Dentro de la cuenca drenada por el modesto río Talanda, el término de Argujillo ocupa un retazo de los fecundos espacios de la vega y, a su vez, los ascéticos cerros circundantes. El propio pueblo extiende su casco urbano por las dos orillas del cauce fluvial, pero lo hace de manera asimétrica. Casi todas sus casas se sitúan en la suave ladera de la margen derecha, quedando al otro lado un barrio mucho menor. Entre medio, junto a los bordes del propio río, permanece una cinta de verdor, con frondosas alamedas y adustos cañaverales.

Al llegar desde Zamora, tras el empalme de la carretera, accedemos por la calle de Armando Zurdo. Contigua a esa vía, pero sin comunicación directa con ella, se sitúa la Plaza de Toros, de propiedad municipal. Es un coso bastante rudimentario y un tanto decrépito en nuestros días; invadido por los hierbajos. Sus muros están construidos con bloques de cemento, prolongados hacia lo alto por una empalizada de madera. Su existencia testifica la entusiasta afición a la tauromaquia de la localidad, tan común a todas sus vecinas.

Nada más pasar el puente, lindando con el lecho acuático, se extiende un amplio parque, un soto parcialmente ajardinado. Allí encontramos una vetusta fuente, cuyo manantial queda protegido por una bóveda pétrea secular, que en nuestros días asoma muy poco del suelo. Para proporcionar mayor solidez al conjunto le agregaron un forro externo de hormigón. A sus orillas han montado una especie de pilar de ladrillo, con caño, en el que incrustaron ciertas tallas ornamentales cinceladas en piedra. Debido a la escasa dureza de ese material los motivos reproducidos se encuentran muy deteriorados, reconociéndose malamente la figura de un león, un escudo y una especie de cabeza de animal indefinido.

Un poco más adelante se abre la Plaza Mayor. Es un área pública noble y grata, bien pavimentada, de planta rectangular y con una estética farola de varios brazos en su centro. Queda presidida por el ayuntamiento, albergado en un sobrio inmueble de dos plantas, levantado en el año 1885. Su fachada es de sillería, obtenida con la dorada piedra arenisca de la comarca, fácil de labrar pero excesivamente blanda. Dispone de tres vanos en cada piso, cuyos dinteles marcan un arco rebajado de leve curva. Cargando sobre los tejados asoma un diminuto ático en el que se cobija el reloj público. Los demás costados de la plaza están ocupados por viviendas tradicionales. Una de ellas muestra labores decorativas de cantería y otra diversos frisos de esquinillas generados con ladrillo. También encontramos casas tradicionales interesantes en otras zonas del pueblo. En general fueron creadas a lo largo del siglo XIX y principios del XX. Esos momentos de mayor actividad edilicia han de estar relacionados con los destrozos provocados por los franceses en la Guerra de la Independencia. Queda constancia de que los soldados de Napoleón saquearon el pósito e incendiaron la localidad entera. Aún así, en el aspecto urbanístico actual dominan los edificios de nueva hechura, de buena calidad, testimonio del bienestar y progreso de nuestros tiempos.

Otro recinto público importante es la plaza de la Ermita, engalanada con un jardinillo circular bien grato. Su nombre insinúa que en sus solares hubo de alzarse algún oratorio secundario, tipo humilladero, del que no queda ningún vestigio. Tal capilla ya había desaparecido en el siglo XIX, pues no figura en las guías diocesanas de esa época.

La iglesia, titulada de la Asunción, se ubica en una zona baja. Queda enaltecida con un espacio ajardinado ante su fachada. Es un monumento de grandes dimensiones, de estilo renacentista, creado en el siglo XVI. Posee una cabecera poligonal, crucero poco marcado y amplia nave. En su exterior descuella la portada, protegida por un generoso tejadillo. Exhibe un arco de medio punto enmarcado con diversas molduras y, además, por un par de delgadas columnas sobre las que carga una bien marcada imposta. Arriba, a modo de remate, se abre una hornacina, carente de imagen en nuestros tiempos. Adosada al costado del poniente, la torre, más moderna que el resto, es un hermoso campanario de planta cuadrada. En su construcción intervino el arquitecto Juan de Mazarrasa. Su cuerpo superior posee un amplio vano en cada cara, coronándose con una esbelta cúpula de planta octogonal, concluida en 1819.

El interior del templo impacta por su amplitud y su armonía. Los muros se presentan enjalbegados, contando como cubiertas con bóvedas lisas. De esas techumbres destaca la de la capilla mayor, pues se muestra gallonada, enaltecida con dibujos geométricos y guirnaldas vegetales. Perduran documentos que indican que estas techumbres fueron rehechas en el 1874. De todos los retablos descuella el del altar mayor, de un barroquismo avanzado. Exhibe estrías helicoidales en los fustes de sus columnas y un complejo ático semicircular. En su nicho central se entroniza la figura de Santa María, serena y noble, dejando a los lados otras imágenes y lienzos pintados. En un retablo secundario situado en el brazo norte del crucero se da culto a Nuestra Señora de la Salud, talla vestidera a la cual rinden intensa devoción. La llaman también Virgen de la Pega, porque en tiempos pasados, una fervorosa criada a quien acusaban de ladrona, se postró desolada a rezar ante la imagen pidiendo ayuda. Su súplica fue escuchada, pues las valiosas joyas que faltaban del dormitorio de su ama se hallaron en el nido de una urraca. Ese insolente córvido las había robado mientras se ventilaba la habitación. Otros favores y milagros enumeran, además del ya citado. Por ello, a su fiesta, que se celebra el 9 de febrero, acuden numerosas gentes de toda la comarca. Muy propio y peculiar es que, en las paradas que se hacen en la procesión, suban a los niños pequeños sobre las andas para lograr la protección de la Reina de los Cielos sobre tan inocentes criaturas.

