Cuando Tippi Hedren se protegía de los pájaros en la película de Hitchcock, lo hacía en una cabina telefónica. Clark Kent utilizaba las cabinas como improvisados vestuarios para convertirse en Superman y Trinity, en Matrix, se salva de ser atropellada brutalmente por un camión gracias a que la llamada que recibe en una cabina telefónica la devuelve al mundo real.

Son películas de los sesenta, setenta y noventa, fechas en las que las cabinas telefónicas suponían en las ciudades un elemento clave para comunicarse e incluso eran símbolo de progreso. El cine, como espejo de la sociedad, dio a las cabinas telefónicas un merecido protagonismo como "personajes secundarios" en infinidad de largometrajes, pero es más complicado encontrar estas referencias en películas modernas. Una generación de españoles ya vive sin haber realizado nunca una llamada a través de una cabina, y pronto habrá una nueva "camada" que ni siquiera sabrá que estas "reliquias" eran parte importante de las calles, tanto en Zamora como en el resto de ciudades del mundo.

¿A qué viene todo esto? A que las cabinas pueden tener los días contados si el Gobierno, como parece, decide que ya no son de servicio público. Telefónica tiene la obligación de prestar el servicio y de mantener la infraestructura hasta dentro de dos meses. Si nada cambia, y parece que no va a ser así, las cabinas no serán obligatorias el 1 de enero y se podrá comenzar con su desmantelación.

Lo cierto es que tiene poco sentido que una provincia como Zamora, con más de 150.000 líneas móviles dadas de alta, todavía conserve 50 cabinas telefónicas. Las colas para hablar en las cabinas mejor situadas de la ciudad, así como las que se formaban en los teléfonos públicos instalados en los hospitales y en sus aledaños, son ya parte del pasado.

La mitad de las cabinas, dice Telefónica, no ha gestionado ni una sola llamada en los últimos meses. De las 18.000 que todavía existen en España, 12.000 no son rentables -y todavía parece un logro que 6.000 de ellas sí que lo sean-. Aunque la norma obliga a una cabina en los pueblos de más de 1.000 habitantes y a una adicional por cada 3.000 residentes, muchos jóvenes las miran como piezas de arqueología.

Con todo, las cabinas son valiosas en sí mismas. Prácticamente nadie las usa ya, pero están preparadas para soportar las inclemencias del tiempo. A 40 grados al sol en el mes de agosto o a diez negativos y congeladas en enero, las cabinas funcionan, y eso es mucho decir. Disponen además de corriente eléctrica y, más importante en el panorama actual, están conectadas a la red.

En los últimos meses se han puesto sobre la mesa diversas ideas para futuros usos, como puntos de acceso wifi en las calles o lugares en los que recargar el móvil u otros aparatos eléctricos de transporte. Existen también proyectos para convertir estos puntos en oficinas turísticas que ofrezcan información multimedia al visitante, algo similar a lo que ya ofrecen algunos centros comerciales.

Aunque su tiempo ha pasado, el futuro aún parece reservar un espacio para las cabinas en forma de un nuevo uso. Y no todo son malas noticias. De vuelta al cine, sin cabinas será ya imposible que José Luis López Vázquez se quede atrapado sufriendo, como sufría, una desesperación sin límites. Ventajas de la vida moderna.