Situado en el borde oriental de Sayago, el término de Cabañas presenta caracteres más propios de la inmediata Tierra del Vino que de la comarca a la que oficialmente pertenece. Sus suelos, rojizos y arcillosos, se alejan de los grises sayagueses a la vez que carecen de los típicos berrocales graníticos que dominan más allá. Secularmente se destinaron al cultivo viñedos, los cuales resisten en gran medida. Algunos de esos majuelos poseen cepas muy viejas, centenarias sin duda, sobrevivientes a la devastadora plaga de la filoxera que diezmó la mayor parte de las áreas viticultoras hispanas a finales del siglo XIX y principios del XX. Por otro lado, el propio casco urbano local, en sus rasgos dominantes, también participa de las peculiaridades del vecino distrito. Sus viviendas, bastante apiñadas, están desprovistas de grandes corrales y de las típicas portaladas, asemejándose a las de las contiguas localidades de Villanueva y Casaseca de Campeán. Un par de ellas, vetustas y sólidas, presentan porches con arco ante sus puertas, creados con sillares de blanda arenisca.

Pese a lo referido, la vinculación con Sayago viene de lejos. En los censos del siglo XVI el lugar ya figura en ese ancestral partido. Más tarde, en el reinado de Felipe IV, con fecha de 1646, también aparece encuadrado en esa demarcación. Avanzando en el tiempo, el Catastro de Ensenada, elaborado hacia 1750, lo designa con su actual sobrenombre. Finalmente, tras el establecimiento de los partidos judiciales de 1834 quedó incluido en el de Bermillo. Dentro de la diócesis, su parroquia se integró en el arciprestazgo de Fresno de Sayago.

Evocando otros detalles históricos, queda constancia documental de que en el año 1266 el pueblo pertenecía al Cabildo catedralicio zamorano. Es posible que esa dependencia durara hasta los tiempos de Felipe II. Este monarca realizó diversas desamortizaciones de dominios eclesiásticos para conseguir recursos con los que atajar las bancarrotas del reino. En nuestra provincia, varios de los territorios obtenidos en estas apropiaciones fueron comprados en 1558 por Cristóbal de Porres, señor de Castronuevo de los Arcos. Entre ellos se incluyó Cabañas, pagando 3000 ducados por su adquisición.

Centrándonos de nuevo en el término local, es éste uno de los más extensos de la provincia, ya que abarca 4977 hectáreas. Pese a tan considerables dimensiones los vecinos que aquí residieron se tuvieron que conformar con terrenos mucho más angostos, pues la mayoría de esas superficies formaron parte de grandes latifundios, dominados por la nobleza o por instituciones eclesiales. Esas dehesas fueron Bermillico, Llamas, Sexmil, Villardiegua del Sierro, Villagarcía de los Pinos y Santa Marina, las cuales, en gran medida, se mantienen todavía. Sólo Bermillico, que perteneció a la Orden de Santiago, desapareció como tal hacienda. Fue adquirida en 1926 por las propias gentes lugareñas, distribuyéndose sus terrenos. Desembolsaron 200.000 pesetas, considerable cantidad para aquel tiempo. En fechas algo anteriores ya habían conseguido adueñarse y parcelar un sector de Santa Marina.

La ruta proyectada por los contornos locales atraviesa tres de esas heredades. Sale del pueblo por una calle limitada por viviendas nuevas que enlaza con el llamado Camino de Villagarcía. Por esta pista avanzamos directos hacia el sur, dejando a un lado el cementerio local, subido en la cumbre de una suave loma. Tras escasos cientos de metros sobrepasamos una bifurcación en la que optamos por el ramal que sigue de frente. Paulatinamente nos acercamos al arroyo del Rebollín, que es el curso acuático que drena la propia localidad y la hondonada por la que deambulamos. Su lecho queda sombreado por frondosas hileras de árboles. Alcanzamos el punto en el que arranca una trocha que penetra en la dehesa de Santa Marina, cerrada con portillas. Históricamente esta finca perteneció a los monjes del cercano Monasterio cisterciense de Valparaíso desde la Edad Media hasta el siglo XIX. Tras las desamortizaciones primero de 1821 y la definitiva de 1837 fue adquirida por el vallisoletano Lorenzo Semprún. Tiempo después, alrededor de 1918, ya señalamos que los paisanos locales lograron comprar una de las mitades, dividiéndola en parcelas. No accedemos nosotros a sus ámbitos, ya que continuamos por la vereda que traíamos, dejando a oriente, a media distancia, los edificios donde residieron los colonos, encaramados sobre un cerro. Perdura allá arriba una casona semiarruinada y los vestigios de otra. Divisamos esos inmuebles desde lejos un poco más adelante. Quedan dentro de los espacios, todavía amplios, que se mantuvieron sin parcelar.

