Diversos y bien definidos son los barrios que forman la acogedora localidad de Valdespino. Hasta seis se pueden contabilizar en la actualidad, aislados entre ellos por una frondosa vegetación arbórea. Sus nombres son: La Iglesia, Barriocima, Ermita, Barribajo, La Gafa y Lagarejos. Los cuatro primeros componen el área nuclear de propio del pueblo, quedando bastante distantes los otros dos. Centrándonos en estos últimos, La Gafa constituye una de las partes de El Puente, la situada en la margen izquierda del río Tera. A su vez Lagarejos se presenta como un arrabal semiautónomo, pues queda apartado más de medio kilómetro hacia el oriente, en dirección a San Juan de la Cuesta.

Según se llega por carretera desde Robleda el primer distrito al que arribamos es el Barrio de la Iglesia. Aparece como un núcleo apiñado, formado por sólidas viviendas de piedra, las cuales rodean por todos los laterales al templo de quien toma nombre. De esos inmuebles, uno, rehecho recientemente, exhibe un blasón hidalgo, cincelado en una losa oscura, tal vez pizarra. Otro, posee una galería acristalada, muy típica y hermosa. El propio edificio religioso ocupa solares elevados, que pudieron haberse utilizado antaño como reducto defensivo. Un paredón los limita casi por entero, presentándose muy recio y fuerte por el flanco más abrupto. Se habilita así un espacio ajardinado que funcionó como cementerio hasta la construcción del camposanto actual. Todavía resisten allí algunos vestigios de tumbas.

Centrando la atención en la mencionada iglesia, comprobamos que es un monumento destacable, construido con magnífica sillería de granito. Consta de una voluminosa cabecera cuadrada a la que se agrega una nave más baja. Sobre el muro de poniente emerge el campanario, hermosa espadaña dotada con dos amplios vanos protegidos por un saliente vierteaguas. Como remate posee un frontón macizo muy agudo. La puerta de acceso actualmente en uso se abre en la fachada del mediodía. Queda al resguardo de un espacioso pórtico tendido sobre sólidas columnas. Existe otra entrada en el costado septentrional, más suntuosa. Muestra como ornamento diversos boceles y medias cañas, además de una larga hilera de florones, todo de un estilo gótico tardío. Ya en el interior, las miradas se concentran enseguida sobre el presbiterio. Allí, el retablo mayor refulge con el bruñido de sus dorados. Es una compleja estructura barroca, plena de ornamentos, presidida desde el ático por la figura de San Pedro, patrón y titular de la parroquia. Guirnaldas, florones, hojarasca, veneras... rellenan todas las superficies, intercalándose además numerosos angelillos. Arriba, a modo de dosel, se tiende una magnífica bóveda de crucería compleja, provista de nueve claves y finos nervios. Sus plementos aparecen engalanados con llamativas pinturas de estilo rococó, las cuales se extienden también por el inmediato arco de triunfo. Imágenes devocionales diversas y altares secundarios se apoyan en las paredes laterales. De esos últimos destaca el dedicado a la Virgen, con espléndidas columnas salomónicas. Aunque el edificio que ahora contemplamos es el resultado de obras de los siglos XVI y XVII, se sabe que anteriormente hubo otro mucho más antiguo. Perduran noticias documentales de su existencia desde el siglo X. En aquellos lejanos tiempos debió de poseer el carácter de monasterio familiar.

De nuevo en la calle, siguiendo carretera adelante, penetramos en el Barrio de Encima o Barriocima. Es el más grande y expansivo de todos, dotado de numerosas casas nuevas, construidas a ambos lados de la ruta asfaltada. A orillas de un estratégico empalme encontramos un crucero de piedra, que según la inscripción que lleva cincelada hubo de ser colocado en el año 2004. Posee una base formada por escalones decrecientes, columna de fuste abombado y arriba el propio signo cristiano, decorado con rombos. La obra que ahora vemos reemplazó a una tradicional cruz de madera, la cual estaba colocada en el medio de la calzada. Debido a la fragilidad y natural podredumbre de ese manantial decidieron sustituirla por otra más perdurable. A su vez, dada la angostura del lugar, aprovechando ese cambio acordaron ponerla en uno de los laterales para permitir una mejor circulación de vehículos.

Un largo camino bordeado de árboles, al que se asoman prados y huertos, nos lleva al Barrio de la Ermita. Tal distrito adquiere su identidad y carácter del vetusto oratorio existente en su encrucijada más significativa. Localizamos allí una singular capilla cuadrada, una especie de humilladero bastante voluminoso, abierto con un amplio arco a la percepción y anhelos de cualquier transeúnte. Para evitar un excesivo desamparo protegieron ese vano con una reja, la cual en nada obstaculiza las miradas e invocaciones dirigidas hacia las imágenes y estampas devotas cobijadas en el interior. El buen estado de todo el conjunto y las flores con las que se ornamenta su altar testimonian una dedicación y un cuidado efectivos. Es probable que antaño dispusiera de un portal delantero, ahora inexistente. Ciertas ménsulas salientes, alineadas en lo alto de la fachada, así parecen indicarlo. Atendiendo ahora a las casas inmediatas, son varias las que mantienen la arquitectura tradicional. Otras se hallan en ruinas. De todas, destacan par de ellas, pues aparecen timbradas con blasones. Uno de esos escudos exhibe rosetas y flores de lis, además de un cordón franciscano; mostrando el otro cinco torres almenadas y un león rampante. Ambos poseen lema o inscripción, pero no conseguimos descifrar su mensaje debido sobre todo a la utilización de anagramas y complejas abreviaturas.

