"Pasarán unos años y olvidaremos todo... Cuanto vivimos parecerá un sueño y nos extrañará los pocos recuerdos que guardamos". Juan Eduardo Zúñiga

En 2015 Christopher Clark, profesor de la Universidad de Cambrigde, publicó un libro de éxito: "Sonámbulos, cómo Europa fue a la guerra en 1914". En sus conclusiones apunta a que la crisis que desencadenó la I Guerra Mundial "fue fruto de una cultura política común", una responsabilidad compartida por las potencias europeas, cuyos dirigentes actuaron como sonámbulos, "vigilantes, pero ciegos, angustiados por los sueños, pero inconscientes ante la realidad del horror que estaban a punto de traer al mundo".

Sin ponerme estupendo, la pandemia provocada por el coronavirus (COVID-19) ha sido una tragedia anunciada por la ONU y el Banco Mundial (este no es el primer contagio por zoonosis llegado de China), aunque quienes lo sabían parezcan ahora estar sorprendidos, y hayan actuado de manera similar a los dirigentes que provocaron la Gran Guerra, o sea, como sonámbulos.

Sus cálculos también fueron ingenuos: en su inconsciencia pensaron que el sufrimiento sería leve y transitorio, y se equivocaron. Y en esas estamos, porque, por más que el exceso de información fatigue nuestro cerebro, nadie sabe cuándo terminará este infierno, y cuál será la estela que dejará tras de sí la infección. Mientras, los días pasan planos, nada distingue al martes del sábado, ni al jueves del domingo. Las calles vacías y el silencio que las habita añaden un atmósfera más asfixiante aún si cabe que la que respiramos entre las cuatro paredes de nuestras casas.

Únicamente pájaros y palomas, y algún que otro descerebrado, parecen desafiar esta calma perturbadora. Para sobrellevarla exorcizamos el miedo -otros lo llaman responsabilidad- teléfono móvil en mano, deglutiendo vídeos y obscenos chistes sobre el contagio, leña ideológica al adversario, sabios consejos de expertos y remedios caseros..., a modo de ofrenda que se inmola en el sacrosanto altar de la diosa virtualidad.

En medio de este sueño atroz, el silencio también se ha apoderado de nuestros políticos. Tan locuaces ellos, han enmudecido, y cuando abren la boca no pierden ocasión de justificarse, por no hablar del nauseabundo y viscoso oportunismo de quienes aprovechan el descontento social "pro domo sua".

A nuestros sonámbulos gobernantes se les llena la boca diciendo lo mucho que trabajan, repitiéndonos machaconamente que tenemos el mejor sistema público de salud del mundo, aunque en los hospitales falten cosas tan vulgares como guantes o mascarillas. No menos sonámbula y desaparecida anda la UE, la más castigada hasta el momento por la infección, que no parece reaccionar, y ha colgado un tranquilizador cartel en Bruselas: sálvese quien pueda. Frente a las respuestas improvisadas y la falta de transparencia que gobierna el caos, los de siempre, la gente sencilla que hace posible que cada día todo funcione, lucha a brazo partido en las uvis de los hospitales, en las residencias de ancianos, en la vigilancia del confinamiento, en el campo y en la fábrica, al volante de un camión o una furgoneta, y refugiándose prudentemente en sus casas, para intentar salvar el mayor número de vidas posible, y garantizar que esta cruel prueba no nos vuelva a todos locos.

Pero su trabajo, modelo de ejemplaridad y solidaridad pública, necesita de algo más que orgullo patriotero y aplausos: recursos materiales y humanos y colaboración para que lo poco que queda de normalidad no se rompa. Tras la I Guerra Mundial apareció la mal llamada "gripe española", que aquí fue particularmente letal. Entonces tampoco se le dio importancia, y se actuó tarde. El entonces obispo de la diócesis no dudó, al igual que sus colegas con la epidemia de cólera de 1885, en apelar a "los pecados y falta de gratitud" como la causa del mal. La venganza ahora no parece venir del cielo, sino de los recortes sanitarios que todos han hecho. Yo, que soy poco optimista, deseo que esta noche obscura pase cuanto antes, porque muchos ya no verán el cielo nuevo, y a los que nos alcance la fortuna de sobrevivir lo haremos en un mundo más injusto e insolidario, donde "las uvas de la ira" estarán listas para la vendimia. Confieso que yo también tengo miedo, y ansío que esta pesadilla termine, y volver a pasear Santa Clara arriba, Santa Clara abajo con mi familia y tomar café con mis amigos. Bendita y vulgar normalidad. Ojalá Dios sea pronto.