A la memoria de C.R y C.J.C. (enseguida entenderán por qué).

Claudio Rodríguez obtuvo el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, uno de los más prestigiosos del mundo hispano, el 1 de junio de 1993. El galardón había sido creado el año anterior dentro de un Convenio de Cooperación entre la Universidad de Salamanca y Patrimonio Nacional, y tenía por objeto premiar el conjunto de la obra poética de un autor vivo que, por su valor literario, constituyera una aportación relevante al patrimonio cultural. Claudio lo recibió en la segunda convocatoria y fue el primer poeta español en obtenerlo.

Se daba la circunstancia, además, de que apenas cuatro días antes había sido galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Por este motivo, en las deliberaciones del jurado del Reina Sofía, algunos miembros propusieran que no se le concediera ese año, para no coincidir con el Premio Príncipe de Asturias, sino más adelante, ya que Claudio aún no había cumplido los sesenta años y podía esperar. Pero uno de los miembros más relevantes del jurado, Camilo José Cela, dijo que de ninguna manera, que el premio de ese año tenía que ser para Claudio, pues era el que más lo merecía y el que más votos había obtenido. Y así fue.

Al parecer, el novelista gallego admiraba mucho al poeta zamorano. Yo pude comprobarlo pocos años después, en la tierra natal de Cela. Yo había sido invitado a un Encuentro de Escritores en la Fundación que lleva su nombre y una tarde vino a saludarnos nuestro anfitrión. Luego, cuando terminaron las actividades de ese día, alguien de la organización me dijo que Cela quería verme. Yo, en un principio me asusté un poco, la verdad, pues don Camilo tenía fama de ser una persona con mal carácter. Así que ahí estaba yo, a punto de encontrarme con tan temible personaje.

En realidad, Cela quería verme porque alguien le había contado que yo era estudioso de la obra de Claudio, y de Claudio estuvimos hablando amigablemente hasta la hora de la cena. A simple vista, es difícil imaginar a alguien más distinto, al menos en apariencia, a Claudio Rodríguez. Y, sin embargo, el autor de "La colmena", que había comenzado su trayectoria literaria como poeta, quería, respetaba y admiraba al autor de "Alianza y condena" no solo como poeta, sino también como persona, por su llaneza y autenticidad.

Yo le pregunté si era verdad que a Claudio le habían dado el Premio Reina Sofía aquel año por su cabezonería y él me aseguró que así era.

Después recitó de memoria el poema "Ajeno" y me dijo muy serio: "Esto no se lo cuente usted a nadie. Pero habría renunciado con mucho gusto al Premio Nobel y a otros honores literarios a cambio de haber escrito esos versos". Les confieso que en mi vida he escuchado mayor elogio de la obra de un escritor hecha por otro escritor, y menos de tal importancia y prestigio. Ese día descubrí que don Camilo no era tan fiero como lo pintaban algunos en los medios de comunicación. Por el contrario: era una persona sensible, afable y generosa que apreciaba como pocos la buena poesía.

Pero volviendo al Premio Reina Sofía, les diré que Clara Miranda me comentó una vez que, cuando Claudio se enteró de que le habían concedido el Reina Sofía, cuatro días después del Príncipe de Asturias, se sintió tan abrumado y desconcertado que no sabía dónde meterse ni cómo reaccionar. Así que llamó a Clara al trabajo y le dijo, agobiado: "Que me han dado otro premio, vente para casa, que no sé qué hacer". Por lo visto, el teléfono llevaba varias horas sonando y Claudio se negaba a cogerlo; de hecho, tenía la sana costumbre de no contestar nunca las llamadas. Y tampoco podía salir a la calle porque el portal estaba lleno de periodistas.

Cuando alguien le preguntaba a Claudio qué opinaba de los premios institucionales, él siempre decía que, por supuesto, los agradecía, pero que habría preferido que se los dieran a otros, que a él todo eso le daba mucha vergüenza. Y, sin embargo, era el que más los merecía, precisamente por no buscarlos ni desearlos, algo insólito en el mundo de las Letras, donde la mayoría de los autores, hasta los más mediocres, andan siempre quejándose porque no se los dan.