En realidad debía haberse llamado Corza, pero entre sus compañeras de cuadra ya había una con ese nombre, y Anica, la dueña, la bautizó como Venada, que era lo más próximo.

Era preciosa: Su cuerpo parecía esculpido por un artista de la Grecia clásica. Más bien pequeño, grácil, ligero, perfecto en sus formas, proporcionado y armónico; preparado para volar, o mejor, para andar por el aire sin tocar el suelo. Tan elegante y sutil era.

Tenía dos coquetas bolitas que le colgaban del cuello y se movían graciosas cuando andaba. Sus orejas listas y menudas, sus cuernos paralelos hacia atrás, arqueados y afinados hacia la punta como un adorno que potenciaba su belleza caprina. En su frente despejada se dibujaba una especie de estrella blanca.

Tenía la piel brillantísima de color marrón rojizo y luminoso con el lomo y alguna zona de sus patas algo más oscuro, igual que los laterales de su cabeza perfecta.

En el monte parecía tener el don de la ubicuidad. Podía cambiar de lugar con tal rapidez que parecía estar en varios sitios a la vez lo que despertaba la admiración de los pastores que disfrutaban de su viveza alegre y su rapidez pero también su preocupación pues temían que un día saliera el lobo y no la pudieran controlar. Dominaba el terreno de la Fraga como ninguna otra cabra, iba delante siempre abriendo caminos, descubriendo los poullos (*) y los rincones donde se escondían los brotes más tempranos y las ramas más tiernas, los manjares más exquisitos.

Por la tarde, cuando los ganados volvían a casa y los vecinos los esperaban en la Peña Puente compartiendo amigablemente sus historias cotidianas, sus alegrías y chascarrillos y los niños, en un bullicio alegre, resbalaban en la peña sin disminuir su atención a la llegada de los animales, la Venada anunciaba esa llegada, siempre era la primera que asomaba su cabeza en el otro extremo del puente de madera y entonces alguien anunciaba ¡Ya viene, ahí está la Venada de Anica! Detrás la seguía toda la cabriada. Ella no se detenía; pasaba ufana y alegre como un cascabel entre la gente que vigilaba el apartamiento correcto de las suyas y seguía rauda el camino de la cuadra delante de sus doce o trece compañeras.

Petra las seguía orgullosa e inmensamente feliz contemplando los animales dóciles, bellos, rápidos, recorriendo el camino de casa. La Moral, la Senara, San Juan y la Peña, en la que la madre o la abuela le tenían esparcido un buen puñado de sal que hacía las delicias de todas. Lamían y lamían con fruición hasta dejar la peña limpia y les ordenaban ¡Hala! ¡Vamos a la cuadra!

Si era primavera y habían nacido los chivitos, se ponían a mamar. Era el colmo de la alegría ver el cuadro de las madres amamantando a sus hijos tan lindos, preciosos regalos de la naturaleza en sí mismos por su belleza, y para los mayores también la esperanza de su aportación a la economía de la familia.

Una tarde llegó el ganado y la Venada no apareció la primera en el puente de La Calella. Petra que las estaba esperando, como la mayoría de los días se extrañó, vio a sus compañeras, esperó hasta el final, y la Venada no llegó, no venía con la cabriada. Arreó a las otras quizá más de prisa que otras veces y llegaron a casa. En la peña estaba la abuela esperándolas y las saludó con mucha alegría, como siempre. Pero enseguida dijo:

-¡Uy, ¿dónde está La Venada?

- No sé, abuela, no ha venido con las otras.

-¡Malo! Ella nunca se queda atrás.

La madre llegaba en ese momento de faenar en alguna tierra y desde la cuesta sonreía al ver aquellos animales llenos de vida lamiendo con fruición la peña de la sal. Pero el gesto se le mudó al ver que no estaba la Venada.

Petra le dijo que no había venido con las otras y que los pastores habían sido Ventura y Justa. Dos personas adultas buenas conocedoras del monte.

Anica, sin perder tiempo, dejó a la abuela y a Petra que se ocuparan de encerrarlas y ella se marchó a ver a Ventura para recabar información de las andanzas de la Venada durante el día y todos los detalles del xeito (**). Ventura era muy buen pastor, conocía muy bien el ganado y con toda seguridad le contó que había visto por última vez a la Venada en el Candanal, frente a la fuente de La Folgosa cuando ya habían dado la vuelta para regresar. Allí iba delante como siempre. Después no la volvió a ver.

(*) Pequeños terrenos llanos, con difícil acceso, en los piñedos.

(**) Trayecto que habían hecho en el monte ese día con el ganado

(Continúa mañana en LA OPINIÓN-EL CORREO DE ZAMO RA)