"San Pablo, de la orden dominica como las Dueñas, presenta una despejada nave de crucería de imitación gótica y en el presbiterio una excelente estatua de Alonso de Mera, su fundador". José María Quadrado, el escritor romántico que recorrió el país a mediados del siglo XIX para publicar la obra "Recuerdos y bellezas de España", tuvo el privilegio de recorrer las dependencias del convento de San Pablo antes de que se convirtiera en una ruina. La investigación sobre el caballero orante de Alonso de Mera ha devuelto el monasterio del siglo XVI (1555) a la actualidad, al tiempo que los Caballeros Cubicularios han aprovechado la circunstancia para reclamar al Museum of Fine Arts de Boston la "devolución" a la ciudad del extraordinario sepulcro de alabastro. Pero, ¿qué fue de San Pablo, el convento que algunos zamoranos recuerdan languidecer en la calle del mismo nombre?

San Pablo y San Ildefonso, originalmente construido para monjas jerónimas a las que se sumaría la orden de las dominicas, fue uno de esos templos que no aguantó el embate del tiempo. Pero estuvo ahí. Lucía su voluminosa estampa cuando el autor flamenco Anton van der Wyngaerde recorrió España sobre 1570 para retratarla en planos, encargo recibido del monarca Felipe II. Aquel grandilocuente mapa, falseada la perspectiva para desgranar sus monumentos, muestra un vigoroso monasterio de San Jerónimo (de mayor tamaño al plasmar la perspectiva desde la margen izquierda, donde radicaba el edificio) junto a los monumentos medievales más simbólicos de la ciudad. En el extremo oriental aparece el alzado de un convento prácticamente adosado a la muralla, junto a la extinta Puerta de San Pablo.

Todavía hoy se puede localizar sin problema la ubicación siguiendo el único elemento que no ha cambiado en el trazado urbano: la propia muralla. San Pablo estuvo encajonado entre la puerta homónima y el serpenteante recorrido del lienzo medieval entre el río y la también desaparecida Puerta de Santa Clara. Allí se erigió el convento, sobre las ruinas de una antigua iglesia románica, una de las que en la Edad Media elevó la nómina de bienes del primer arte internacional hasta los setenta. Más nítida aparece su ubicación y su planta en el plano confeccionado por José Pérez (1851) que hoy cuelga de las paredes del Archivo Histórico Provincial, diseño que invita a realizar el sugerente juego óptico de superponer lo antiguo sobre lo moderno a través de la actual cartografía "online".

Poco después, a finales del siglo XIX (1898), el británico Lionel Harris llegó a Zamora para llevarse el sepulcro de alabastro y abrir, de paso, una crisis entre el Obispado de Zamora y la Delegación del Ministerio de Hacienda. En la época de mayor número de ventas de bienes antiguos, la mayoría con destino a Estados Unidos, el Estado intentó achicar agua y tapar los agujeros por donde se escapaba el patrimonio del país. La investigadora María José Martínez Ruiz narra en un reciente trabajo los detalles del conflicto. La mecha fue prendida cuando el jefe de inspección de Hacienda dirigió una misiva al prelado para prohibirle que "se sacara de la iglesia ninguno de los objetos que la integraban o pudieran pertenecer al Estado".

Sin embargo, el obispo optó por no plegarse a los requerimientos del Gobierno e intentó ganar tiempo, aludiendo a que el templo había sido devuelto a la Iglesia tras el periodo desamortizador del siglo XIX. Una denuncia "malévola y arbitraria" de un particular desveló los trabajos de desmonte que se estaban llevando a cabo, que fueron paralizados de inmediato. Se había conseguido paraliza, aunque solo de forma temporal, la desaparición de los enseres del edificio tras la marcha a Boston del caballero orante. La profesora Martínez Ruiz incide en que, en muchas ocasiones, las citadas denuncias se basaban más en un componente personal, una especie de "ajuste de cuentas", que en la acción altruista de quien pretendía erigirse en custodio del arte local.

El caso es que tras la muerte del prelado Conde y Corral, su sucesor, Belestá, consiguió al fin recuperar las llaves de la iglesia de manos del Estado. En lugar de prorrogar el inconveniente debate sobre el legítimo propietario del inmueble, el obispo propugnó el derecho de las monjas dominicas, con el fin de que "se deje en libertad a estas pobres y necesitadas religiosas de disponer de lo que es suyo, como el retablo mencionado". La valía del altar debía de ser notoria, porque su venta final llamó la atención incluso de la Real Academia de Bellas Artes, cuyos integrantes se lamentaban de los bienes "malvendidos" por "desaprensivos chamarileros".

Finalmente, el inmueble acabó destinado a "almacén" de imágenes sagradas durante la Semana Santa, paso previo a su desintegración y muerte, sobre mediados de siglo. Quien hoy busque en la calle San Pablo la antigua puerta medieval se llevará un chasco, pero al menos se topará con los restos de un antiguo contrafuerte del convento. Las imágenes aéreas desvelan la vieja traza de aquel monasterio que vio Wyngaerde, pero cuya impronta ha sido negada a los zamoranos del siglo XXI.