La "novela" sobre el caballero orante del convento de San Pablo tiene una segunda parte. Parece que los fascinantes giros de guion del sepulcro de alabastro que emigró a Estados Unidos a finales del siglo XIX no son suficientes para alimentar una buena novela. Faltaba la suma de un segundo actor, este ya del siglo XXI. Ahora, la Cofradía de Caballeros Cubicularios entra en escena para reclamar al Museum of Fine Arts de Boston la devolución de la escultura que exhibe en sus pasillos, en el nombre del personaje que dio origen a la hermandad: el arzobispo toledano san Ildefonso.

Para no perderse detalle del nuevo capítulo del relato, conviene recordar los datos de la investigación de Sergio Pérez y Luis Vasallo, desvelada por este diario en febrero del pasado año. Todo arranca a mediados del siglo XVI, cuando un benaventano que había regresado de las Indias ordena la construcción de un convento para monjas de la orden de San Jerónimo. Pero la voluntad de Alonso de Mera no llegó a cumplirse. O dicho de otra manera, el zamorano no vivió lo suficiente para ver cómo se erigía el edificio, cuyos herederos comenzaron a construir en 1555, dos años después de su muerte.

Y aquí llega la primera clave. El monasterio femenino se levanta sobre las ruinas de la iglesia de San Pablo, de origen románico. Y a ese mismo nombre, San Pablo, sumará una segunda advocación. Esa era la voluntad de Alonso de Mera, expresada en sus mandas testamentarias: "Quiero que el dicho monasterio se llame de advocación de san Ildefonso y que las monjas traigan el hábito de san Jerónimo (...)", dice el texto, exhumado por el investigador Sergio Pérez para su trabajo.

La donación de los medios al convento "no era gratuita", precisa Pérez Martín. A cambio, la familia De Mera garantizaba la memoria perpetua a través del rezo y las ceremonias, financiadas a cuenta. Alonso mandó reservar la capilla mayor para su enterramiento y el de sus sucesores, dentro de la iglesia conventual. Sobre la tumba se colocaría un sepulcro, aunque la voluntad del benaventano era mucho más austera que la extraordinaria figura orante que ocuparía este lugar. Todo porque el responsable del cumplimiento testamentario, Gregorio Sotelo, invirtió la nada despreciable suma de 20.000 maravedíes en la escultura, encargada al prestigioso artista Alonso Falcote.

Por el camino, las monjas jerónimas, orden cercana a la realeza, no pudieron afrontar en solitario las obligaciones económicas del convento. Y la solución fue la incorporación, en 1604, de las religiosas dominicas que habitaban el también desaparecido monasterio de Santiago, cuya casa se situaba en el entorno de la iglesia románica de Santiago del Burgo, detalla Sergio Pérez Martín.

Y llegamos a un año clave. El reciente estudio de Pérez Martín y Vasallo Toranzo documentó la relación entre el caballero orante de San Pablo y San Ildefonso y la escultura que hoy luce en Boston. El caso es que uno de los personajes más avezados de la época no llegó a verlo. En su primera expedición a Zamora, en 1903, Manuel Gómez-Moreno no pudo corroborar con sus propios ojos la descripción que del sepulcro había hecho décadas atrás el infatigable historiador romántico José Maria Quadrado. No, porque ya se había vendido.

Gómez-Moreno apuntaba a 1901 como fecha de la venta, pero hoy se sabe que la enajenación tuvo lugar un poco antes, en 1898. La profesora María José Martínez Ruiz, experta en el comercio de arte durante el siglo XX, ha dado a conocer recientemente datos reveladores. Tras bucear en el Archivo Diocesano de Zamora, la documentación de la Comisión Provincial de Monumentos y la Dirección General de Bellas Artes, la titular de la Universidad de Valladolid detalla cómo el Obispado de Zamora concedió el permiso necesario a las monjas dominicas para la venta de "las estatuas del fundador y su paje" en "la cantidad de 3.000 pesetas".

Pero, ¿quién fue el comprador? Un prestigioso comerciante británico, cuya actividad se extendió por varios países: Lionel Harris. La investigación y la colaboración con Martínez Ruiz ayudó a trazar el itinerario de la compra. Harris se hizo con el sepulcro y, a través de la firma The Spanish Art Gallery, lo vendió a William Randolph Hearst, el popular magnate de la prensa americana, por 2.000 dólares. Pero la caída en picado de Hearst, que no llegó a superar el crack de la bolsa de 1929, le llevó a deshacerse de sus bienes. De hecho, la prestigiosa Galería Brummer se hizo con la escultura por solo mil dólares, a mitad de precio, y consciente de su valor, la vendió al Museum of Fine Arts en 26.000.

Dado lo escurridizo de los comerciantes de arte en esta época, que no querían aparecer en registro alguno, cabía la duda de si Lionel Harris había acudido a Zamora en persona para cerrar la operación del caballero orante. Y esa pregunta que se hacía Sergio Pérez tiene hoy respuesta. María José Martínez Ruiz ha documentado a Harris, a través de su hijo Tomás, en un lugar muy concreto: "Hotel Suizo. Zamora". De cualquier modo, la profesora apunta a los personajes que trabajaban en Zamora para Harris. Uno de ellos era Miguel Vega, domiciliado precisamente en la calle San Pablo. El otro, un viejo conocido: el anticuario Fernando Martínez.

Aunque la venta del caballero orante fue legal y el Museum of Fine Arts, actual propietario, puede exhibir las facturas de la compra, el caso no queda aquí. Ahora, los Caballeros Cubicularios entienden que su función va más allá de la protección de las reliquias de san Ildefonso: la custodia del nombre y la advocación del arzobispo toledano. Y es así como, en nombre de la ciudad, han decidido exigir por carta a los rectores del museo americano la "devolución" de lo que un día perteneció al extinto convento de San Pablo y San Ildefonso.