Sugería Einstein en su Teoría de la Relatividad que "no sólo no existe un único presente especial, sino que todos los momentos son igualmente reales." La percepción del paso del tiempo es subjetiva y variable y depende de la memoria y la atención. Así pues, la interpretamos como una ilusión que enlaza un momento presente con otro momento presente. Pero ¿cuánto dura ese momento? ¿Es continuo? ¿Está fragmentado en función de la duración de una acción concreta? En términos físicos, el tiempo es real, pues cuanto mayor es el campo gravitatorio, más lento se percibe su paso, pero los seres humanos lo hemos convertido en una línea recta donde acumular sucesos.

Cuento esto porque, entre las muchas consecuencias que acarrea el estado de alarma, pasa desapercibida la alteración que el confinamiento provoca sobre la percepción del tiempo. Veamos: un día, casi de repente, la hoja del mes de marzo se desprendió del calendario y marzo dejó de ser un mes para convertirse en un parón, un hueco, un agujero, una sombra; la nada. En marzo todo ha sido detenido, cancelado o pospuesto para finales de un año cuyo calendario se presenta caótico e incierto; la primavera llegará cuando podamos acudir a las terrazas de los bares y el verano aún no sabemos si existirá como época vacacional o quedará reducido a unas pocas semanas de calor.

Antes de la llegada del coronavirus llenábamos los calendarios de forma compulsiva. Con prisa. Con ansia. Tantas veces sin criterio. Hacíamos planes para la Semana Santa, para el año que viene, para el cumpleaños, para la jubilación. Acumulábamos y consumíamos actividades en las que emplear el tiempo. Un modelo de vida sometido a la dictadura del reloj: a que acabe la jornada laboral, a que llegue el viernes, a que sea fin de semana. Nuestro ocio estaba dirigido a escapar de la monotonía y, qué paradoja, hemos terminado encerrados en nuestro domicilio.

Hay casas con jardín y piscina, pisos grandes y luminosos, áticos y dúplex. Pero también hay apartamentos pequeños, estudios, bajos y zulos en pleno centro de las ciudades. El confinamiento puede ser vacacional o infernal. En cualquier caso, modifica la percepción que cada uno de nosotros tiene del tiempo; nuestra vida en cuarentena ya no se rige por el reloj, sino por nuestras acciones: el teletrabajo, los deberes de los niños, la cena. Poco importa si son las diez de la mañana o las nueve de la noche. Ya no hay mediodía, sino comparecencia de los representantes del Comité de Gestión Técnica. Ya no son las ocho de la tarde, sino el momento de los aplausos. Nuestro mundo se ha reducido a nuestra propiedad y lo que en ella acontece. La vida, nos da la impresión, transcurre con artificio a un ritmo lento al que no estamos acostumbrados.

Y es que nuestro tiempo ha dejado de ser una acumulación de eventos a gran escala para convertirse en una espiral de sencillas vivencias. Por eso necesitamos rutinas: de aseo, de trabajo, de ejercicio, de familia. Se trata de no perdernos en el vacío; de convertir el tiempo en el flujo que siempre hemos pensado que es y evitar así la desorientación que nos produce movernos en el interior de nosotros mismos.