Aunque no existen barreras naturales categóricas, en la comarca alistana la raya fronteriza entre España y Portugal queda definida por elementos orográficos diversos. Hacia el oeste es el río Manzanas quien la marca en un gran trecho. Luego, por el mediodía, la trazaron por una serie de alineaciones montañosas secundarias, cuales son las sierras de Rompe, Moro, Bruñosino, Bouzas y San Adrián, para empalmar al fin con los Arribes del Duero.

Tomando como punto de partida el pueblo de Vivinera, nosotros vamos a acudir a esa citada sierra de San Adrián, llamada Santo Adriâo en idioma luso. Deteniéndonos primero en el casco urbano, éste se emplaza en una zona plácida y grata. Sus edificios ocupan la cabecera de un valle que, inclinado hacia el mediodía, se profundiza y angosta en poco trecho. El elemento que atrajo a los primeros pobladores hacia ese enclave fue sin duda una copiosa fuente. Tal venero, ubicado en el mismo centro local, sigue manando en nuestros días. Posee un pilar pétreo con el caño y el habitual abrevadero. A escasos metros queda el pozo de lavar. Las aguas han de brotar desde bastante profundidad, pues los vecinos afirman que en invierno salen calientes y en verano resultan sumamente frescas. Alrededor, los diversos inmuebles se escalonan unos tras otros, intercalándose también algunos huertos. Aunque quedan ejemplos de la arquitectura tradicional, la mayoría de las viviendas son de nueva construcción, con lo que, en conjunto, se percibe una agradable sensación de progreso y bienestar.

En una zona alta se sitúa la iglesia. Es un templo modesto y funcional, dotado de una cabecera cuadrada bastante voluminosa. Desde lejos destaca la espadaña, con tres amplios ventanales y agudas pirámides en las esquinas. El acceso al interior se hace a través de un pórtico cerrado en el que se halla la puerta. Hace ya varias décadas tuvieron que desmontar el retablo mayor por hallarse en mal estado. Al retirarlo, apareció tras él otro más antiguo e interesante, pintado directamente en el muro, que es el que ahora se exhibe. Es una pieza de estilo popular, creada en el siglo XVI. En unas largas cartelas, escritas con letra gótica, se lee que lo mandaron hacer para honra del señor Santo Domingo patrón y guardador del lugar. Muestra en su predela diversas santas, entre las que reconocemos a Santa Catalina de Alejandría, Santa Bárbara y Santa Lucía. Más arriba, su cuerpo principal está formado por cuatro escenas de la vida del citado Santo Domingo de Guzmán, el fundador de la Orden de Predicadores, titular de la parroquia. A ellas se agrega otro recuadro con Cristo Triunfante. La arquitectura, figurada, la generan pilastras clásicas sobre las que cargan arcos rebajados. A modo de guardapolvo o marco trazaron una especie de cinta plegada muy decorativa y efectista. Además, rellenando el muro a ambos lados, dispusieron diversas franjas de motivos geométricos realizados con plantillas. La gama de colores utilizada resulta bastante corta, dominando, aparte del blanco y negro, tonos ocres, amarillos y verdes. Aunque el dibujo y la composición distan mucho de ser magistrales, en su conjunto, el efecto estético muéstrase positivo y muy noble. Atendiendo a otros intereses, la pila bautismal, recolocada en el presbiterio, es un gran cuenco de granito ornado con una cruz de brazos iguales y trazos curvos a modo de gallones.

Por el entorno inmediato a las casas se diseminan las parcelas cultivadas más fértiles y diversos prados, con sus lindes sombreadas por hileras de fresnos. Llaman la atención las numerosas cercas que protegen esas diversas propiedades. Están formadas con grandes lajas de pizarra clavadas en el suelo, generando estampas realmente singulares.

Dispuestos ya a realizar la caminata en búsqueda de la mencionada Sierra de San Adrián, nos dirigimos hacia el sur tomando como inicio la plazuela de la fuente. Topamos enseguida con el tradicional potro, muy funcional en este caso y relativamente moderno, ya que está construido con hierro. A mano derecha se sitúa el cementerio local, bien visible por sus blancas paredes sobre las que se colocaron cruces protectoras. A la otra mano se abre una campa irregular donde han instalado un merendero, provisto a su vez de juegos infantiles. Unos pocos arbolillos, si consiguen prosperar, proporcionarán en el futuro sombras efectivas. Arrancan de ahí diversas pistas en forma de abanico, de las cuales elegimos la del medio, denominada camino del Toril. Pasamos bien cerca de una tenada tradicional y de una zona con escombros entre los cuales hallamos arrumbada una rústica pila tallada en granito, bastante grande. Ese tipo de artesas fueron utilizadas antaño como pesebreras para el ganado.

