Múltiples son los atractivos que posee Muelas del Pan, tanto en su casco urbano como dispersos por su amplio término. Los propios de la Naturaleza adquieren una notable grandeza, con parajes sumamente quebrados, profundos despeñaderos tajados por la incesante erosión del río Esla Sobre ellos, las actividades humanas agregaron obras admirables, formándose así uno de los conjuntos más pintorescos y sobresalientes de toda la provincia.

El propio pueblo se emplaza justo en el reborde entre las rasas meseteñas y las tremendas cortadas creadas por el citado río Esla. Participa así de dos realidades orográficas muy dispares, beneficiándose de ambas. Al recorrer con calma las diversas calles vemos que, a pesar de mantener numerosos edificios tradicionales, predominan las casas de nueva construcción, originando una grata imagen de progreso y bienestar. Uno de los edificios más modernos y funcionales es el del ayuntamiento, situado en la zona más alta y despejada. Consta de dos bloques cúbicos de diferente tamaño, comunicados entre sí por un cuerpo menor donde están los accesos. Por delante se abre la Plaza Mayor, en la que han colocado diversos elementos decorativos, entre los que destaca un carro tradicional. Bien cerca se ubica la Cruz de San Roque, un alto y sobrio crucero, tallado en granito, que es el único vestigio de una ermita desaparecida que estuvo dedicada a ese santo protector contra las pestes.

En zona baja, lindante con las huertas, la iglesia parroquial es un templo cuyos orígenes arrancan del siglo XII. De esa época primera conserva un arco en su fachada septentrional, cuya arista está suavizada por un bocel. Es probable que sea la archivolta externa de una portada a la que suprimieron las otras partes y cegaron en su parte baja para servir actualmente de ventana. La espadaña, tosca y recia, con dos vanos para las campanas, también pudiera ser románica.

El interior se forma con arcos fajones de distintas épocas sobre los que se sujeta una sencilla techumbre de madera. El retablo mayor es sin duda la pieza artística más valiosa ahí guardada. Es una creación renacentista, del siglo XVII, mixta de talla y pintura, con columnas corintias de fustes decorados con grutescos en su tercio inferior y estriados en lo demás. Desde el centro destaca la imagen de Santiago peregrino, titular de la parroquia y, ya en el ático, las tres tallas del calvario. Entre los lienzos que completan el conjunto llama la atención el que reproduce al apóstol cabalgando en la batalla de Clavijo.

Gran importancia tuvo la artesanía alfarera en el pasado, cuya actividad duró hasta la década de 1960. Elaboraban ollas, barrilas, cántaros, pucheros, crisoles, cazuelas..., de una belleza y elegancia dignas de resaltar. Afirman que la vajilla que utilizó la reina doña Juana la Loca en su encierro de Tordesillas procedía de aquí. Nada extraña que el propio pueblo fuera conocido en el siglo XVIII como Muelas de las Ollas. Para retener e impulsar la memoria de esa pretérita producción existe un interesante museo en el que se exhiben numerosas y variadas piezas, vidriadas o no; un admirable compendio de la perfección aquí lograda.

Saliendo ya a los diferentes parajes del término, preciso es destacar en primer lugar la presa del embalse, compartida con el vecino pueblo de Ricobayo. Creada a partir de 1929, posee 93 metros de altura y 220 de longitud, generando un lago de 1145 hectómetros cúbicos. Además de las consiguientes centrales hidroeléctricas, es obligatorio reseñar el aliviadero o cazuela, cuya estabilidad supuso grandes quebrantos a los ingenieros que lo diseñaron. Ver precipitarse las aguas por él, en momentos de lluvias copiosas, es un espectáculo impactante.

Anejo a las instalaciones de la presa construyeron un poblado para los trabajadores, en el que descuella la magnífica calidad de las viviendas. Su iglesia se proyectó con nobleza, destacando la escultura de San José de la fachada, además de las vidrieras y ciertas imágenes del interior.

Aguas arriba, sorprende la audacia del moderno puente al servicio de la carretera a Portugal. Fue tendido en 1995, contando con un solo vano de 170 metros de luz. Su apoyo en la margen izquierda es el cerro sobre el que se emplazó en tiempos prerromanos, hace unos dos mil quinientos años, un importante poblado, el Castro de San Esteban. Se conservan ciertos retazos de sus murallas, además de haberse hallado en sus solares esculturas zoomorfas, estelas y otros diversos elementos arqueológicos. Tan importante asentamiento prehistórico no se abandonó tras la conquista romana y fue reocupado entre los siglos V y VI en las luchas entre suevos y visigodos.

En el centro, probablemente sobre un recinto de cultos pagano, se sitúa la ermita del Santo Cristo, la cual aprovecha en sus muros diversas piedras mucho más antiguas. Es un santuario sencillo, formado por cabecera cuadrada y nave más baja, que padece de problemas de estabilidad que anhelamos lleguen a atajarse. En su interior se da culto a una imagen gótica del Crucificado, a la que denominan el "Emberronado" debido a una leyenda que señala que se negó a pasar el río, inmovilizando la carreta en la que lo transportaban. Había elegido este lugar como destino y defendió tozudamente tal deseo. Es el lunes de pascua cuando se llega procesionalmente aquí en venturosa romería.

