La localidad sayaguesa de Formariz se individualiza y diferencia de todos los demás lugares de la comarca por su peculiar historia. Desde muy antiguo fue un coto redondo, un latifundio propiedad de terratenientes poderosos y esa situación se prolongó en el discurrir de los tiempos. Queda constancia que en el año 1498 su dueño y señor era don Pedro Romero de Mella, alcaide de la fortaleza de Fermoselle. Tal caballero, junto con su esposa doña Beatriz de Reinoso, instituyó un mayorazgo sobre este señorío, al que agregaban también la dehesa de Salcedillo, situada en el cercano Palazuelo. El beneficiario fue su hijo don Álvaro Romero. En manos de esa estirpe se mantuvo el dominio largos siglos. En 1643 su poseedor era don Juan Romero de Galarza. 48 años después, estaba a nombre de don José Romero de Villafañe. Por entonces la heredad contaba con una extensión de algo más de 1200 hectáreas y existían unas 15 viviendas ocupadas por súbditos y renteros.

Avanzando hasta épocas más cercanas, en 1860 su propietaria era de doña María del Carmen Ozores Mosquera, condesa de San Juan, casada con don Vicente Calderón y Oleiros. Los sucesores de este matrimonio, los hermanos Calderón, en 1912 vendieron toda la finca a los colonos que allí residían. Eran 47 cabezas de familia, además de 6 viudas. Cada unidad familiar hubo de desembolsar la considerable cantidad de 6875 pesetas de aquel entonces. En total, el traspaso supuso 263330 pesetas. A partir de esa fecha los habitantes fueron dueños de los terrenos que cultivaban, eximidos de la opresión señorial, materializada por el riguroso control del montaraz; libres al fin después de un sometimiento secular.

Al acudir ahora al pueblo sentimos una grata impresión, un positivo impacto. Todos sus espacios, tanto las plazas y parques como las propias calles, aparecen mantenidos con esmero. Existen detalles de una delicada sensibilidad y una seductora armonía. Además, las casas y tenadas, los edificios en general, están construidos con una magnífica piedra, obtenida de canteras locales, lo que les aporta una destacada nobleza. Sin duda, es éste uno de los núcleos de la provincia más hermosos y mejor cuidados. Centrándonos en detalles, en el jardinillo existente junto a la carretera de acceso desde Cibanal, una placa, fechada en 1999, colocada como agradecimiento, recuerda y ensalza a doña María Jesús Carrasco "que con entusiasmo y generosidad contribuyó al embellecimiento del pueblo".

Sobre una de las encrucijadas del casco urbano se sitúa la iglesia. Es un monumento muy humilde, ya que fue el recinto de cultos de la propia dehesa y por sus formas jamás pasó de ser una modesta ermita. Posee un presbiterio cuadrado al que se le agrega una corta nave. El campanario en origen fue una espadañuela de un solo vano que en 1962 fue sustituido por otro más completo. No obstante, este segundo, al estar levantado con ladrillo, nunca llegó a sentirse como definitivo, pues el efecto estético que producía era bastante disonante. En el 2016, por medio de una suscripción popular y buscando ayudas exteriores, los propios habitantes lograron que lo reemplazaran. Alzaron en su lugar otro de granito, sencillo en sus formas, aligerado por tres ventanales, que es el actualmente en uso. Soles y lluvias agregarán esa suave pátina con la que matizar la excesiva blancura que ahora presenta.

La puerta se abre en la fachada del mediodía, protegida por un pequeño alpende. Ya en el interior, apreciamos el sólido arco de triunfo, apoyado sobre pilastras coronadas con impostas complejas a modo de capiteles. El altar mayor se realza con un retablo neoclásico dotado de cuatro columnas corintias e imágenes modernas. La figura del centro representa a la mártir Santa Colomba o Columba, la titular y patrona, cuya fiesta, antes muy renombrada, tiene lugar el último día del año. En el atrio delantero, en el lugar donde se emplazan las viejas y simbólicas moreras tan comunes en numerosos templos sayagueses, encontramos aquí un exótico magnolio, de lustrosa fronda, vigoroso, aunque joven todavía.

Adosado a la propia iglesia, a su costado septentrional, se ubica el cementerio antiguo. Ocupa una angosta parcela acotada por toscas paredes. Sus mínimas dimensiones forzaron la creación de otro camposanto mucho mayor, emplazado a las afueras, que es el actualmente en uso. Sobre una de sus esquinas campea una rústica y emotiva cruz, recortada en una delgada losa pétrea, que ahora se presenta recubierta de líquenes.

Al recorrer las diversas vías locales, topamos con el caserón que fue la residencia donde antaño se alojaban los señores de toda la heredad cuando acudían a ella. Aunque ocupa amplios solares, el inmueble en sí carece de empaque, pues posee escasa altura. Bien visibles son los extensos faldones de sus tejados, sobre los que emergen voluminosas chimeneas. Marcando evidente contraste, la esbelta portalada que dio acceso a corrales y cuadras sí posee carácter monumental. Está formada por un valiente arco de medio punto, creado con magníficas dovelas. Por encima de la cornisa superior, como ornamento, lleva cinco esferas pétreas, las cuales han dado al conjunto el nombre de Palacio de los Cinco Bolos. Lo que fuera antaño una única propiedad en nuestros días se halla repartida en varias viviendas. En una de ellas nació, en 1935, el poeta Justo Alejo. Una lápida colocada sobre su pared externa así lo testimonia. Reivindicamos desde aquí la memoria de tan brillante escritor, fallecido en 1979 en plena madurez creativa. Su obra, relativamente corta, resulta fundamental para comprender y valorar la poesía contemporánea española.