Como su denominación ya lo pregona, el Barribajo se sitúa en la zona inferior del pueblo, la más constreñida entre cuestas y arboledas. Es el más humilde y pequeño de todos ellos, pero sumamente grato. A su fin existe una bifurcación de pistas en la que tomamos el ramal que arranca por la derecha. Pronto nos apartamos de él, optando por otro hacia la izquierda, para salirnos de nuevo, por esa misma mano, al elegir una senda poco marcada que avanza entre baldíos y fincas abandonadas rellenas de maleza.

Descendemos directos enfrentados de pleno al mediodía, para acceder a una zona de prados que todavía se siegan. Atravesamos por entre ellos hasta alcanzar un sector muy húmedo. Cruza por allí el regato que drena todo el casco urbano. Aparece sombreado por hileras de alisos, chopos y sauces. Tras vadear su cauce, giramos para ascender por terrenos libres. En los inicios torcemos hacia el oriente para virar progresivamente al norte. Caminamos por sucesivos cotos, esos ejidos comunales a donde se llevaban las vacas a pacer, marcando los tiempos de su estancia con toques de campana. Nos aclaran que a estos pagos que pisamos se les conoce con los nombres de Trímulas y Los Llamazares. Debido a la escasez de ganado, la hierba prospera alta y áspera. Ahora es común el cruce veloz de los ciervos y quedan bien visibles las huellas de los jabalíes que han hozado los suelos levantando numerosos terrones. Por ambos lados, el bosque, que ha invadido las parcelas sembradas antaño, forma verdaderas barreras vegetales. Pese a que el pueblo no queda demasiado lejos, aquí todo es soledad y silencio, sucediéndose los rincones en los que domina una naturaleza arrolladora.

Arriba del todo buscamos unas roderas que nos permiten atravesar el cerco arbóreo. En paralelo se aprecia la vieja vereda ahora abandonada. Es una trocha hundida respecto al nivel actual de los suelos, impracticable por la broza que ha ocupado su lecho. Al final terminamos enlazando con la carretera, pero, de momento, evitamos retornar al casco urbano, del cual divisamos algún tejado relativamente cerca. Proseguimos en dirección contraria hasta alcanzar el empalme de donde arranca el ramal que sube hasta el Barrio de Lagarejos. Tomamos nosotros esa pista asfaltada, superando el medio kilómetro que resta para penetrar en tan apartado y singular arrabal. Ya dentro de él, apreciamos que por su aislamiento semeja una localidad independiente, formada por una veintena larga de viviendas asentadas sobre solares que permiten generosas perspectivas paisajísticas. No obstante, al carecer de iglesia propia, esa supeditación religiosa condicionó su autonomía.

Tras recorrer y contemplar los diversos rincones retornamos por el camino de Piniella. Ésta fue la ruta más directa, la utilizada antaño para enlazar con el resto del pueblo, pues no existía la carretera. En nuestros tiempos apenas pasa nadie por ahí al no ser apta para vehículos y carecer de firme compactado. No obstante posee un bucólico encanto, pues todo su trazado discurre bajo un sombrío dosel vegetal. Bastante abajo ya, sobre terrenos despejados se sitúa el cementerio actualmente en uso. Cuenta con dos áreas independientes, la zona primitiva propiedad de la parroquia y el ensanche municipal agregado no hace demasiados años. Por la calzada cementada llegamos enseguida al Barrio de la Iglesia, completando así el recorrido.

Circunscribiéndonos ahora a la historia, sorprenden la antigüedad de los primeros datos en los que se menciona la localidad. Bien conocida es la celebración aquí de un juicio en el año 927. Los monjes del monasterio de Castañeda presentaron un pleito contra ciertos vecinos de Galende. Los citados religiosos, junto con su abad, aseguraban que una pesquería situada a la salida del lago era de su pertenencia, pues la habían recibido como donación. Frente a ellos, las gentes de Galende consideraban lo contrario, por lo cual habían ocupado tal explotación. Analizadas las pruebas, escuchados los testigos, los jueces sentenciaron a favor del cenobio.

Avanzando en el tiempo, en el año 1140 se data otra cita importante. Aparece en documentos relacionados con Pedro Cristiano. Este insigne personaje, que más tarde llegó a ser obispo de Astorga y a su muerte aclamado como santo, profesó en la abadía berciana de Carracedo. Al hacerlo donó toda la hacienda que poseía a aquella casa monacal. Esos bienes, recibidos de su abuela Elvira Fernández, estaban situados en esta comarca sanabresa y en la vecina Carballeda, encontrándose entre ellos San Pedro de Valdespino. De épocas posteriores consta que las religiosas cistercienses del monasterio de Santa Colomba de las Monjas disponían de derechos y propiedades en la localidad.