Asimismo resulta interesante la figura del Cristo de la Oliva, cobijada en un retablo churrigueresco situado a la otra mano. Es una creación gótica, tal vez del siglo XIV, que muestra al Redentor ya muerto, con la cabeza apoyada sobre uno de los hombros. En otro altar contiguo admiramos la escultura de la Inmaculada, de largos cabellos y mantos rígidos, muy voluminosos. Notable calidad poseen los paños o sargas con escenas de la pasión colocados en el coro. En uno de ellos se lee que los dio de limosna Alonso de Casaseca en el 1672. Destacan por su buen dibujo y por su policromía. Atendiendo finalmente a otros detalles, en un nicho horadado en uno de los muros descuella la pintura de la Anunciación, con la Virgen sorprendida ante la aparición del arcángel, en escena presenciada por Dios Padre. También es pieza valiosa la pila del agua bendita, decorada con estrías torsas rellenas de bolas.

Dispuestos a caminar por el campo libre local, partimos hacia el sur desde la calle Manteca. En una compleja encrucijada salen dos caminos casi paralelos, de los cuales optamos por el de la derecha. Atrás dejamos unas últimas casas a las que siguen ciertas tenadas. Ascendemos una pequeña cuesta para avanzar después por espacios ondulados divididos en amplias parcelas. Las tierras, de regadío unas y las más de secano, muestran su fecundidad. Entre ellas, ocupando lindones y baldíos, hallamos almendros y una hilera de frutales. Desde una zona alta se domina un amplio entorno. El pueblo se agazapa humilde entre las alamedas, asomando con gallardía por encima de los tejados la ya citada torre de la iglesia.

La rígida dirección hacia el mediodía que llevamos se altera con una suave curva, tras la cual enfilamos hacia el suroeste. Abajo penetramos en un vallejo drenado por el arroyo denominado Gavia de los Carriles. Las riberas de tal regato, que desagua a corta distancia en el Talanda, están pobladas de sauces, escaramujos, zarzas y rebrotes de negrillos, formando una continua cinta vegetal. Aprovechamos esa depresión en nuestra marcha, para lo cual viramos hacia la izquierda en el primer empalme. Nos aproximamos así a la base del emblemático teso de los Carriles. Ese altozano posee formas peculiares, cual si fuera un espolón orográfico bastante abrupto, en valiente avanzadilla hacia occidente. Además, su cumbre aparece sombreada por un puñado de esbeltos pinos piñoneros. A continuación vamos progresivamente ganando altura. Las cuestas de ambos lados, sobre todo las fronteras, se presentan áridas y desnudas, mostrando a trechos los estratos rocosos que constituyen sus entrañas.

Después de superar una vaguada oblicua alcanzamos un camino transverso, llamado del Cuco, por el que viramos hacia el oriente. Rozamos, sin llegar a ellos, los confines meridionales del término, en contacto con los de Villamor de los Escuderos, de los que nos alejamos en el siguiente cruce para iniciar ya el retorno. Son estos parajes una especie de páramo alto y dominante desde el cual se controlan amplísimas panorámicas. Todo el contorno manifiéstase como una compleja sucesión de lomas y hondonadas. En una relativa lejanía emergen la Parva de Avedillo y el Monruelo. Estos dos alcores, de formas inconfundibles, se hacen presentes por su aislamiento y por poseer una mayor altura. Bien apreciable, el valle del Talanda destaca por los sotos arbóreos que pueblan sus fondos. Distinguimos los cuatro pueblos cobijados en su cuenca, idílicamente distribuidos a distancias regulares. Son éstos: El Maderal, el propio Argujillo, San Miguel de la Ribera y El Piñero. Atendiendo a detalles más cercanos, existen amplias viñas, alguna de cepas viejas. Un tanto singular resulta un pinarcillo que se recorta en el horizonte, con las copas mutiladas por ventarrones y celliscas. Solitario en una loma, un viejo nogal deja asomar esqueléticas ramas secas por encima de los densos rebrotes inferiores.

De vuelta hacia el pueblo topamos con las amplias naves y cobertizos de la finca Juangato, dedicada a la cría de ganado vacuno. Las reses, bien visibles desde lejos, deambulan en semilibertad por amplios espacios acotados con vallas metálicas. Los rótulos de su puerta indican las razas avileña y negra ibérica de esos ganados. Relativamente cerca de esa explotación, pasamos a orillas de otra designada como El Carmen. Concluimos el recorrido penetrando en el casco urbano por una vieja e irregular trocha limitada por tenadas pecuarias. En un altozano, a mano derecha, quedan las bodegas tradicionales.