Proseguimos nuestra marcha, despreciando otra nueva pista que se aparta hacia el este. Un trecho más allá topamos con un camino transversal en el que hemos de virar hacia la izquierda. Pocos metros vamos por él, ya que enseguida unas nuevas cancillas y ciertos letreros nos evidencian que por allí penetraríamos en terrenos de Villagarcía de los Pinos. Optamos de nuevo por continuar hacia el mediodía, aprovechando la vereda que de ahí parte. Esa trocha sufre un doble recodo, ubicándose junto al sector transversal un edificio moderno rotulado como El Albergue. La parcela en la que se asienta está plantada toda ella de jóvenes alcornoques, integrando a la vez unos pocos muy gruesos y vetustos. Desde una zona despejada avistamos de lejos las casas de la propia Villagarcía, subidas, como en Santa Marina, sobre lo alto de una loma. Percibimos que muestran notable calidad y que están bien cuidadas. Debieron de construirlas hacia 1926, pues esa fecha se localiza en uno de los sillares. En otra pieza, en el dintel de una de las puertas, está marcado el año 1879, pero tal bloque parece reaprovechado. Emergiendo con energía sobre frondas inferiores, destaca un gran pino, quizás uno de los que dieron el sobrenombre a la finca. Otros pinares, de moderna repoblación, encontramos en las cercanías. Evocando detalles históricos quedan noticias de que en el siglo XVIII la propiedad debía de estar compartida. Ello se deduce porque Francisco de las Infantas era dueño de alrededor de una quinta parte del total, unas 148 hectáreas. En 1933, B. Diego García poseía 875 hectáreas. En nuestros días deambulan por sus pastizales ganados de diversas razas, destacando vacas moruchas; tan esquivas como desafiantes.

Quedamos rodeados de los típicos entornos adehesados, caracterizados por el peculiar monte hueco, en este caso constituido por alcornoques. Muchos de esos árboles muestran dimensiones considerables, resultando ser verdaderos monumentos vegetales. Ajados por la vejez, algunos yacen decrépitos y semisecos, con troncos hendidos y ramas desgajadas. La ruta que llevamos se topa con unas nuevas portillas, que hemos de franquear para seguir. En todo caso debemos dejarlas tal como nos las encontramos, ya que sirven para la guarda y control de los rebaños. Penetramos tras ellas en los ámbitos de Villardiegua del Sierro, la tercera dehesa por la que vamos a caminar. La senda se transforma en una débil rodera por la que hemos de traspasar otras dos cercas. Salimos al fin a una pista más transitada que viene de la carretera entre Mayalde y Peñausende y que sirve de principal acceso a los edificios de la finca. Para llegar a ellos hemos de virar hacia la derecha.

Dentro ya del caserío, aparte de cobertizos y tenadas, interesan sus viviendas. Unas cuantas se distribuyen formando una hilera, a las que se agregan otras un tanto diseminadas. De todas ellas sobresale una más grande y lujosa, la principal. Cuenta con dos plantas, la superior animada con balcones y una galería encristalada. Enfrente resiste la ermita que acogió los cultos del poblado y que tuvo al Cristo del Amparo como titular. Su aparente prestancia externa contrasta con el desmantelamiento de su interior. Atendiendo a detalles, su puerta queda protegida por un porche sujeto sobre ligeros apoyos. Por encima se alza el campanario, de corta altura, dotado de dos ventanales de los que aún cuelgan las campanas. Un pequeño vano superior, pináculos agudos y sartas de bolas añaden evidente galanura.

Tras retornar al pueblo por el mismo itinerario, nos centramos ahora en sus peculiaridades. Aunque se le han agregado mansiones modernas, diseminadas por los alrededores, el casco urbano tradicional se muestra compacto, con sus edificios escalonados por la cumbre y las laderas de un otero. Los tejados asoman unos tras otros, coronados en lo alto por la espadaña de la iglesia. Se forma así un conjunto atractivo y pintoresco. Atendiendo al propio templo, comprobamos que sus dimensiones y formas son modestas en demasía. Está formado por una cabecera cuadrada que se prolonga con una corta nave, todo construido con rústica mampostería. La puerta, dotada de un sencillo arco escarzano, queda al resguardo de un angosto portalillo. El interior, presidido por la imagen de San Miguel, su titular, carece de piezas artísticas destacables. Eso sí, descuella por el esmero con el que lo cuidan y mantienen.

Descendiendo ahora a la zona más baja, comprobamos que el arroyo ha sido canalizado. A sus orillas se extiende una plaza amplia, animada con jardinillos y una fuente ornamental con formas de cascada. Se origina así un espacio acogedor, sumamente grato. No muy lejos, saliendo por la carretera que comunica con Villanueva de Campeán, encontramos un extenso merendero cerrado por una pared. Aparte de diversos árboles y otra fuente, ahora con pilón, dispone de parrillas para barbacoas y una media docena de mesas con sus respectivos asientos. Hasta cuenta con una zona de aparcamiento para coches. Pocos pasos más arriba, localizamos una tercera fontana. Aunque ha sido construida hace escasos años, su depósito queda a la sombra de una esbelta bóveda pétrea, en la que se imitan formas seculares.

Kilómetro y medio hacia el oriente cruza la cañada de La Vizana. Lo hace junto a las lindes con los términos de Peleas de Abajo y Villanueva. Ese itinerario ganadero reaprovechó la ancestral Vía de la Plata, aquella calzada romana que enlazó Mérida y Astorga. En un pago contiguo conocido como El Comín, algunos estudiosos sostienen que pudo emplazarse la mansión de Comeniaca, citada por el Anónimo de Rávena. No obstante, esa supuesta localización resulta un tanto problemática, pues no se percibe resto alguno.