Imbuidos en los tiempos navideños, dominados en estas fechas por los intensos contrastes de nostalgia y alegría, dejamos vagar nuestras intenciones por derroteros diferentes. Por ellos, proponemos un paréntesis, una excepción en nuestras caminatas habituales.

Si en multitud de hogares y en diversas instituciones públicas o privadas se instalan belenes más o menos complejos, buscamos nosotros representaciones navideñas más firmes y duraderas, aquellas que no se desmontan tras el fin de estas fiestas. Forman parte en general de preciosos retablos, exhibidos, casi en exclusiva, en los centros de culto. Centrándonos ahora en los ámbitos rurales de nuestra provincia, en un anhelante rastreo hemos descubierto modelos hermosísimos, obras admirables en las que la sensibilidad estética se desarrolla con radiante plenitud. Dos son las tipologías. Por un lado aparecen lienzos o tablas pintadas y, por otro, relieves escultóricos. Imposible decantarnos por una de esas variantes artísticas, pues ambas impactan por igual. Sin pretender ser exhaustivos, muchas son las localidades que las poseen, como Pajares de la Lampreana, San Agustín del Pozo, Belver de los Montes, Otero de Sanabria, Villalverde de Justel, Villadepera, Venialbo, Jambrina, Morales del Vino...

Decididos a abstraernos a un solo lugar, centramos nuestro interés, nuestros pasos, en Villárdiga, uno de los pueblos más entrañables de nuestra geografía provincial. Se ubica, o más bien yace, en plena Tierra de Campos. Surge como perdido, posado en una de sus áreas más rasas y desarboladas. Por todos los lados domina la llanura, una planicie inmensa en la que las miradas vagan sin destino y se pierden al no encontrar elementos en los que posarse. Evidentemente no conseguimos hallar ahí paisajes deleitosos. A escala corta dominan la sobriedad y el ascetismo, pero levantando la cabeza se palpa una grandeza inigualable. Sólo dos elementos la generan: un cielo ilimitado y un suelo desnudo e inerte. Parece sentirse la acción primigenia del Creador en los mismos momentos de realizar su obra, justo un segundo antes de que concibiera la vida, pues frente a nosotros todo es inmensidad y desmesura.

El pueblo en sí rezuma humildad en todos sus componentes. Se emplaza a orillas del río Valderaduey, pero se aparta un tanto de su cauce para librarse en lo posible de sus traicioneras crecidas. Las casas se apoyan unas en otras, buscando en ese apiñamiento el amparo que la naturaleza le regatea. Aunque encontramos viviendas de nueva hechura, predominan las creadas con rústico tapial, el elemento constructivo básico de toda la comarca. Al pasear por las diversas calles, el color ocre del barro es la tonalidad dominante. Se percibe intensa melancolía, pues son escasos los habitantes que aún residen. Sólo la travesía de la carretera cuenta con trajín, pero los coches cruzan por allí sin detenerse.

Dominando a todos los demás edificios por su volumen, desde la zona más céntrica la iglesia viene a ser el faro que atrae y el guardián que protege y avizora. Adosada a esos muros religiosos se acomoda la sede del ayuntamiento, caserón viejo y modesto, generando una insólita conjunción de ambos recintos, una desigualdad muy llamativa. A su vez, en los espacios libres por delante de las puertas existe un precario jardín que agrega grato contrapunto. De él forman parte unos pocos pero vetustos árboles.

Al centrar la atención en el propio templo, apreciamos que su aspecto exterior resulta hosco y desabrido. Como materiales de obra utilizaron ladrillo y tapial, éste disimulado bajo gruesas capas de enfoscados. La piedra, escasa en la comarca, apenas se empleó para algo más que la portada y los propios cimientos. Emergiendo en altura, el campanario en sus formas actuales procede de una restructuración no muy alejada en el tiempo. Hasta fines del siglo XX existió una torre cuadrada que fue parcialmente desmontada para acondicionar la espadaña que vemos, roma, bastante original, dotada de tres vanos desiguales.

La tremenda severidad externa, esa absoluta carencia de cualquier detalle ornamental, genera intensos contrastes con la galanura interior. Nada más traspasada la puerta, las miradas se concentran sobre el presbiterio. Descuella allí, con toda sus magnificencia, el retablo principal, al que una minuciosa restauración, concluida hace pocos años, ha devuelto el esplendor de sus orígenes. Es una obra renacentista, creada en la década de 1530, en la que probablemente intervino Martín de Carbajal. Ese artista debe de ser el autor de las ocho grandes escenas pintadas, dotadas de buen dibujo e intenso colorido, en las que se exhibe, muy resumida, la vida de Cristo. La lectura es de izquierda a derecha y de abajo a arriba.

