Situada a unos siete kilómetros al norte de Zamora, la localidad de Cubillos se beneficia de la proximidad de la capital para mantener un censo de población que sobrepasa los 300 habitantes. No obstante y por suerte, a pesar de esa contigüidad, conserva en toda su pureza el grato carácter rural de tiempos pasados, libre de momento de la perturbación de urbanizaciones seriadas y de polígonos industriales.

Favorecidos por esa situación de cercanía, además de en la agricultura, en nuestros días la mayor parte de los vecinos trabajan en la inmediata ciudad. Antaño, aquí existieron diversos hornos para la fabricación de cal, distribuyendo ese producto por amplios contornos. Una calle aún evoca con su nombre su antigua presencia. La materia prima, la piedra caliza, la extraían de los cerros contiguos, sobre todo del conocido como teso de Las Canteras o Caleras, pues cuenta en su cima con una costra calcárea lo suficientemente gruesa para poder explotarla. Evocando tiempos bastante más lejanos, en el siglo XII el lugar era designado como Cubelos, evolucionando a Cubiellos algunas décadas después. Las crónicas señalan que en el año 1192 fue donado por el monarca Alfonso IX a la poderosa Orden de Santiago. A pesar de la generalidad de tal aseveración, es posible que esa entrega no fuera total. Prueba de ello es que existieron dos iglesias, tituladas de San Juan Bautista y de la Asunción o Santa María y sólo la primera perteneció a los caballeros santiaguistas. Ese templo, que desapareció a principios del siglo XX, dependió del priorato de San Marcos de León. El otro, el que perdura, fue de provisión ordinaria de la diócesis zamorana.

El casco urbano se acomoda en un suave vallejo carente de agobios y angosturas, abierto a todos los aires. Aunque está rodeado por espacios libres, el otero antes mencionado y otros alcores contiguos añaden cierta protección orográfica con la que se evita el desamparo. Por el medio de la hondonada, tocando también las propias casas, discurre el arroyo del Prado, afluente del río Valderaduey por su margen derecha. A sus orillas se concentran los pocos árboles que existen en el término, siendo todo lo demás terrenos despejados, dedicados casi por entero al cultivo de cereales. Dos obras humanas alteran en parte la simplicidad paisajística. Una de ellas es el ferrocarril de Plasencia a Astorga, sin actividad en nuestros días, cerrado desde hace varias décadas. A pesar de su inutilidad actual, sus altos terraplenes seccionan el propio núcleo construido, dividiéndolo en dos barrios desiguales y constriñendo su expansión hacia el oriente. Más apartada, la moderna y transitada autovía A-66, la de la Vía de la Plata, pese a su importancia para las comunicaciones, se hace menos visible.

Al llegar desde Zamora, el primer grupo de edificios que encontramos está formado por naves diversas y unos pocos chalets. La propia calzada, en uno de sus arcenes, se transforma en un grato paseo dotado de arbolillos ornamentales. Empalma así con la calle Larga de Abajo, la cual junto con su homónima de Arriba, forman la travesía local, aprovechada para la carretera que comunica con Moreruela de los Infanzones. Dentro ya del núcleo histórico, comprobamos que, en gran medida, se conserva la arquitectura tradicional heredada. Las casas se levantaron con ladrillo y con tapial, contando con una o dos plantas. En general muestran un sobrio aspecto, desprovistas de enfoscados estridentes o detalles ornamentales superfluos. En el centro del pueblo, formando parte de la citada travesía, se ubica el ayuntamiento local. Es un inmueble de nueva construcción, amplio y bien diseñado, para el que sólo se echa en falta la existencia de una plaza ante su fachada con la que realzar su dignidad y prestancia.

Elevándose por encima de todos los tejados, la iglesia que se conserva es un monumento recio y vetusto. Sus orígenes han de estar en el siglo XII, ya que mantiene ciertos vestigios románicos. No obstante, la obra primera sufrió numerosas reformas a lo largo de los tiempos. La más radical tuvo lugar en el siglo XVI, creándose por entonces el recinto que perdura, el cual se ha beneficiado no hace mucho de una merecida restauración. Por el exterior descuella la torre, campanario cuadrado, cuyos cuerpos inferiores han de pertenecer a la estructura más vetusta. Sus ventanales, tres por cada cara, agregan una singular ligereza. Algunos de esos vanos han sido liberados en las últimas reparaciones de las tapias que los cegaban. Vestigio de los tiempos primeros ha de ser también parte del muro septentrional y la puerta que en él se aprecia, obstruida desde hace mucho tiempo. De esa entrada percibimos el arco de medio punto externo y las molduras en caveto sobre las que se apoya. Atendiendo a la fachada meridional, es en ella donde se abre el actual acceso. Queda protegido por un pórtico que contó con vanos creados con ladrillo, macizados todos excepto el que permite el paso. A su amparo, la verdadera portada posee tres archivoltas lisas sujetas sobre impostas decoradas con gruesas bolas. Los recintos internos constan de tres naves unidas entre sí por dos parejas de arcos formeros muy amplios y gráciles, sobre los que cargan techumbres planas de escayola. Por encima es posible que se escondan restos de algún artesonado más suntuoso. Notable es la riqueza en imágenes y retablos. De éstos últimos descuella el mayor, de estilo rococó, realzado por el fulgor de sus dorados. En su centro, rodeada de una compleja aureola de nubes, rayos y angelillos, se exhibe una diminuta imagen de la Virgen, que fue románica. Se presenta revestida con mantos añadidos y para poderla colocar las ropas la mutilaron completamente, perviviendo poco más que la cabeza de sus formas primeras. En uno de los altares laterales se entroniza una imagen de Cristo en la cruz, serena y noble, tallada con precisión. A su vez, la tribuna del coro posee detalles escultóricos muy gratos, desarrollados en la viga frontal y en las zapatas sobre las que se sustenta. Descuellan también las barandillas y la reja de madera inferior, torneadas con esmero.

