Aquel verano de 1936 el Duero corría especialmente caudaloso después de un invierno y una primavera de copiosas lluvias. Fue el último en el que las hermanas Magdalena y Angelita Flechoso pudieron disfrutar de su deporte favorito, la natación, junto a su familia en la zona de Entrepuentes, cerca de su casa en la Bajada de San Pablo que conduce hacia el río. La crecida era también presagio de lágrimas, según expresó en sus memorias el capitán Espías Bermúdez, cuyo testimonio dio fe del despiadado asesinato de las niñas (la mayor, con 17 años, sólo 15 la más pequeña), apresadas y fusiladas la noche del 20 de noviembre. Angelita es la más joven de las 39 mujeres asesinadas en Zamora durante la etapa más dura de la represión franquista, según las investigaciones realizadas por Dori Martín Barrios para el libro "Políticas de género en el Franquismo", realizado junto a Eduardo Martín. Pero en aquellos primeros días de verano, las dos niñas poco podían aventurar el cruel destino que les aguardaba a manos de verdugos a menudo a sueldo, a duro por cadáver, cuentan. Un par de monedas a cambio de dos vidas que empezaban a despuntar en una ciudad que, por aquel entonces, contaba con algo más de 20.000 habitantes.

Casi un pueblo en el que todo el mundo se conocía, para bien y para mal. La ciudad no había escapado a los tumultuosos meses previos al golpe del 18 de julio, en los que los enfrentamientos entre extremistas de izquierdas y derechas habían producido ya dos muertos, la del falangista Francisco Gutiérrez Rivero y el comunista Rafael Ramos Barba, conocido como "El Pelao" de Olivares.

Los Flechoso Lorenzo eran una familia humilde. El padre, Baltasar Flechoso, pasó parte de su niñez en el Hospicio, donde fue depositado con un año de edad tras morir su madre, soltera, de la que conservó los apellidos. Fue adoptado por una familia de la plaza del Zumacal, en los Barrios Bajos. «De ellos hablaba con cariño. Con los años, pudo conocer a sus otros hermanos, que eran hijos de su padre, que estaba casado», relata Ángela Vivas Flechoso del que era su abuelo. En la plaza del Zumacal vivió sus primeros años de casado con Francisca Lorenzo y allí nació Dolores, la primera de las cuatro hijas del matrimonio.

Luego, decidieron emigrar al País Vasco. Se instalaron en Beasaín y después fijaron su residencia en Erandio (Vizcaya) donde nacieron las tres pequeñas, María, Magdalena y Angelita. Apenas se llevaban dos años entre una y otra.

La salud de Baltasar se resentía del húmedo clima del norte, por eso, cuando Angelita apenas tenía tres años, la familia Flechoso se volvió a Zamora. Se instalaron en la Bajada de San Pablo mientras el padre abría una herrería en Cortinas de San Miguel. La vida de las niñas discurría como las de cualquier otra: reuniones familiares, pandillas de amigos y tiempos de correrías en los alrededores del cercano río. «Mi abuelo era un excelente nadador y también mis tías. Solía llevarse las niñas a los Tres Árboles. Sobre todo mi madre, María, era una gran nadadora de espalda», apunta Ángela Vivas. Luego, cuando fueron creciendo, llegaron los bailes en Valorio, los primeros amores... «Mi tía Magdalena tenía un novio, al que también mataron. Mi tía Angelita era la más niña, estaba más apegada a su madre, a la que adoraba. Se podía pasar las horas lavándola, peinándola, arreglándole las uñas».

Mientras repasa los recuerdos atesorados a través de confidencias de su madre y, en particular de su tía Dolores, Ángela revisa las escasas fotos que conserva de aquellos tiempos felices. Angelita y Magdalena parecen mirar hacia su sobrina póstuma confiadas y felices, con un aire de timidez quizá, peinadas a la moda, a lo garçon, ataviadas con los que serían sus mejores trajes con los que pasearían los domingos. Les gustaban los bailes, en particular los de disfraces: Ángela Vivas todavía recuerda viejas fotografías en las que sus tías aparecen disfrazadas, dispuestas para la fiesta. Habían entrado a trabajar de aprendizas en una sastrería situada muy cerca de la plaza del Mercado.

La leyenda que durante más de setenta años ha ido creciendo en torno al asesinato de las más jóvenes de la represión en Zamora, cuenta que el "delito" de las Flechoso fue bordar una bandera. Roja, dicen unos, republicana, según otros. Lo cierto es que, como aprendizas, y con aquella edad, «apenas sabrían sobrehilar». El de costurera era el oficio más extendido entre las mujeres zamoranas de la época. Cosían en talleres o en sus casas para sastrerías de la ciudad. La abuela Francisca era pantalonera.

Dolores, que se separó a los 32 años y que afrontó una vida marcada de principio a fin por el sufrimiento, cosía. Las hermanas más pequeñas también se preparaban para llevar a casa un pequeño salario que contribuyera a la economía familiar.

