el que había una mujer oscura, de pelo plateado, con aspecto y vestimenta humildes.

-¿Me permite? -preguntó educado, antes de tomar asiento.

Pero ella no pareció escucharlo y permaneció en silencio. El anciano se sentó en un extremo y cerró los ojos, aunque solo un instante.

Después rebuscó en su bolsillo, sacó un librito y se puso a leer. Eso despertó la atención de la mujer.

-¿Es usted un sabio?

El anciano la miró con asombro:

-No, claro que no. ¿Por qué lo cree?

-Porque lee. En la zona de la que yo vengo solo leen los religiosos y los sabios.

El anciano sonrió.

-Lo que yo leo no tiene la menor sabiduría, señora. Mire -cerró el libro para que viera la portada-. No es más que una novelita para pasar el rato.

La mujer bajó la mirada al suelo, súbitamente azorada.

-¿De amores? -preguntó en voz muy baja.

El anciano carraspeó, algo confuso.

-Bueno. Aún lo estoy empezado. No sé si será de intriga, de acción o de las que usted dice. De momento va de dos personas de cierta edad, hombre y mujer, que se encuentran por azar...

La mujer se puso en pie, como si de pronto tuviese prisa o hubiese recordado una tarea urgente.

-¿Se va? ¿Le ha molestado algo de lo que he dicho? -preguntó perplejo el anciano.

Ella lo miró de frente y desde arriba.

-Tenga cuidado. Los libros son muy, muy peligrosos. Algunos tienen el poder de transformarse en realidad. El anciano suspiró.

-Lo sé. Por eso leo. Y creo que no tardaré en leer la historia de una mujer oscura que se sienta a conversar conmigo sin temor, en una mañana de niebla y frío en pleno invierno, en esta ciudad y en esta misma plaza.

Aunque ella ya no lo miró antes de irse, el anciano le intuyó una sonrisa y supo que no tardaría en volver a verla en la misma plaza y compartiendo banco. En el peor de los casos solo tendría que cambiar de libro y buscar el adecuado en la hermosa biblioteca que tenía enfrente.