De nuevo en la calle, a orillas de la iglesia por su costado oriental, en el trecho que media hasta arroyo, se sitúa una zona lúdica bien cuidada y bastante completa. La forman un parque infantil, otro para el mantenimiento físico de adultos, un frontón y una pista deportiva. Contiguos a estos espacios públicos hallamos diversos huertos con arbolillos. Para atravesar el inmediato lecho acuático por esta parte existe una pintoresca pasarela peatonal cuya plataforma fue secularmente de madera. Este material leñoso, deteriorado por la podredumbre, ha sido reemplazado por placas de hormigón, ganando en solidez lo que se perdió en atractivo.

Decididos a hacer un recorrido por el término local, salvamos la línea ferroviaria sirviéndonos del paso inferior existente. Es éste una obra modesta pero interesante, ya que sobre firmes soportes de piedra se tiende una recia celosía de hierro. Accedemos así al pequeño y apartado barrio del otro lado, formado por unas pocas viviendas y algunos cobertizos. Allí hemos de buscar una pista que se dirige recta hacia el oriente. Un poco a desmano queda un hermoso palomar, mantenido con esmero. Muestra formas cuadradas, rotundas, con el tejado a única vertiente y un cortavientos protector bastante desarrollado.

Salimos al campo abierto, seccionado en grandes parcelas desprovistas de vegetación arbórea. Tras haber recorrido alrededor de medio kilómetro alcanzamos una ruta transversal conocida como Camino de Zamora. Ese itinerario, antaño muy frecuentado, lleva ese nombre porque era utilizado por las gentes de Moreruela y de varias localidades de La Lampreana y Tierra de Campos para dirigirse hacia la capital. Nosotros aprovechamos su existencia para tomar el ramal de la izquierda. A uno de los lados dejamos el ya citado altozano de Las Canteras o Caleras, sobre el que sobresalen cuatro gigantescos eólicos. Sus aspas giran muy por encima de la masa de pinos aún jóvenes que rellenan las rasas superiores. Algo más lejos, a la otra mano y también con pinos, se levanta el teso de La Atalaya el cual simula la proa de una embarcación anclada en la llanura. Según avanzamos topamos con una laguna redonda, creada como abrevadero para los rebaños. La mayor parte del año sólo es un cerco de resecos cañaverales. Al volver las miradas hacia el pueblo las estampas que se nos ofrecen son emotivas y pintorescas. Sus casas se agarran al suelo, como temiendo asomar en demasía. Sólo la torre de la iglesia emerge con decisión, creándose un contraste de tensiones.

Tras haber despreciado un primer empalme por la derecha, nos desviamos a la otra mano por el siguiente. Iniciamos así una cuesta arriba que en ciertos repechos viene a ser bastante empinada. Según ascendemos las vistas panorámicas se engrandecen. Hacia el oriente reconocemos ciertos tramos de los valles del Valderaduey y del Salado, con el legendario Teso de la Mora presidiendo ambos. Por el otro lado se marca la compleja silueta de Zamora. Ya arriba penetramos en un altiplano imperfecto, en el que se hace presente la costra calcárea que antaño fue más consistente. Para poder sembrar sobre esos espacios los han tenido que despedrar, acumulando en gruesos montones las piedras retiradas.

La trocha que pisamos concluye en la carretera de Moreruela. Avanzamos nosotros unos metros por su arcén en dirección a Cubillos, pero nos apartamos enseguida marchando por la calzada primitiva, sin uso al haberse creado una variante. A su orilla, dentro de un cercado metálico, se sitúa un sondeo que, por el cartel existente, sabemos que fue realizado por la Dirección General de Obras Hidráulicas y que tiene 127 metros de profundidad. Ningún agua surge por lado alguno. Tras converger otro escaso trecho con la carretera y servirnos del puente para salvar la vía férrea, volvemos a retirarnos por una nueva pista que se adentra en tierras más bajas, suaves y fértiles. Pronto alcanzamos el ya conocido arroyo del Prado, pero no lo cruzamos, pues seguimos junto a su lecho para retornar decididos hacia el pueblo. Este último sector resulta más bucólico y grato, animado por unos pocos arbolillos y espesos zarzales. Encontramos, incluso, un huerto que junto a olivos, higueras y otros frutales también cuenta con pinos. Ocupa una fresca ladera, al lado una granja.