Decía el novelista francés Balzac que "lo mejor de la vida son las ilusiones de la propia vida". Ilusiones que pueden incluso estar hechas de plástico, helio y colores. Los consideran vendedores de sueños. El rostro de los niños cada vez que reciben un globo es buena prueba de ello. Pero una vez recogen sus carros y dejan las calles del centro de la ciudad, esa ilusión deja paso a la realidad. A la más cruda realidad. Es la otra cara de las fiestas. Tan solo unos cientos de metros separan su lugar de trabajo, en la plaza Sagasta y en La Marina, de las furgonetas donde han vivido durante todas las Fiestas de San Pedro.

Eran cinco: un matrimonio con dos hijas, de 21 y siete años, y un chico de 17. Todos arriman el hombro durante estos días. Su vida durante estos días se puede asemejar a la de otros muchos trabajadores que viajan de ciudad en ciudad buscándose el sustento. Un día a día duro, muy duro, del que no se quejan.

Ni siquiera piden nada. Dicen estar acostumbrados a una vida que transcurre entre los puestos y las dos furgonetas aparcadas junto al mercado de Abastos. Sin agua, sin luz y sin saneamiento de ningún tipo. Una vivienda provisional en plena calle en la que han dormido cada día al terminar su maratoniana jornada de trabajo.

Y la ola de calor no ha ayudado, precisamente. Sus furgonetas, aparcadas a pleno sol, acumulaban el calor de todo el día, así que cuando volvían a descansar, cuenta el padre, la temperatura era altísima. "Muchas veces no podíamos ni entrar. Descansar se convertía entonces en tarea casi imposible".

Tampoco ha ayudado que tuviesen que dormir en una especie de literas, unos junto a otros, casi sin espacio, y rodeados de todos sus enseres; desde botellas de agua, hasta las toallas que usan para asearse tendidas en cuerdas. La comida, la ropa y los zapatos ocupaban el resto del espacio. Cuentan que vienen de un pueblo cercano a Oviedo. Allí es donde el padre trabaja para el ayuntamiento de la localidad donde residen, pero lo hace de forma esporádica. Un sueldo insuficiente para mantener a toda la familia. Es por eso que desde hace unos años vienen a Zamora durante las fiestas, ya sea San Pedro, Navidades o Semana Santa. Es la época del año cuando más venden.

Llevan viendo desde hace más de una década por una casualidad de la vida; la ITV de un coche. Desde entonces, no han faltado a su cita con los zamoranos. Incluso el padre dice que, aunque cada vez las ventas son menores, le daría pena no venir. Es casi, casi una tradición en la familia. Una tradición que el hijo mayor espera no seguir; quiere estudiar un módulo de formación, quizá para ser administrativo, quizá para ser informático. Dice que no lo tiene claro aún.

¿Y cómo vive la niña de siete años una semana en una furgoneta? "Pues lo vive como un juego", comenta el padre. "Para ella es como una aventura".

Comer cada día no ha sido lo más complicado, cuentan. Lo han hecho en las casetas de las fiestas repartidas por toda la ciudad. Sí lo ha sido no tener luz, aunque dicen que se han arreglado con la propia luz de la furgoneta y el mechero del automóvil, donde recargaban el teléfono. Para asearse se han tenido que ir cada día hasta la Ciudad Deportiva. "Nos han tratado bien. Son gente muy amable".

Aseguran estar acostumbrados a vivir así. Tampoco les queda más remedio. "La gente se ha portado bien con nosotros", incluso los empleados de la ORA les han echado una mano porque, cuenta el padre, saben de sus maratonianos jornadas. "Acabamos muy tarde de trabajar y no podemos levantarnos a poner el tique a primera hora". Aun así, la familia acumula un montón de billetes impresos, prueba del dinero que tienen que pagar cada día por estacionar en el centro. Tampoco se quejan de los requisitos que le exigen desde la administración para vender en la calle. Todo se lo toman son resignación.

Porque mientras muchos han pasado estas fiestas divirtiéndose, otros han estado trabajando sin descanso, muchas veces, en condiciones poco dignas. El año que viene volverán para vender ilusión.