Se cumplen veinte años de la muerte, en Madrid y cuando apenas contaba con 65 años, del poeta Claudio Rodríguez. Vaya por delante que ni lo traté ni lo conocí nunca; de hecho, mi primer acercamiento a su obra llegó tarde, cuando a él le quedaban pocos años de vida. Fue en 1993, cuando le concedieron el Príncipe de Asturias de las Letras. Aquel acontecimiento llenó los periódicos con su nombre y a mí me permitió descubrir a un poeta de la tierra, de producción tan exigua como elegante y que levantó, desde mi punto de vista, una de las obras cumbres de la poesía en castellano del siglo XX. El libro con el que se dio a conocer con apenas diecinueve años, "Don de la ebriedad", es aún hoy uno de los mejores poemarios escritos en castellano en la pasada centuria. Pero Claudio Rodríguez no ha alcanzado entre el público el reconocimiento que sí le ha dado la crítica. Hay alguna razón estructural y otras coyunturales para eso: la poesía es un arte minoritario, en España y en el resto de Europa. Poca gente lee hoy poesía, y de esa gente, es minoritaria también la que se atreve con poetas difíciles, de esos que escriben para lectores que estén dispuestos a esforzarse. Las razones coyunturales también pesan: ser zamorano nunca lo ayudó. La periferia siempre es lejana y, en temas culturales, muchas veces demoledora.

A la poesía de Claudio Rodríguez hay que acercarse al azar, que es como uno se acerca de verdad a los mejores poetas. Abrir su antología y dejarse seducir por algún poema sin orden ni concierto. Poco a poco, sus lecturas van llenando la memoria del lector y algunos de sus versos son capaces de resumir lo que no podría contar en artículos como este. Claudio se interroga, y nos interroga a todos, sobre temas universales. Lo importante, como siempre, son las preguntas, no las respuestas. Al preguntarnos, nos obliga a pensar de nuevo sobre lo que pensamos del mundo y del entorno que nos rodea. Son muchos los temas presentes en la poesía telúrica de Claudio Rodríguez, todos ligados a este paisaje nuestro, rayano, periférico y pobre. Un país en el que, como él nos recuerda, "(...) ya no hay banderas, ni murallas ni torres". Pero la pobreza no es una excusa para olvidar el carácter que se generó en estas tierras. Ese carácter ambiguo, tan frío de lejos, tan cálido de cerca: "En nuestro frío hallas abrigo eterno", nos dice mientras mira a la gente que nos rodea. Y es que Claudio nos habla del hombre sencillo, del hombre intemporal que vive en comunión con su entorno. Como si de una bienaventuranza evangélica se tratara, nos recuerda que "Dichoso el que un buen día sale humilde". Quizá por ello su poesía es indistinguible del paisaje zamorano, y quizá también por eso nos llega tan dentro a todos los que nos imaginamos de esta tierra y seguimos guardando en nuestro recuerdo la memoria de los días de la infancia, con ese cielo cuajado de estrellas. Todos hemos vivido esas tardes de diciembre en las que "(...) Afuera deja / su ventisca el invierno y está oscuro" y todos hemos sentido, cuando llegamos a casa, y salimos a recorrer el campo que "como por estos sitios tan sano aire no hay...". De fondo y con ese contexto tan local, una vindicación universal de la amistad y de la pasión amorosa recorre gran parte de su obra; la vida sin amor no vale nada, por eso "Largo se le hace el día a quien no ama / y él lo sabe". Un amor ligado a la infancia, a ese tizón "del que recibo todo el calor ahora".

Lo descubrí en los noventa, decía, y desde entonces su voz no ha dejado de acompañarme. Cada año, cuando estoy apañando castañas y nueces en Sanabria con los míos, me asalta siempre el mismo verso, como si fuera una oración: "Llega otra vez noviembre, que es el mes que más quiero". Se ha ido haciendo de noche pero sé que estoy en casa. Estoy a salvo.