Acercarse a la poesía del zamorano Claudio Rodríguez es aceptar su invitación implícita a adentrarnos en nuestro yo más profundo para llegar así a la propia esencia del texto escrito. Porque si bien es verdad que la breve poética de Claudio Rodríguez arranca, con "Don de la ebriedad", premio Adonáis en 1953, dentro del denominado por García Hortelano Grupo poético de los años 50 y, por lo tanto, con un marcado compromiso social, desde la lectura de los poemas que componen este primer libro ya se observa que Claudio Rodríguez iba a trascender la realidad para interiorizarla y hacerse uno en ella.

Como bien ha señalado su amigo el poeta Carlos Bousoño, estamos ante una "realismo metafórico" que es el que permite esa trascendencia hacia el interior partiendo del mundo real que constantemente va tintineando en su interior como el rumor del río Duero "siempre el mismo son, igual mudanza." Y es este trascender de la realidad al interior para no ser "como quien toca el mantel, mas no la mesa; /el vaso, mas no el agua" el que hace que estemos ante un poeta que, como ha apuntado el profesor Jonathan Mayhew, "requiere una aproximación demorada y cierto nivel de madurez literaria", lo que a su vez dificulta el que su poesía tuviese, como la de otros contemporáneos, una lista de seguidores, porque enseguida se dejaría traslucir la mano del maestro.

Poeta apegado a su tierra, esa "mi tierra nativa, cautiva, a la que siempre/cantaré, /a la orilla del temple de sus ríos, /con su inocencia y su clarividencia, /con esa compañía que estremece, /viendo caer la verdadera lágrima/del cielo/cuando la noche es larga/y el alba es clara", los elementos de la naturaleza, el alba, la noche, el aire, la luz y las sombras se convierten en elementos sobre los que Claudio Rodríguez vuelca su mundo interior en una búsqueda de entenderse a sí mismo, de hacerse uno con el paisaje del que parte, en una concepción unamuniana del paisaje.

Unamuno, comentando la ausencia de paisaje en sus nivolas, decía que "El paisaje sólo en el hombre, por el hombre y para el hombre existe en el arte" y es así como el hombre Claudio Rodríguez, que es y vive en un entorno concreto, lo interioriza y se convierte en el poeta del interior, como "el que un buen día sale humilde /y se va por la calle, como tantos /días más de su vida, y no lo espera /y, de pronto, ¿qué es esto?, mira a lo alto /y ve, pone el oído al mundo y oye, /anda, y siente subirle entre los pasos / el amor de la tierra." En definitiva, el paisaje se convierte en uno con el poeta, no en algo ajeno y externo, sino en un igual y de ahí que el poeta exprese "Hoy necesito el cielo más que nunca. / No que me salve, sí que me acompañe."

Quizás lo más significativo del proceso de interiorización de la realidad que hace Claudio Rodríguez sea que no nos conduce a un mundo atormentado, sino a la reflexión, al sosiego, a escucharnos a nosotros mismos y de ahí que incluso en sus versos amorosos el amor no aparezca como una pasión, sino como una serena reflexión: "(...) A quien no ama, / ¿cómo podemos conocer o cómo /perdonar? Día largo y aún más larga /la noche. Mentirá al sacar la llave. / Entrará. Y nunca habitará su casa." Y de esta reflexión es de donde nace, como apuntaba al principio, esa invitación a adentrarnos en nosotros mismos a través de la voz del poeta. "Como si nunca hubiera sido mía, /dad al aire mi voz y que en el aire / sea de todos y la sepan todos / igual que una mañana o una tarde." Pero, además, es esa concepción tan íntima de la creación poética la que, como acertadamente señala Fernando Ferrero, "manifiesta la radical independencia creadora de su autor con respecto a escuelas, tendencias o programas del panorama poético de los años 50 y 60."

Cinco poemarios entre 1953 y 1991, "Don de la ebriedad", "Conjuros", "Alianza y condena", "El vuelo de la celebración" y "Casi una leyenda" han sido suficiente no solo para que Claudio Rodríguez sea un poeta largamente premiado, sino, sobre todo, un poeta necesario, al que hay que volver de vez en cuando con detenimiento, sin prisa y con voluntad de adentrarnos en su mundo interior que quiere que sea parte del nuestro, porque "qué sacrilegio éste del cuerpo, / éste de no poder ser hostia para darse."

En definitiva, como señala Carlos Bousoño, "Los poetas más grandes no carecen de poemas sobrantes, a veces muchos, incluso un poeta que escribió poquísimo verso, San Juan de la Cruz, incurre en esa misma deficiencia. Claudio, no. En Claudio es oro todo lo que reluce. Todo es joya: acabada, completa."