No hay mayor mito que el de la Atlántida, la ultramoderna isla descrita por el filósofo Platón en sus diálogos que acabaría sus días bajo las aguas. Quizá la fascinación por una civilización adelantada a nuestro tiempo era demasiado poderosa como para negar la leyenda. De ahí que el misterio continúe.

Zamora tuvo su propia Atlántida. Durante siglos, existió la voluntad política de arrebatar a Soria la ubicación de la también mítica Numancia (aunque comprobada su existencia, en ese caso). Pero sus argumentos fueron tan débiles como los de Andalucía para reclamar la paternidad de la isla sumergida. Pronto se desvaneció como prueba la existencia de "unos restos" como huella de un antiguo poblado. Ahora, el historiador de raíces zamoranas Josemi Lorenzo ha seguido la estela del humanista Florián de Ocampo, y ha terminado por desterrar el único vestigio que aún coleaba: el ladrillo de Numancia. El vacío que deja su falsedad ha sido, sin embargo, rellenado con creces por una historia que tiene miga.

Cuando en el siglo XVI De Ocampo, un zamorano, situó la existencia de Numancia en un cerro de la localidad soriana de Garray, su apuesta fue tenida casi por la de un traidor. No se imaginaba el historiador que solo un siglo más tarde, un insignificante ladrillo custodiado por el Ayuntamiento de Zamora, con una inscripción en la que había que poner empeño en leer la palabra "Numancia", cobraría una enorme popularidad, piedra de toque para sostener el sueño numantino.

Un soriano por el contrario -se decía descendiente de numantinos, para más inri- fue el primero en citar la existencia del vestigio en una vetusta publicación impresa de 1612. Aunque para denostarla: Francisco Mosquera especulaba con que el barro, lejos de ser romano, habría sido cocido solo unos siglos antes, o que pudo llegar de otro sitio... o que alguien había manipulado su inscripción.

Fue un gallego el que, un siglo y medio más tarde, recaló en Zamora como una parada más de sus "viajes literarios". José Cornide vio el "dichoso ladrillo" y dejó prueba de ello: dibujó su inscripción en un documento de 1773 que hoy conserva la Real Academia de Historia y que ahora Josemi Lorenzo ha destapado en su artículo monográfico sobre el culebrón. El gesto de Cornide demostraba que en Zamora era conocido el vestigio, valorado, tenido en cuenta.

A finales del siglo XIX el único que llegó a ver el fragmento de barro fue el ingeniero Eduardo Saavedra, que décadas antes había demostrado la verdadera ubicación de Numancia. Era de suponer que incidiera en su falsedad... pero no lo hizo. Saavedra afirmó que el resto arqueológico era auténtico, romano, hallado en un paraje denominado El Temblajo, en la margen izquierda del Duero. Sin embargo, puso el dedo en la llaga al identificar el verdadero significado de la célebre inscripción. Lejos de ser un topónimo, aquellas ocho letras designaban la identidad del taller donde fue fabricado: "Oficina de Numanciano".

No obstante, cualquier polémica de calado siempre deja flecos sueltos, adeptos que persisten pese a tener la evidencia en sus narices. No por esta razón, sino por su infinita curiosidad, en 1903 llegó un personaje a Zamora que iría tras la pista del ladrillo para desentrañar las cenizas del misterio. El historiador Manuel Gómez-Moreno pidió en su primera estancia en la provincia (1903) colaboración a un abogado para acceder al ladrillo. Al parecer en aquel momento, dicha evidencia se encontraba bajo un escaño del Consistorio. Al regresar don Manuel al año siguiente, el autor del Catálogo Monumental fue informado de la triste noticia: el ladrillo -la prueba de la grandeza de la ciudad- había sido confundido con escombros y desechado.

Aquello no terminó de resolver otra duda: la ubicación exacta del ladrillo en la Casa Consistorial: hay quien hablaba del salón de reuniones o del propio Archivo Municipal. Para redondear el relato, Josemi Lorenzo incide en la paradoja: fue un zamorano, Florián de Ocampo, quien echó por tierra la teoría numantina y un soriano quien probó la autenticidad del ladrillo. Lo único cierto es que el vestigio romano hoy se encuentra en un lugar tan inaccesible e ignoto como la propia Atlántida.