Dispuestos a realizar una de las diversas y posibles rutas, optamos por la senda que nos lleva hasta el paraje conocido como Castil de Cabra, un enclave que se asoma a los arribes más bravíos del propio río. Para ello tomamos las proximidades de la iglesia como punto de partida. Justo por delante de su entrada arranca hacia el oeste un sendero que cruza la fértil hondonada donde se situaron los huertos más fecundos, abandonados mayormente en nuestros días, sombreados por pujantes arbolillos. Tras superar esa depresión, accedemos a campos libres y despejados, para converger allí con una pista principal que se dirige hacia el norte, hacia el barrio de los Toledanos y el poblado de la Central.

El depósito de aguas puede servirnos como referencia. Avanzamos pocos metros por esa vía, ya que en lo alto de una loma, en un complejo cruce allí existente, tomamos el ramal que se dirige hacia el oeste. Desde este punto elevado se consienten amplias panorámicas sobre todo el contorno. En pueblo se nos presenta idílicamente escalonado en una ladera, con la iglesia en la zona más baja. El profundo surco creado por el río se aprecia con claridad, pero, dada su vastedad y angostura, no llegamos a atisbar sus fondos. Tampoco vemos la presa, sin embargo por todos los lados cruzan los tendidos de alta tensión que distribuyen hacia lejanos destinos la electricidad aquí producida. A lo lejos se distinguen las planicies de Sayago y Tierra de Alba.

Descendemos decididos por una trocha que en los mapas va rotulada como camino de Moramiana. La seguimos fielmente, despreciando ramales de parten por ambas manos. El paraje se torna progresivamente más agreste, apareciendo ante nosotros una escabrosa pedriza. La accidentan espectaculares berruecos entre los que prospera una vegetación formada sobre todo por escobas, piornos, barcegos y cantuesos, que en los momentos de la floración transforman todo el espacio en un paraíso multicolor.

Las escuelas de montañeros zamoranas aprovechan estas sendas para llegar a los cortados inferiores, sobre los que realizan prácticas de alpinismo. Anteriormente, por aquí bajaban los carros que llevaron los materiales precisos para las obras de una de las centrales primitivas. Un retazo de empedrado, protegido con sólidos muros de contención, es testimonio de ese tránsito.

Los amontonamientos de rocas adoptan multitud de formas y disposiciones, con peñas cabalgueras, boquetes, setas gigantescas, torreones, pasadizos, cazoletas..., todo un conjunto de apariencias que estimula la fantasía. El paisaje resulta caótico, desmedido. Numerosos bolones, en aparente inestabilidad, parece que vayan a precipitarse con el empuje de la más suave brisa. Estos canchales intrincados constituyen uno de los espacios más abruptos y vistosos entre todos los de la provincia. A los más escarpados, a los de caída en vertical, se los conoce con el nombre de pizarros.

Destacan los de Pecotino, Moramiana, Pereros, Madroñal... Atendiendo a otros detalles, topamos con algún enebro y también con un frondoso madroño, único de su especie en estos recintos. Abajo, a mano derecha, en una especie de cerrado cuenco, con finca alrededor, divisamos un viejo edificio, la casa del tío Daniel. En aquellas profundas soledades residió, con toda su familia, el personaje de ese nombre.

Descendemos a los fondos de un angosto vallejo, el de la Planchuela, justo en el enclave en el que se une con otra hondonada más principal recorrida por el arroyo de los Molinos. A nuestra derecha se yergue un llamativo peñascal, el abrupto pizarro del Portal de Belén. Como referencia para distinguirlo, sobre su cima carga una torreta de alta tensión. La tradición asegura que una de sus cavidades evoca la cueva o establo donde nació Jesucristo.

Cruzamos el regato por un puente formado con un sólido lanchón, para ascender por cuesta empinada hacia el promontorio contiguo, ese de Castil de Cabra que tomamos como meta. Existe ahí un mirador asomado a los abismos del Esla, con un par de cadenas actuando de pretil. Las vistas panorámicas hacia el cañón fluvial son imponentes, soberbias, con el lecho acuático custodiado por cantiles cortados en vertical. Al lado, sobre la cima del propio cerro, debió de existir otro asentamiento prehistórico, otro castro. Algunos hallazgos arqueológicos así lo confirman. Ciertos lienzos de pared tal vez sean parte de sus ancestrales murallas.

Para el retorno optamos por subir por la propia depresión secundaria que antes hollamos, con unos chopos muy arriba. Pasamos así por las cercanías del prado de Fanales y junto a la vetusta fuente de Valdemolinos. Preciso es contemplar ese venero, pues su depósito queda protegido por una recia bóveda de medio cañón, con un aspecto secular muy acusado.

Hacia el mediodía, quedan otros rincones que merecen nuevas rutas. Uno de ellos es la Casa del Parabolé, una amplia cavidad donde se puede refugiar un rebaño entero. Tanto o más interesante es el supuesto santuario de Peña Buracada, roca con un agujero que pretendieron cristianizar tallando una cruz en un bloque inmediato.