Es verdad que, en plena República no fueron una, sino muchas, las banderas republicanas, las oficiales, que salieron de manos de muchas zamoranas. Y que, asumiendo el mito de Mariana Pineda, no fueron pocas las ocasiones en que los encarcelamientos de mujeres se justificaban por parte de la "oficialidad" impuesta con la confección de la enseña de por medio. Se apresaba y se fusilaba sin más. La explicación sobraba tanto como el ensañamiento y la mala ralea de los verdugos teóricos y de los que, a sus órdenes, apretaban el gatillo. «Mi abuelo Baltasar sí era socialista, pero no ocupaba ningún cargo de relevancia. Apenas era instruido. Con decirle que mandaban a mi tía Dolores a clases particulares para que supiera leer, escribir y las cuatro reglas y luego era ella la que repetía las lecciones para su padre... De mis tías, ni mi madre ni mi tía Dolores, a la que me sentía muy unida, nunca dijeron que Magdalena y Angelita estuvieran especialmente significadas políticamente. Pero algo se dijo de que las habían visto en la manifestación del 1 de mayo».

Dori Martín Barrios también apunta en esa dirección: «Parece ser que a Magdalena se la vio portando una bandera de Juventudes Socialistas Unificadas», afirma la investigadora. Así de sencillo podía sellarse una condena de muerte por parte de los que, siguiendo la máxima del golpista general Mola, habían desencadenado una ola de terror que tenía paralizada a la población.

Los falangistas sacaron de su casa a las niñas para llevarlas a la cárcel de Zamora una tarde de noviembre. «Mi tía Magdalena estaba en casa de mi madre, María, cuidando de su sobrino, mi hermano Luis, que entonces tendría unos dos meses. Como se llevaban poco tiempo entre ellas, estaban muy unidas. A Angelita se la llevaron de casa de sus padres. Sin más». Por la mañana, Dolores metió en una cesta las viandas que pudo recoger y se encaminó hacia la prisión para llevarles alimento a sus hermanas.

Así repitió el ritual hasta que, «al segundo o tercer día, los carceleros le devolvieron la cesta y le dijeron que las habían matado el día anterior». Ella que siempre fue la más frágil, frente a María, que junto a Magdalena eran «más echadas para adelante», recibió el golpe y, lo peor, tenía ahora que comunicar la terrible noticia a su madre. El trauma caló tan hondo que, décadas después, Dolores tuvo que recibir atención psicológica al revivir el drama de sus hermanas cuando ETA secuestró, torturó y asesinó a Miguel Ángel Blanco: «Fue como si algún resorte se le hubiera puesto en marcha en su cabeza. Empezó a repetir todo lo que había sucedido, cómo había vuelto a casa, soltado la cesta, se había tirado al suelo y había empezado a llorar diciendo "¿cómo le digo yo ahora a mi madre que nos han matado a las niñas?".

Un vecino acudió en su ayuda. Pero la abuela algo barruntaba. Aseguró que esa noche, un trueno la había despertado y que había soñado que las mataban. Ella nunca las volvió a ver desde que las apresaron. Y creo que tampoco nadie de la familia».

Las últimas horas de las hermanas Flechoso fueron relatadas por una exiliada, Pilar Fidalgo, que compartió celda con ellas. Su paso por las cárceles franquistas fue recogido en "El Socialista", primero, y posteriormente publicado en francés bajo el título "Une jeune mére dans les prisons de Franco". «Las metieron en la cárcel en la tarde del último domingo de noviembre. Daba pena ver a aquellas dos tiernas criaturas, inocentes de todo mal, reunidas con nosotras y bien ajenas a lo que les esperaba. Creímos que, por ser domingo, aquel día no las matarían. Nos equivocamos. También queríamos convencernos de que nada les iba a suceder a las dos niñas. Les aconsejamos que descansaran y que se hicieran un lecho en el suelo con unos trapos y ropas que les prestamos. Dormían las dos abrazadas mientras les velábamos el sueño inocente. Pero los verdugos llegaron a buscarlas a las nueve de la noche. Al oír que la llamaban por su nombre, una de las niñas, de aspecto muy dulce, pregunto qué significaba aquello. -Angelita, si no te encuentras bien, apóyate en mí- dijo la mayor. Se vistieron las dos enseguida. Estábamos tan acongojadas que casi no pudimos despedirnos. Las escuchamos bajando las escaleras y entonces, cuando se dieron cuenta de lo que les esperaba, empezaron a gritar. Al día siguiente oímos que las habían matado juntas, abrazadas la una a la otra. Un mes más tarde llegó una orden para liberarlas».

En su libro, el capitán Espías califica de «crimen sádico» el fusilamiento de las hermanas. «A ninguna se le instruyó diligencias sumariales, la muerte sólo y únicamente era decretada por los facinerosos que con el gobernador militar constituían el tribunal hipócrita y fariseo que a diario confeccionaba las listas de las víctimas destinadas al sacrificio». La corta edad de las asesinadas causó, según Dori Martín, una auténtica conmoción en la ciudad, «e incluso se suscitó cierto enfrentamiento en la derecha». Pero el terror no se detuvo. Continuaron las sacas de hombres y mujeres, incluso embarazadas, para ser aniquilados.

