Cerramos nuestra semana de pasión con la celebración de la Pascua. Y no me refiero precisamente a la procesión de la Santísima Resurrección, sino al hecho histórico y creyente de la resurrección de Cristo como acontecimiento verdaderamente relevante y personal. Y aquí la clave. Con ella se pone fin un año más a diez días de Pasión, vividos cada vez con más preocupantes síntomas de desorientación. Quizá porque cada año somos más ajenos a lo que celebramos. Por eso, creo que siempre es oportuno mirar con ojos nuevos la realidad y reconsiderar lo que tenemos entre manos. A pesar de que algún escribiente se empeñe en decirnos cómo tienen que ser las cosas, y no soporte que otros hagan lo propio refiriendo lo que las cosas, de hecho, son.

Pensaba estos días, al visualizar la urna petitoria de una hermandad, sobre la cuestión de la acción caritativa en las cofradías -obra social también la llaman con un sesgo más aconfesional precisamente en una entidad confesional por definición. Aunque esta práctica entronca con los orígenes históricos de algunas de ellas, resulta más bien una dimensión adoptada últimamente por las hermandades como para justificar su existencia más allá de la procesión. O quizá porque algo hay que hacer, si bien no concentra ni la mayor parte del tiempo, dedicación, atención, recursos, dinero, ni efectivos siquiera. Esta actividad hace tres o cuatro décadas prácticamente no existía sencillamente porque muchas de las cofradías la vivían ya de hecho, en otros ámbitos generalmente eclesiales, principalmente en las parroquias, a través de sus miembros de forma individualizada. Porque los cofrades de hace tres o cuatro décadas eran practicantes muchos de ellos y llevaban consigo actitudes y manifestaciones objetivables de ser creyentes en Dios y practicantes de la fe cristiana. O, de no serlo o serlo a medio gas, al menos comprendían la escena para representarla, entendían perfectamente de qué se trataba y actuaban -simplemente- en consecuencia. Quizá, sólo quizá, el horizonte más abierto del ejercicio de la caridad en las cofradías sea no tanto seguir ejerciéndola de forma despersonalizada, aportando un montante a alguna institución asistencial con poco compromiso personal, cuanto practicar su ejercicio con los miembros de la hermandad que lo necesitan, para lo cual hay que conocerlos, y entonces dedicarles tiempo y preocupación.

Cercana circunstancia se repetía idéntica en la participación en los cultos. Quizá la presencia de cofrades en triduos, novenas o actos de piedad no iba tan de la mano con el "hay que hacerlo porque toca", sino que más bien, de hecho, esta participación salía de por sí de forma natural, o se daba ordinariamente en la parroquia de cada cual. A día de hoy, finalizando la segunda década de nuestro milenio, aún no percibimos con preocupación la existencia de una fractura abismal entre nuestras cofradías y las mismas de hace tres o cuatro décadas. Una fractura que, lejos de ser accidental, afecta al entramado sustentante de nuestra Semana Santa. Con frecuencia en esta ciudad se recurre al criterio de la tradición como argumento de autoridad, a la continuidad con lo recibido en la Semana Santa, a lo más genuino que nuestros antepasados nos legaron en las procesiones. Sin embargo, nuestros mayores eran creyentes en Jesucristo resucitado y mayoritariamente practicantes? Quizá, sólo quizá, las cofradías deban asumir la tarea -les iría como anillo al dedo para no sucumbir a los ciclos de subidas y bajadas de su propia historia- de ser cauce de evangelización a sus miembros alejados de la fe.