Tras superar una suave rampa pasamos al lado de una discordante alambrera. Es el cierre protector de una pista que fue creada como aeródromo en la lucha contra los incendios forestales. Solitaria, un tanto apartada, se halla la finca con edificios y árboles conocida como Casa de los Chiquitos. Iniciamos una bajada, suave en un principio, pero que va a ser continua hasta alcanzar los fondos del valle. Deambulamos por terrenos despejados, tapizados por jaras dispersas y de corta talla. Esas matas van ganando en desarrollo y espesura, a la vez que se intercalan progresivamente brezos y encinas. Alcanzamos una bifurcación en la que optamos por el ramal de la izquierda. Justo a la otra mano encontramos un castañar, todavía joven, de más de cuatro hectáreas de extensión, integrado con la vegetación espontánea contigua. Después, el bosque natural adquiere envergadura, sin llegar a ser excesivamente denso, apareciendo ahora robles, algunos llamativamente gruesos, seculares sin duda.

Nos enfrentamos a un repecho por el que pasamos de una vaguada a otra. A su vez, por ambos lados, parten sucesivas trochas. Ante el riesgo de desvíos erróneos siempre hemos de elegir la vereda que se percibe como la más transitada. Abajo del todo ya apreciamos la placidez del valle. Una hilera de prados, separados entre sí por paredes bien conservadas, ocupa todos los fondos. En uno de ellos han instalado un colmenar, con las colmenas realizadas con corcho, a la manera tradicional. Drena estos parajes un bucólico arroyo cuyas corrientes saltan en pequeñas cascadillas produciendo un delicioso rumor. Las cuestas de enfrente, por las que vamos a ascender, ya forman parte de la Sierra de San Adrián. Hemos de fijarnos en ellas para buscar un cortafuegos transversal, trazado en línea recta. Tras salvar el cauce del arroyo aprovechamos las trochas de los animales silvestres para franquear un sector poblado de punzantes aulagas. Conectamos así con esa franja desbrozada que divide el pinar en dos áreas muy desiguales. La parte oriental es muy pequeña, un minúsculo retazo que respetaron las llamas de un gran incendio sucedido hace unos pocos años. Nuevos pimpollos pujan por recuperar el esplendor perdido. Por el otro lado perduró el bosque íntegro, con árboles ya adultos aptos para su aprovechamiento maderero. Dominan los pinos negrales, combinados en las zonas altas con áreas de pino albar. Iniciamos un trabajoso ascenso. Las rampas son muy pendientes por lo que conviene descansar de vez en cuando para aliviar el resuello. Superamos más de cien metros de desnivel entre la base y la cima.

Por arriba, por la línea de cumbres, está trazada la frontera. La divisoria entre los dos países se aprecia con claridad porque en terrenos españoles existe una pista bien acondicionada todo a lo largo, con zonas desbrozadas contiguas. Las mugas internacionales se distribuyen regularmente. Encontramos las marcadas con el número 475. A media distancia, hacia el este, sobre el otero más elevado, se hace presente un hito mucho más prominente. Es un vértice geodésico, reconstruido en 1960, colocado en un punto cuyas cotas, de 918 metros, son las dominantes de toda esta parte. A este cerro se le designa en los mapas como La Luz, bien diferente al del Santuario del mismo nombre situado unos cinco kilómetros más allá.

Las vistas panorámicas son grandiosas. Hacia el norte se abarca prácticamente todo Aliste, con la Sierra de la Culebra al fondo y asomando por detrás las poderosas cumbres de las montañas sanabresas. Vivinera queda en primer plano, recostado bucólicamente entre fincas y arboledas. Asomados hacia Portugal, las miradas se pierden hacia un mediodía luminoso. Las dos localidades más inmediatas, Cicouro y Sâo Martinho de Angueira, quedan bien a la vista. Por ese lado, en los repliegues del propio macizo serrano se explotaron importantes yacimientos de estaño. Ahí estuvieron las minas del Raposo, cerradas en nuestros días.

Nos desplazamos ahora hacia el poniente, a través de un declive en la brecha por la que se cuela a Portugal el río Angueira, el curso fluvial de Alcañices. No seguimos nosotros hasta abajo, ya que nos desviamos por un camino que arranca hacia la derecha, iniciando así el regreso hacia el pueblo. En ese retorno, tras faldear largo tramo, cruzamos por el hermoso enclave donde se unen el arroyo principal de Urrietalagua con el cauce que baja desde el propio Vivinera. Una rústica pasarela creada con lastras de pizarra facilita el paso. Prosperan por esta parte alisos y fresnos, generando rincones sumamente amables. Tomamos ese segundo curso como guía y a través de un camino principal ascendemos una larga y empinada cuesta. A su fin llegamos al propio casco urbano local por el mismo punto por el que partimos.

En las laderas contiguas hacia el oeste hemos dejado un importante castro. Se le designa como La Almena o Pico de la Almena y ocupa una especie de estratégico espigón desde el que se dominan espacios generosos. Orográficamente queda protegido por la vaguada por donde discurre el señalado arroyo que viene del pueblo y por una regatera secundaria convergente. Con esa disposición, sólo el costado septentrional es el de fácil acceso. Para potenciar esas defensas naturales, sus moradores ancestrales construyeron unas recias murallas. Tales lienzos todavía mantienen su disposición originaria en cortos tramos, creada con lajas pizarrosas colocadas a tizón. Por el resto se muestran degradados, como grandes lomos térreos que llegan a alcanzar unos cuatro metros de altura. En esa zona norte más abordable se intuye la existencia de un foso y una banda de piedras hincadas. El espacio así protegido, donde se ubicaron las viviendas, viene a ser de alrededor de una hectárea.