En el libro de registro del Cementerio de San Atilano, en el día 30 de noviembre de 1936, aparecen los nombres de Magdalena y Angelita Flechoso como "halladas muertas", la letanía que acompaña a todos los fusilados contra las tapias del camposanto o a los pies de la fosa común.

Para todos ellos, 875 entre julio del 36 y enero del 37, reza también la misma tumba donde su cadáver estaba depositado, cuartel de San Benito, número 6. Hasta allí debió acudir Baltasar Flechoso a recuperar los cuerpos de sus hijas y poder darles, siquiera, digno enterramiento en el que hoy es el panteón familiar, en el cuartel de Nuestra Señora de Lourdes. En la placa de la lápida la fecha que figura es la del 20 de noviembre, diez días antes del asiento en el libro. Sin embargo, la familia mantiene que la fecha del asesinato es la primera. El mismo día 30 aparecen como «hallados muertos» otros dos hombres en el libro del cementerio.

El luto y el silencio se convirtieron, desde entonces, en los fieles compañeros de la familia. Cuando nacieron las dos primeras niñas, las hijas de María, les fueron impuestos los mismos nombres en recuerdo de las muertas. «Lo echaron a suertes y a mí, que soy la mayor, me tocó el nombre de la pequeña, Angelita», explica la sobrina, mientras acaricia una joya de especial aprecio para la familia: Prendida a la bata, Francisca Lorenzo llevó siempre una medalla con la foto de las dos niñas que tan vilmente le habían arrebatado. Baltasar Flechoso se hizo un anillo en el que incrustó un diente de cada una de sus hijas. Y con él puesto lo enterraron, en el mismo sitio que sus niñas. Fue entonces, para hacer las obras del panteón, cuando por segunda vez fueron exhumados los restos de las dos hermanas.

«Un familiar mío y yo acudimos a presenciar la exhumación. Vi claramente la huella de la bala en la nuca de una de ellas (probablemente la del tiro de gracia a los que no morían fusilados en el acto), como del tamaño de la punta de un cigarro. Todo cambió para mí desde entonces». Angela Vivas asumió de forma súbita toda la crudeza del drama familiar. A la vista de los restos, todos los relatos escuchados a su abuela, a su madre, a su tía Dolores, poseían un macabro sustento de realidad. Porque el asesinato no puso fin a los padecimientos de los Flechoso. Estaban marcados como familia roja y a su alrededor, el miedo y la cobardía fueron tejiendo el habitual tapiz del aislamiento. «Mi tía contaba cómo la gente se apartaba cuando iban a comprar, o a la cola del carbón». Fueron perseguidos: «Un día pasaron por la herrería pidiendo limosna un padre con una niña y mi abuelo algo les debió de dar. Le acusaron de socorrer a los rojos y pasó un año en la cárcel».

Dolores, que se había separado de su marido cuando tenía 32 años y había vuelto a casa de sus padres con uno de sus tres hijos, también se vio injustamente acusada. «Un preso escapó de la cárcel, que entonces estaba donde el Gobierno Civil. El reo salió corriendo por San Andrés y se encaminó por la Bajada de San Pablo al río. Llevaron presa a mi tía acusándola de haberle acogido. Poco después apareció el cadáver del hombre, ahogado. Por el reloj que llevaba en la muñeca, que se había parado al caer al agua, pudieron demostrar que nunca tuvo tiempo de ocultarse en ningún sitio. Y eso la salvó».

Durante estos años, el mito ha acompañado a Ángela Vivas. «Hay amigos míos que cuando cuento todo esto no me creen. Incluso me ha ocurrido que me han parado en la calle y me han dicho: "tú eres la sobrina de Angelita y Magdalena. Que sepas que antes de matarlas, las violaron"». No existe ningún otro testimonio que acredite si, además del asesinato, hubo abuso sexual a las víctimas. Pero Pilar Fidalgo, en su libro, afirma que las agresiones de este tipo eran habituales por parte de los carceleros, que consideraban a las mujeres detenidas como botín de guerra.

A pesar del calvario, en la familia Flechoso no queda sitio para el rencor. Desde la misma mañana en que supieron la matanza de las dos niñas, hubo dedos acusadores señalando en dirección a un vecino de la herrería, de apellidos bien conocidos, lo mismo que su apodo, por considerarlo uno de los esbirros participantes en las sacas. El mismo hombre que, según Angela Vivas, habría sido el primero en acudir a dar el pésame a la familia. Como tantos otros, víctimas y verdugos se han cruzado mil veces durante estos setenta años por las calles de esta pequeña ciudad.

Por parte de las primeras no hay ningún ánimo de venganza, aunque sí de justicia, de recuerdo y homenaje «tanto para mis tías, asesinadas, y sobre todo para mi tía Dolores que no dejó de llorar por ellas ni uno solo de sus días. Me gustaría pensar que contar estas historias sirve de algo más, para que no se repitan. Pero sé que no será así».

Porque Ángela Vivas es consciente de que a estas horas, que a cualquier hora, en cualquier parte del mundo, hay otro verdugo apuntando a la nuca de otros inocentes. Que la historia se sigue escribiendo con sangre y que no hay revisión de memoria que logre borrar tanta iniquidad.