Cuando el pasado 15 de abril, el fuego devoraba la cubierta de la Catedral de Notre Dame de París, un sentimiento inicial de incredulidad dio paso al dolor y a la frustración para muchos. ¿Quién no guarda entre sus fotografías un retrato junto las torres del edificio gótico más célebre del mundo? La caída de la icónica “flecha” de 93 metros de altura recordaba aquella tarde del 11 de septiembre de 2001 cuando, pegados a la pantalla del televisor, vimos derrumbarse, una seguida de la otra, las Torres Gemelas de Nueva York.

Es curioso. En este caso, éramos conscientes de que no habría daños humanos, de que la única víctima era la propia catedral de la Île de la Cité. Pero las llamas causaban una sensación de angustia y, en mi caso, otra de sorpresa: la admiración y el cariño de millones de personas en todo el mundo hacia nuestro patrimonio, muchas veces olvidado y en ruinas.

El caso de Notre Dame tenía un aliciente especial. No es que los edificios románicos se erigieran para luchar contra el fuego, pero sus acostumbradas bóvedas de piedra parecen todavía hoy sólidos muros contra cualquier incendio. El gótico trajo, precisamente, el cambio de ese “equilibrio de pesos” por otro “de fuerzas”. Los edificios nacidos en torno a la Île de France parisina en el siglo XII eran, en realidad, frágiles cajas de luz que estiraban sus muros en un loable intento de alcanzar el cielo. En el interior, cristales de colores se encargarían de filtrar la luz para fabricar un espacio ficticio, sagrado. Los arbotantes exteriores ayudarían a estabilizar lo que, en el fondo, eran auténticos castillos de naipes. Ver caer parcialmente Notre Dame provocaba una sensación de compasión frente a la fragilidad de quien nada puede hacer por evitar la tragedia. Pero resistió, quizá por su carisma de siglos.

En mi caso personal, el incendio de Notre Dame me transportó varios años atrás, cuando me encontraba en la tarea de investigación para escribir mi libro “El último claustro”. Enfrascado en averiguar el origen del célebre claustro de Palamós -todavía hoy nadie ha probado su verdadera procedencia-, tuve una reveladora conversación con el historiador Florián Ferrero, que por entonces preparaba una conferencia sobre la Catedral de Zamora en las jornadas Arte en Zamora de la UNED. Ciego como había estado hasta el momento, mirando hacia Salamanca, Segovia o Burgos para encontrar el vacío que habían dejado las galerías, Florián puso ante mis ojos una pista mucho más cercana que merecía ser explorada. El claustro de la Catedral de Zamora había ardido, como Notre Dame, el 23 de junio de 1591. ¿Dónde habrían ido a parar sus arquerías y capiteles? ¿Serían las que hoy reciben la luz de la Costa Brava en Palamós?

Por fortuna, un clérigo con alma de periodista, de cronista, se preocupó por escribir lo que allí aconteció. Guadalupe Ramos de Castro exhumó aquel valioso documento de hace cuatro siglos para incluirlo en su libro “La Catedral de Zamora”. Y ahora Florián rescataba la que yo di en llamar “La desgraciada aventura del mozo pirómano”, un relato que no me resistí a adaptar en el inicio del segundo capítulo de “El último claustro”. Con las desoladoras imágenes del fuego en Notre Dame aún en la retina, no me resisto a compartir lo que aconteció aquel lejano y desgraciado domingo en Zamora.

“En el claustro de la Catedral todo estaba listo para la celebración de las vísperas de San Juan Bautista. El imponente atrio románico lucía un brillo especial gracias a los vistosos colores de las flores que lo adornaban, el romero cubría casi al completo los arcos y en cada hueco figuraba un santo de bulto. En el remate superior de la construcción podían apreciarse cuatro lienzos y de las paredes colgaban tapicerías buenas de seda. Bajo la techumbre se habían situado retratos y lienzos de muy buena mano, mientras que en los rincones se erigían tres arcos triunfales, armados sobre seda de colores, cubiertos de muchas hierbas y flores. En la parte inferior de los arcos podían apreciarse varios altares, muy ricamente aderezados junto a joyas y piezas de plata. De las paredes se suspendían doseles y colgaduras de terciopelo, algunas de ellas ornadas con oro. Y en una esquina podía escucharse el constante murmullo del agua en una fuente artificial que parecía muy bien.

El cabildo se había esmerado tanto en la decoración del patio para la celebración de la Octava del Corpus que acabó decidiendo que las flores y los ricos ornamentos acompañaran las celebraciones de la tarde y del día siguiente. A las tres en punto, tras el rezo de vísperas, el obispo y los miembros del cabildo salieron en procesión por el claustro. Pero quiso el infortunio que a los pocos minutos de caminar por el bello recinto, un mozo de coro que portaba uno de los ciriales delante de la cruz se volviera, atraído por el rumor del agua de la fuente. En un descuido, el joven pegó la vela a un arco y prendió fuego a los adornos de hierba y romero, secos ya en extremo después de varios días expuestos. El caso es que dentro de un credo el incendio se propagó sin remedio. Los curas, estupefactos ante el desastre que se cernía sobre el patio, no hallaron mejor idea que atacar las llamas con varas y espadas, lo que fue parte para que el fuego se extendiese con mayor rapidez. Ante tal voracidad, los religiosos decidieron replegarse hacia la iglesia, procurando en la maniobra descolgar las piezas más valiosas que estaban situadas junto a la puerta, aunque solo consiguieron salvar cuatro o cinco paños del obispo.

Por lo apartado de la Catedral, la alarma tardó en llegar a la ciudad y la ayuda se hizo esperar. Entretanto, los clérigos se afanaban en frenar el fuego con tal de impedir que penetrase en el interior del edificio. Desesperados, optaron por derribar las puertas que separaban el claustro de la iglesia. «¡Si no detenemos el fuego, las llamas alcanzarán el coro y se incendiará el templo al completo!». En efecto, el Infierno en persona se cernía sobre la sillería de madera que con tanto esmero había fabricado el maestro Juan de Bruselas y que a este paso no alcanzaría el siglo de vida.

El incendio era de tal magnitud que el aire que lo atravesaba no tuvo piedad con el reloj de la Catedral. El enorme aparato cayó a plomo en el interior de la torrecilla que lo sustentaba, ante el pánico de los presentes por que acabara arruinando gran parte de la iglesia, algo que, gracias al Señor, no llegó a ocurrir.

Lo recio del fuego duró hasta las seis de la tarde, cuando comenzó a perder fuerza. Para las diez de la noche, siete horas después del descuido del monaguillo, el incendio había sido totalmente extinguido. La tragedia, sin embargo, se cobraba la vida de cuatro personas que perdieron la batalla ante la asfixia y las quemaduras. Los cuerpos de tres de los fallecidos aparecieron hacinados en el hueco de una capilla: el racionero Peña, que intentó hasta el final salvar las valiosas piezas expuestas en el patio; el canónigo Durán, quien no supo orientarse entre el humo por la falta de un ojo y un criado del cabildo. Días más tarde moría un capellán, hombre ya de días que no superó el pánico de aquel infierno”.

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