Y en la cuestión del culto público, una vez más pensaba que no acabamos de comprender que las tallas procesionales no son esculturas, sino imágenes de culto. Y, con ello, que la procesión no es lucir una estatua, sino que el mero desfilar es un acto de alta belleza y ya de culto en sí mismo. Y, como todo lo importante, esto requiere hacerlo como procede. Porque, enterémonos, un fondo no es la ocasión para la conversación de bar, ni el paso procesional tampoco es un cochazo espectacular a cuyo discurrir a nuestro lado tengamos que posar con nuestro colega en un entusiasta autorretrato. Tampoco ayuda demasiado el nutrido grupo de fotógrafos que persiguen el paso a su inmediato alrededor durante toda la procesión, asegurándose así constantemente la primera fila y ofreciendo a veces el feo efecto de mosquitos a espantar. Ni ayuda el avasallamiento que se ve sobre algunos pasos en los fondos por individuos con móvil en mano para captar la instantánea genial que nunca jamás haya hecho nadie antes? Porque con todo ello se atisba el riesgo de banalizar lo que decimos importante.

Consideraba también en estos días la valoración de nuestra Semana Santa como espacio de la fe sencilla del pueblo. Por alguna extraña razón, se tiende por nuestras latitudes a sentenciar con vehemencia que para ser zamorano ha de gustar la Semana Santa. Cuando para ser zamorano resta exclusivamente nacer o pacer de largo en esta ciudad. Y se acaba confundiendo la fe sencilla con el ejercicio del zamoranismo localista más folclórico, y los sentimientos de piedad religiosa con el mero recurso a la tradición. Hace unos meses definieron por estos lares, literalmente, la "piedad popular como la manifestación de la sensibilidad creyente del pueblo sencillo". Y así es. Pero no sé si la Semana Santa de Zamora -lo dudo más bien- responde a esta definición. Tengo muchas dudas de que el personal que la integra seamos este referido pueblo sencillo, y más aún que ésta sea una manifestación de la sensibilidad creyente. En la primera cuestión porque no veo demasiada sencillez en la Semana Santa sino más bien muestras de lo contrario: ostentación, notabilidad, protagonismos y personalismos, relevancias, figuroneo liturgista o postureo en definitiva... También postureo de los políticos de turno. (Ya va tocando que se abstengan de participar en las procesiones -y de invitarlos-, haciendo efectiva la separación Iglesia-poder civil). Como tampoco se ve demasiada sencillez en los bares y restaurantes repletos, que reflejan bastante poco tal recurrida austeridad y menos aún las prácticas cuaresmales que entre nuestros tan traídos ancestros eran sencillamente habituales. Ya dice un conocido que con fijarnos en las mesas de nuestros pasos de las décadas de los 20 y 30 del siglo pasado se evidencia que la Semana Santa de Zamora no era austera, sino rotundamente pobre. Y en la segunda cuestión se evidencia más bien tradición sociológica, zamoranismo folclorista o el mero hecho de hacerse -más o menos activamente- partícipe del único acontecimiento por el que esta ciudad tiene alguna relevancia y sale incluso con vitola de ejemplaridad en los medios de comunicación nacionales. Mientras, la diócesis en estado intermitente. A veces recordando lo que le corresponde recordar, y otras simplemente ausente.

Considero que nuestra Semana Santa -los que la integramos más bien- precisa con especial urgencia de un serio proceso de desmitificación. Que ayude a ver con otros ojos lo que realmente hay y no las creaciones inventadas para agrandarlo, recuperando una seña de identidad en declive de nuestra tierra: llamar al pan, pan, y al vino, vino. Que promueva construir sobre hechos y realidades, no sobre artificios creados en honor a la grandeza idealizada de nuestra Pasión. Que ayude a desprenderla de sentimentalismos adheridos y banales en favor de sensibilidad, camaraderías en verdadera hermandad, aplausos y jaleos en hondo y silencioso respeto, zamoranismo -si cupiera- en opción comprometida por esta tierra, postureo en discreción, fiesta y jolgorio en contención y luto, creencia en fe, mera representación teatral en verdadera vivencia religiosa testimonial en las calles. A pesar de que algunos impongan lo contrario o sólo les preocupe obsesivamente el sexo de los cofrades. Una Semana Santa que respire una forma de vivir y considerar la finitud, el sufrimiento, la muerte, el compromiso con la misión asumida hasta la muerte -que son universales humanos- y también la esperanza hasta sus últimas consecuencias.