El término de este pueblo de Figueruela ocupa uno de los retazos más horizontales de la planicie sayaguesa. Sólo hacia el oriente se marcan algunos desniveles que pueden considerarse como verdaderas cuestas. No obstante, en ningún momento se percibe desamparo, pues la abundancia de árboles alivia cualquier sensación de aislamiento y vacío.

El casco urbano local se emplaza a orillas de la carretera que enlaza Zamora con Ledesma, pero se aparta prudentemente a un lado, quedando sólo un par de casas en su margen izquierda. Se distinguen dos distritos, separados entre sí por una campa húmeda que en tiempos de lluvias copiosas queda parcialmente encharcada. En uno de los rebordes de ese espacio se sitúa la Fuente Sagrada, cuyo manantial aparece forrado con piedra, formando una especie de pozuelo protegido con verjas de hierro. Como obra arquitectónica resulta insignificante, sin embargo posee una intensa carga mágica. Según una vieja creencia, si en la mañana de San Juan, antes de que salga el sol, te lavas los ojos con sus aguas, éstos quedan protegidos a lo largo de todo el año frente a lesiones o enfermedades. En los terrenos libres más próximos han colocado asientos y mesas formando un humilde merendero. Agregaron también piezas decorativas, entre las que destaca un caprichoso árbol artificial elaborado con tejas, sobre el que se hallan posadas las figuras de un búho y otros pájaros. Interesantes son también las vetustas pasarelas sobre la incipiente rivera, construidas con losas de granito.

Subimos desde aquí hasta la cercana iglesia, la cual posee como señuelo una sencilla espadaña. Al igual que en otras muchas localidades de la comarca, a orillas de este templo, en su costado del mediodía, resiste una vetusta morera. Ese tipo de árboles, llamados por aquí morales, tuvo desde siempre ciertas connotaciones simbólicas. De común fueron plantados a orillas de los propios recintos religiosos, siendo muy raro hallarlos en otros enclaves. Además de ofrecer su dulce fruto todos los veranos y de proporcionar sombra a las gentes antes de los cultos, a su amparo solían reunirse los concejos vecinales. Apreciados por ello, fueron cuidados y protegidos con esmero. El ejemplar que aquí vemos ha de ser varias veces secular. Su tocón primitivo aparece desgajado en diversos troncos, gruesos y decrépitos. Es una tendencia natural de este tipo de árboles, por lo cual, para evitar su quiebra en casi todos los pueblos colocaron puntales pétreos a modo de apoyos. Aquí no llegaron a ponerlos o los que instalaron no fueron suficientes. Así es que, por su propio peso y por el de las grandes ramas que poseen, esos vástagos se han doblado hasta quedar posados el propio suelo, ocupando espacios muy amplios. Se forma así una intrincada maraña leñosa que vista en invierno parece que careciera de vitalidad. No obstante, tras llegar la primavera ese esqueleto en apariencia inerte, recobra la pujanza con un brío que resulta admirable. Es con todo lo señalado uno de los árboles de su tipo más grande y sorprendente entre todos los que conocemos.

Atendiendo ahora al templo inmediato, por fuera, además del ya citado campanario, destaca la voluminosa capilla mayor, la cual posee en el muro del naciente un camerino abalconado, muy peculiar y hermoso. La puerta en uso se guarece dentro de un angosto portal. Comprobamos con sorpresa que es una obra románica formada por dos archivoltas carentes de cualquier galanura ornamental. Ya en el interior, la nave posee un sencillo arco fajón para sujetar las techumbres, al que se agrega el triunfal, más antiguo y complejo. Este último, doblado y de medio punto, es nuevamente de estilo románico. Se demuestra así que pese a haber sufrido diversos arreglos a lo largo de la historia, este edificio es el citado en un documento de 1216, recogido en el Tumbo Negro de Zamora, donde se nos aclara que el obispo zamorano de aquel tiempo, posiblemente Martín Arias, estuvo implicado en su erección. Una de las reformas más agresivas tuvo lugar a comienzos del siglo XVI, protagonizada del doctor Juan de Grado, polémico canónigo de la catedral zamorana. Del que dependía señorialmente el pueblo por entonces, anejo de Fresno que era la cabecera de la demarcación.

Formando un solo bloque con el propio templo, existe una especie de sala creada al seccionar espacios del ya citado pórtico. En su fachada del poniente poseyó una diminuta y rústica ventana, tapiada ahora, en la que, en su dintel, aparece grabada una inscripción que indica que allí se ubicó el local de la escuela. El aula así habilitada dispuso de otra ventana más grande, además de la puerta, pero impacta por su angostura y humildad. Pese a que allí los niños hubieron de estar un tanto hacinados, se evoca con nostalgia su algarabía.

Al pasear ahora por las diferentes calles, nos llaman la atención sus nombres: Aguadera, de las Eras, de la Iglesia, plaza de los Migueles? En ese recorrido encontramos demasiadas ruinas, solares antaño edificados de los que emergen paredes desportilladas. También descubrimos viviendas de nueva construcción, que testimonian que todavía hay vida y un futuro de esperanza. Detalle positivo es que se mantiene bastante bien la arquitectura tradicional, para la que se empleó la piedra de granito extraída de cualquier sitio de los alrededores, ya que esa roca aflora casi por todas partes. Muy características son las portaladas de ciertos corrales.