Seguimos calle abajo para asomarnos ya a espacios despejados, iniciando desde ellos la proyectada ruta por el término. A poco de salir de entre las casas accedemos a una zona rotulada como Pradera de Fuente la Noria. Aunque su nombre está en singular, existen allí dos típicos hontanares, con escalera de acceso y lanchas graníticas como cubierta. Asimismo encontramos un sondeo más profundo y cerrado. Un arroyuelo, el regato de los Pozos, discurre por el medio, actuando de drenaje en momentos de lluvias copiosas. Posee un rústico puente tradicional de vanos adintelados. Por las orillas se suceden pequeños huertos, emergiendo los cigüeños con los que se extrae el agua para el riego por encima de las paredes. Esos prácticos artilugios han visto sustituir la tradicional viga de madera por una más resistente y funcional barra de hierro. Completando el encuadre, frondosos laureles agregan su compacta y oscura pujanza vegetal. Unos pocos pasos más arriba permanece el potro, tan útil antaño para herrar a bueyes y caballerías. Cuenta con cuatro pilares de piedra y aún mantiene el yugo y los cilindros de madera de los que se sujetaban las bestias.

Esquivando complejas encrucijadas tomamos el camino que arranca hacia el suroeste. Atravesamos entre cortinas cerradas con paredes que, como peculiaridad, poseen, cada una de ellas, una cabaña o caseta en su interior, cuyo servicio quizás fuera el de guardar las herramientas o parte de la cosecha. Medio kilómetro más adelante alcanzamos otra área de pastizales, denominada Valimpio. Cuenta en su centro con una generosa llagona que retiene un considerable depósito acuático aún en momentos de intensos estiajes. El cerco de juncos que prospera alrededor agrega una estética orla verde. Una segunda charcha, profunda aunque menos extensa, queda en sus proximidades.

Al llegar a una importante bifurcación tomamos el ramal que prolonga la dirección que traemos, despreciando las trochas que se apartan por la izquierda. El paisaje se torna más áspero y bravío. Cada vez se hacen más presentes los berruecos y pedrizas. Por sus formas y volumen sorprende un grueso bolo granítico que asoma poderoso sobre las paredes de las fincas contiguas. Remontamos a continuación un suave collado para iniciar el descenso hacia la vaguada por la que discurre un arroyo transversal, el de las Carbitas, que nos pusimos como destino. La trocha que pisamos se va difuminando progresivamente. Muy abajo, nos apartamos de ella para acceder directamente a los fondos de la citada rivera. Toda la vertiente está moteada de robles, muchos de ellos vetustos y retorcidos, centenarios sin duda. Aún son perceptibles negros tizones, vestigios de pretéritos incendios que dañaron la riqueza forestal de estos parajes. Aparte, encontramos algún chopo en depresiones inferiores más húmedas. Entre los matorrales dominan altas y enmarañadas escobas, además de algún torvisco.

El citado arroyo de las Carbitas viene a ser la cabecera de la más importante rivera de Pinilla, la cual desemboca directamente en el Duero en medio de parajes de notable grandiosidad, allá en los Arribes fronterizos. Sólo lleva corrientes en los inviernos lluviosos, por lo que su curso apenas se marca en largos sectores. Eso sí, posee diversos cadozos. Nos desplazamos aguas arriba, a través de campos que en gran medida permanecen en baldío. Estos pagos se presentan relativamente abiertos, pues por ellos todavía pastan ciertos rebaños. Topamos con dos profundas pozas artificiales, excavadas al lado del regato para almacenar agua permanentemente. Son tan redondas, con la tierra extraída amontonada alrededor, que semejan cráteres. Su destino es el de servir de abrevaderos. A occidente se levanta el poderoso cerro de San Roque, dentro ya del término de Fornillos de Fermoselle. Sobre su cumbre destaca el llamado "Picote de Fornillos", un esbelto vértice geodésico que viene a ser referencia en todo el contorno. A su vez se aprecian las heridas producidas por una cantera.

Iniciamos el regreso desde ese punto. Para ello nos desplazamos hacia el oriente tomando como guía las trochas creadas al deambular los ganados. En un tramo el bosque se adensa, originándose un frondoso y pujante robledal. Algún enebro aparece de vez en cuando. Alcanzamos enseguida a una vereda que asciende entre las cercas de diversas fincas. Muchos de esos muros quedan ocultos por tupidos zarzales. Arriba ya, la figura del pueblo viene a ser un anhelo insistente. Antes de llegar a las primeras casas, en un herboso rincón divisamos otra fuente tradicional con algunas pilas vaciadas en bloques de granito.