Con 22 años, Miguel López Fernández se casó en la mañana del 1 de junio de 1946 en Moraleja del Vino. Por la tarde, se cambió de traje, cogió el burro, se desplazó hasta la capital y, a modo de luna de miel, se incorporó a su nuevo trabajo como guardián de la Catedral de Zamora. Un oficio que desempeñaría durante 72 años con “diligencia y familiaridad” junto a su esposa Aurora, sobrina de los antiguos encargados.

Su jornada laboral comenzaba a las ocho de la mañana. Y menos decir misa, como apunta Juan Carlos Izquierdo, actual responsable del Museo Catedralicio, lo hacía todo. Cada día, abría las puertas de la casa del Señor. Subía los casi 130 peldaños de la escalera de la torre para darle cuerda al reloj. Tañía de vez en cuando las campanas. Preparaba los hábitos para las ceremonias religiosas. Colocaba la vajilla litúrgica de cada culto. Reponía la cera de las velas. Supervisaba que no faltara ningún detalle en cada boda. Informaba a investigadores y atendía a turistas incluso sin saber idiomas. Y todo ello acompañado de su inseparable manojo de llaves y su correspondiente tintineo.

Relojero, encargado del Museo, guía turístico… pero sobre todo, buena persona. Quienes le conocen destacan de él su “calidad humana, su bondad y su espíritu de entrega”, cualidades imprimidas en sus quehaceres diarios. Durante sus siete décadas de ejercicio, trató con seis obispos y dos administradores apostólicos: Jaime Font y Andreu, Eduardo Martínez González, Ramón Buxarrais Ventura, Antonio Briva Miravent, Eduardo Poveda Rodríguez, Juan María Uriarte Goiricelaya, Casimiro López Llorente y Gregorio Martínez Sacristán.

Entre otras tareas, preparaba el altar de plata o monumento cada Jueves Santo así como la custodia del Corpus Christi y guiaba el carro triunfante durante la procesión. Además, compaginaba su labor en la Catedral por las mañanas con su trabajo de las tardes en la fábrica de hilaturas “San Jerónimo” del barrio de San Frontis, donde medía las telas y comprobaba que no hubiera ningún fallo según cuenta María, una de sus cinco hijos.

Ella aprendió las singularidades del oficio de su padre desde niña, cuando correteaba por los pasillos del templo donde ahora trabaja con orgullo junto a su hermano Sebastián. “Los tapices los explicaba de maravilla y sin haber tenido estudios, leía las inscripciones en latín”, recuerda. “Siempre sabía estar en su sitio, nunca hubo una queja de no tener las cosas preparadas y la Catedral siempre estaba abierta de forma puntual. Él echaba todas las horas que fueran necesarias sin importarle porque la siente suya. La Catedral siempre ha sido su casa, ha dado la vida por ella, forma parte de él. De hecho, los nietos y biznietos dicen que la Catedral es de su abuelo”.

Uno de los grandes momentos que vivió fue cuando vinieron sus majestades los reyes don Juan Carlos y doña Sofía a Zamora en 1978. “Fueron a San Jerónimo a buscarlo, les abrió la Catedral y les estuvo acompañando” en una visita inesperada que no estaba incluida en el programa del viaje oficial, según recoge el número 13 de la revista Cúpula.

Tras su jubilación, Teodoro, el marido de María, heredó su puesto como guardián de la Catedral, aunque al poco tiempo falleció, al igual que la esposa de Miguel, Aurora. Dos ausencias cuyo recuerdo aún está muy vivo entre la familia. Pese a su retiro, Miguel ha continuado ayudando voluntariamente en ciertas tareas hasta que la salud se lo ha permitido. Tras caer enfermo el día del Carmen, el Cabildo ha decidido homenajear hoy a sus 94 años su buen hacer, un reconocimiento en vida que fue celebrado en “su” Catedral. Y es que tal y como reconocía Juan Carlos Izquierdo en otro emotivo acto celebrado en 2004, “después de tanto tiempo, la Catedral es un poco suya”.