HAY un alza en la planta que desacobarda el campo
y en su hechura bulliciosa lo artificial
desaparece sin más solo con nombrarlo.
Cualquier indicio de milagro suena
a engaño manifiesto, a truco vano,
a mero palabreo;
pero he visto,
con estos ojos que se ha de comer la tierra,
llegar, acercarse hacia nosotros una luz nueva,
tan delicada, tan filo en el aire,
tan renovadora como la noche,
el hueco y el temblor.
Los estremecimientos,
el lienzo alzado de la lluvia,
la encarnadura de la mies,
su pulpa al aire,
caminan como manda su ley y nos acercan
hacia la entraña del barro y el fiel del agua.
Allí, donde aún se tunde la claridad,
donde desaparece enardecido
el bullir de la helada que atenaza el tiempo,
en ese estregar de la luz contra la tarde toda,
renovándola, abriéndola,
izándola,
en el reguero nuevo de las horas.
Allí, donde el ritmo, el número y el orden de siempre,
surgen en leal combustión sembrando lo seguro.
Y a veces, sin pensarlo,
un miedo animal aparece de repente,
entregándose abúlico, tardío y otoñal;
y aunque la niebla cuaje en él y se mantenga
el esfuerzo de aquellos inviernos en su hacer de hielos,
nos deja ver en su escasez de luz
la tierra y la esperanza de otro modo.