El primer cuadro reproduce la Anunciación, con la Virgen orando, sorprendida por la irrupción del arcángel Gabriel. Las palabras del saludo aparecen escritas sobre una cinta ondulada que flota en el aire. Le sigue el Nacimiento, con el misterio cobijado dentro de grandiosas ruinas clásicas. Admirado por sus padres, el niño Jesús reposa desvalido, tendido directamente sobre las pajas. La mula, apartada, asoma por una puerta lateral. Sólo la vaca, con su aliento, atempera de alguna manera el frío de su desnudez. Tras el anuncio de los ángeles, tres pastores contemplan directamente al recién nacido, observándose otro lejano, gesticulante, que aún aguarda junto al rebaño de ovejas. Tras pasar al lateral derecho, la Epifanía presenta a María sedente, con el hijo apoyado sobre su regazo y la simbólica estrella brillando en el cielo. En primer plano se arrodilla Melchor, en actitud adorante, ofreciendo su regalo. Inmediatamente por detrás esperan Gaspar y Baltasar. Descuellan el cromatismo y fulgor de todas sus vestiduras. La cuarta y última secuencia de este piso evoca la Huida a Egipto. La santa familia avanza por un paraje agreste, con los mantos de María agitados por el viento. San José señala un árbol, ofreciendo la oportunidad de un descanso al amparo de su fronda.

El primer episodio superior efigia el momento de la Circuncisión, con el Niño Dios apoyado sobre una mesa cubierta con un blanco paño. Se completa la serie con Jesús ante los doctores, la Santa Cena y Cristo en el Huerto de los Olivos. El culmen de la historia hubo de ser el Calvario, de talla, colocado en el ático, en el cual falta la figura del Crucificado.

Pero el retablo en su conjunto no solo se forma con lo ya señalado. Integra también una importantísima parte escultórica y una delicada marquetería. Las tallas se concentran en la predela, el guardapolvos y la calle principal. Desde la zona más destacada preside la estatua de la Virgen en pie, con su hijo en brazos. Su nombre ha de ser el de Santa María del Realengo, titular de la parroquia. Por encima, rodeada de una aureola de rayos, se muestra, de nuevo, la Reina de los Cielos, como Inmaculada o en el momento de la Asunción. Dos tondos, con cabezas masculinas, ocupan los frontones laterales del coronamiento. Descendiendo a la predela, son muy hermosas las efigies de diversos santos, cobijadas en hornacinas aveneradas. Por su diferente tamaño y estilo contrastan las de San Isidro y Santa María de la Cabeza, ya del siglo XVII. Se trajeron aquí desde una lejana ermita, situada en tierras de San Martín de Valderaduey. Al arruinarse su santuario, tanto Villárdiga como ese pueblo vecino quisieron apropiárselas. Para evitar disputas mayores decidieron montarlas en un carro tirado por bueyes, dejándolos libres para elegir camino. Sin zagal que los condujera, los animales enfilaron hacia nuestro lugar, indicando así el punto donde los santos querían aposentarse.

Notabilísima es la marquetería, creada con gran esmero. Está constituida fundamentalmente por frisos y columnas ornados con preciosos grutescos, entre los que aparecen también cabezas de angelillos. Todo queda realzado por la policromía. Sobre los fondos blancos resalta el dorado de los relieves, al que se agregan detalles livianos de otras tonalidades.

Sublime dosel para el retablo, la techumbre de esta capilla mayor es un precioso artesonado mudéjar, creado también en la primera mitad del siglo XVI. En su madera, al desnudo, se aprecian múltiples huellas de goteras y la pérdida de algunas piezas, pues aún se espera le llegue el momento de su restauración. Posee formas octogonales, con diseños que impactan por su complejidad. Cada uno de sus faldones se estructura con un par de estrellas de diez puntas, generándose otras similares sobre las aristas. A ellas se unen lacerías menores y multitud de polígonos dentro de los cuales se refugian estilizaciones vegetales. Como culmen de todo el conjunto, desde el centro del almizate cuelga una estética piña.

Ya en la nave, bien cerca del arco triunfal, la dotación escultórica del templo se completa con un par de retablos secundarios, relativamente modernos, de estilo rococó, pero muy gratos en sus líneas y ornato. El del costado del evangelio cobija una efigie noble y digna del Crucificado, magnífico ejemplo de un cuerpo varonil perfecto. Aún así interesa más la talla del Santo Cristo de las Cebollas, recogida en la sacristía. Ésta es una pieza gótica, probablemente del siglo XIV que muestra al Redentor aún vivo, clavado a una rústica cruz de gajos. Posee un largo faldón que sobrepasa las rodillas y lleva una corona postiza de cuerdas. Intriga su apelativo, ese título de "las Cebollas", secular sin duda. Para intentar darle una explicación se ha tramado modernamente una ensoñadora leyenda. Cuentan que antaño esa escultura presidió el altar mayor, pero que fue retirada cuando colocaron el fastuoso retablo actual. Debido a su tosco aspecto, la arrinconaron como inservible en un trastero, en el acceso a las escaleras de la torre. Uno de los días, acudió una campesina a tocar las campanas para el ángelus. Dada la oscuridad del antro, al pasar se le enganchó la falda con una púa de la corona de espinas de la imagen. Azorada, tiró para liberarse, pues creyó que era alguna ánima errante quien le agarraba, pero se trabó todavía más. Pese a la angustia, adaptada por fin su vista a la penumbra, descubrió la realidad de lo que pasaba y mientras se liberaba reparó en la cara del propio Cristo. Su expresión de dolor le impactó tanto que decidió rescatar tal figura y volverla a poner en culto. A su vez, para costear la lámpara de aceite que la iluminara de continuo, donó todas las cebollas del cesto que acababa de traer del huerto.