La Tarasca del Corpus Christi zamorano es un conjunto alegórico que representa el triunfo de la Fe y de la Eucaristía sobre el pecado -encarnando el viejo mito de la lucha entre el bien y el mal-, y que formó parte del aparato festivo, que rodeaba -y desde su recuperación rodea-, la celebración de la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo.

La primera referencia documental que disponemos de la Tarasca en nuestra ciudad es de 1593, cuando el concejo y el cabildo de la Catedral acuerdan la realización mancomunada de cuatro gigantes, una tarasca y una "farsilla". El conjunto actual es obra del imaginero zamorano Ramón Álvarez Prieto, quien la realizó en 1886 siguiendo, tal y como figura en el contrato, los patrones de la anterior: una figura alegórica de la fe, con los atributos habituales -vestidura blanca, una cruz a modo de bordón y los ojos vendados-, sobre un monstruo en forma de dragón. En este caso la cruz está rematada en punta de lanza, y de ella pende una bandera o vexilo carmesí acabado en puntas, a forma de lábaro, con las armas de la ciudad que costeó su hechura; en la otra mano porta un cáliz -atributo que no está presente siempre en las alegorías de la fe-, en referencia a la Eucaristía.

Habitualmente las tarascas barrocas, documentadas tanto en Europa como en la América Hispánica, estaban formadas por una o varias figuras denominadas en ocasiones "tarasquillas/os", a lomos de una monstruo, bicha, dragón, hidra o sierpe. Ambas figuras representaban al mal y encabezaban la procesión, junto a gigantes y cabezudos -y otros personaje del cuerpo grotesco del cortejo-, de la misma forma que en los triunfos" de la antigüedad los cautivos de guerra desfilaban delante de los vencedores. De esta manera se explicitaba -de forma simbólica y didáctica-, el dominio de la Iglesia y la Eucaristía triunfantes sobre el pecado y la herejía, uno de los principales axiomas del programa contrarreformista.

Sin embargo, como hemos visto, la zamorana presenta una iconografía singular que contrasta con las habituales tarascas barrocas. Suponemos que en el siglo XVIII -tiempo en el que la jerarquía ilustrada cuestiona con virulencia el papel de estos elementos en la procesión del corpus-, es el momento en el que la tarasca zamorana sufre una reinterpretación iconográfica que sustituye al tarasquillo/a por una figuración alegórica de la fe venciendo al pecado. Tan solo conocemos dos referencias similares que siguieran este patrón, ambas granadinas (una de ellas, recreada en 2007 para la exposición "Andalucía Barroca" en su capítulo "Fiesta y Simulacro", se conserva en la Colegiata de Antequera). Quizás esta evolución concedió a nuestra tarasca unos años más de vida, antes de las políticas censoras del obispo ilustrado D. Antonio Jorge y Galván -a partir de 1767-, y de la Real Cédula expedida por Carlos III en 1780 que prohíbe su presencia en todo el reino.

Cierta tradición académica ha identificado a la figura de la tarasca zamorana con santa Marta, siguiendo una vieja leyenda de origen provenzal, ambientada en Tarascón, y popularizada por Jacopo de la Vorágine en su "Leyenda Dorada". Aseveración a todas luces errónea por más que el término castellanizado "tarasca" derive del protagonista de dicha leyenda: "la tarasque", quizás el más popular de los monstruos procesionales franceses.

Los argumentos son varios:

1. Desde el punto de vista documental no existe ninguna referencia que pueda vincular esta figura con santa Marta.

2. Contextualmente santa Marta no cuenta con un panorama devocional relevante en la ciudad más allá de la titularidad de un convento de terciaras (que finalmente absorbe Santa Marina -curiosamente otra santa asociada a un mito de lucha con un dragón-), y una pequeña iglesia que pudo dar nombre a las Peñas de Santa Marta.

3. Desde el punto de vista hagiográfico santa Marta no mata al dragón con una lanza, lo amansa asperjándolo con agua bendita y lo lleva a Tarascón donde es derrotado.

4. En cuanto a la iconografía, la figura zamorana no presenta los atributos propios de la santa (llaves, hisopo y acetre -con agua bendita-), y sí los atributos de la alegoría de la fe (vestidura blanca -ahora perdida- y cruz en la mano). Tan solo carecería de la venda en los ojos -- que hace referencia al carácter ciego de la Fe-, aunque sabemos que la tarasca anterior a la "replicada" por Ramón Álvarez, y que conoció Cesáreo Fernández Duro, sí la llevaba, elemento que pudo perderse con el tiempo dada la fragilidad de este tipo de atrezzo. Por el contrario, desconocemos cual era el vexilo original (quizás una bandera blanca orlada por una cruz roja de san Jorge).

Ni si quiera en Tarascón, cuya referencia se esgrime siempre para defender la identificación con santa Marta, ésta figuraba sobre el monstruo, sino que era encarnada por una niña que tiraba del monstruo con una cuerda. Cierto es que en los últimos años se ha vestido a la figura de la fe de forma extraña -perdiendo su vestidura blanca-, alejándola de los patrones iconográficos que le corresponden e incluyendo elementos folclóricos innecesarios que dificultan su lectura simbólica.

En conclusión, argumentar que la figura de la tarasca zamorana es santa Marta sería afirmar que Ramón Álvarez carecía de los conocimientos más básicos de iconografía, que era precisamente, como sabemos, uno de sus mayores activos.

No nos sorprende demasiado la confusión popular, por cuanto de todos los mitos de lucha entre dragones y santas, quizás el de santa Marta sea el más popular. Lo que sí nos parece significativo es como se sigue propiciando -y multiplicando en la Red-, el tópico en contextos más institucionales, asunto, este de la posverdad asociada a nuestra historia cultural, que debería hacer reflexionar, si no a la entidad encargada de su promoción y divulgación -responsable en parte de la difusión del error-, al menos al titular de su propiedad y conservación.

* Más información en: SÁNCHEZ DOMÍNGUEZ, Rubén: "Algunas consideraciones sobre la tarasca del Corpus de la ciudad de Zamora", en CASQUERO FERNÁNDEZ, José Andrés: Homenaje a Antonio Matilla Tascón, Zamora, Instituto de Estudios Zamoranos, 2002, pp. 577-600.