Del extremo suroeste del pueblo arrancan dos caminos formando entre ellos un ángulo recto. Uno enlaza directamente con la carretera, trazándose el otro en paralelo a esa vía principal. Es este segundo el que elegimos para iniciar una amplia y sosegada ruta por los terrenos circundantes. Por él nos alejamos de las casas avanzando entre las grandes fincas surgidas con la concentración parcelaria. A pesar de la reciente irrupción de las cercas de alambres de espino, tan ingratas, a mano derecha divisamos una serie de viejas paredes, aquellas que delimitaron secularmente las típicas cortinas y que ahora han quedado sin función. Junto a ellas prosperan hileras mixtas de encinas y robles.

La pista que seguimos empalma con otra transversal por la que nos desviamos hacia la derecha. Si siguiéramos de frente un trecho más penetraríamos en la dehesa de Macada de Abajo o del Hoyo, uno de los dos grandes latifundios existentes en el término local. En otro, el de Macada del Sierro o de Arriba, se halla más hacia el oriente y ya aparece documentado en el siglo XIII. Marchamos por terrenos despejados, de momento sin abandonar el camino que, ya bastante adelante, sufre un quiebro y enlaza con otro que viene directo desde el pueblo. Toda esta zona es la que designan en los mapas como los Campos de Arriba. Son espacios rasos y libres, formados por berruecos poco salientes y pastizales de hierba corta. Abandonamos aquí esas calzadas para enfilar en dirección nordeste sin sujetarnos a trocha alguna. Es una zona casi horizontal, de drenaje difícil, en la que se marca la divisoria de aguas entre la cuenca del Tormes y la del Duero. Aquí se forma el regato inicial que más tarde será la importante rivera de Sogo. Ese arroyuelo, a trechos marca retorcidos meandros, para diluirse su cauce en otras partes. Nosotros lo seguimos en su indeciso avance hacia el norte.

Allá en el medio, perdidas en un enorme vacío orográfico, se hallan varias lagunas, relativamente extensas, aunque de poco fondo. Acudimos hasta ellas y comprobamos que se han formado al llenarse las hondonadas surgidas al extraer grava, destinada posiblemente para el firme de las actuales pistas. Nada importa esa artificialidad, pues las aguas se muestran azules y límpidas, generando estampas de una gran hermosura. Bien cerca existe otra charca, esta vez redonda y profunda, con forma de cráter, excavada para servir de abrevadero a los rebaños. El arroyuelo que acompañamos queda potenciado con los desagües que aquí se generan. Por ello, cuando topamos con una nueva pista, otra más de las trazadas radialmente, ésta lo salva con un puentecillo de dos ojos, nuevo, que duplica su figura al reflejarse en el remanso que allí se forma, produciéndose encuadres de bucólico encanto.

Nos adentramos ahora en el pago denominado como los Campos de Abajo, formado por espacios similares a los anteriores. De improviso nuestro paseo a orillas de la rivera queda interrumpido por las alambradas. Nos vemos obligados así a tomar una cañada entre tapias y matorrales que parte hacia la derecha hasta desembocar en un nuevo camino en el que proseguimos hacia la otra mano. Tras superar una cuesta accedemos a un paraje que consiente un amplio dominio paisajístico. Ante nosotros, a media distancia, asoman como una extraña anomalía los edificios y los blancos montones de las minas de caolín situadas en el vecino término de Tamane. Mucho más cerca, descubrimos unos cuantos robles que asombran por sus dimensiones y su vejez. Son varias veces centenarios y admiran por sus troncos gruesos y deformes, un tanto decrépitos, con huellas de haber soportado podas mutilantes.

Por el nuevo camino que allí existe viramos ahora hacia el oriente. Pero antes de llegar a la cercana carretera nos apartamos por otra vereda para enfilar decididos hacia el pueblo. Cruzamos de nuevo entre fincas pobladas de monte, que en algunos retazos se presenta espeso y sombrío. Accedemos a una suave vaguada en cuyos fondos se han excavado otras lagunas más, conocidas aquí como de Las Navitas.

Sólo nos queda un repecho para alcanzar de nuevo las casas. La iglesia, que asoma poderosa, sirve de atractivo reclamo. Antes, en un apartamiento y soledad acusados, encontramos el cementerio local. Ocupa un minúsculo retazo de suelo, que parece ser suficiente, acotado con paredes de piedra altas y macizas. Sobre dos de sus esquinas se yerguen otras tantas cruces, tapizadas de líquenes. A su vez, en los sillares que forman las jambas de su puerta, volvemos a encontrar los mismos signos cristianos, esta vez grabados con incisiones elementales. Son viejas ofrendas, plegarias a la Divinidad en recuerdo de algún difunto allí sepultado. Su presencia nos hace recapacitar sobre el desgarro, el dolor de la muerte de algún ser querido. Impacta este camposanto, se adecúa a la perfección a la estampa reflejada en el poema famoso que don Miguel de Unamuno dedicó a los cementerios castellanos.