La ciudad de Toro, en su época de apogeo, contó con un rosario de aldeas a su alrededor. Fueron algo más que arrabales, pues actuaron como concejos autónomos dada su distancia del núcleo urbano. Esas localidades, algunas bastante pujantes, quedaron yermas cuando llegó la decadencia, sobre todo en el siglo XVII. Se recuerda la existencia de Pobladura de los Huertos, Tímulos, Villaguer, Tejadillo, Tiorrodrigo, El Fito, Adalia? que ahora son pagos desnudos en los que apenas se aprecian algunos tejones y fragmentos de vasijas, mínimos vestigios de la actividad humana del pasado. De todos esos lugares sólo Tagarabuena se mantuvo con vida, llegando hasta la segunda mitad del siglo XX como municipio independiente, carácter que perdió en el año 1970 al integrarse en el ayuntamiento toresano.

A pesar de la cercanía con la urbe toresana, al acudir al propio Tagarabuena percibimos que conserva todo el encanto de un verdadero pueblo. Poco alteran las numerosas naves circundantes y el inmediato trazado de la autovía. Aunque existen casas nuevas, dominan los edificios vetustos, construidos fundamentalmente con tapial y ladrillo. Formando parte de la calle de Arriba localizamos la ermita del Humilladero o del Santo Cristo. Es un rústico inmueble que en nada destaca de sus vecinos, pues presenta las formas de una vulgar tenada. Sólo se aprecia su destino religioso por la diminuta espadaña que asoma por encima de sus tejados. Además de la puerta adintelada, cuenta con un par de ventanas limosneras que permiten divisar el interior. En una visita que hicimos hace varios años encontramos este oratorio limpio y cuidado.

En su altar se entronizaba la efigie titular del Crucificado, denominado de la Expiración, pieza barroca de considerable tamaño. Le acompañaban esculturas menos valiosas de yeso, colocadas en retablillos laterales. Por su fiesta, celebrada el 14 de septiembre, organizaban una procesión para trasladar la santa imagen a la iglesia, regresando con ella al día siguiente. Una ancestral cofradía, la de los Pobres, con muy pocos inscritos por entonces, se encargaba de promover esos ritos. Ignoramos la realidad actual de tal asociación religiosa, pero, si aún existe, no debe de ser muy boyante. El santuario en su interior se halla desmantelado, mal cuidadas sus techumbres y desprovisto de aquellas figuras citadas. Deseable es su restauración, pues, a pesar de su evidente insignificancia arquitectónica, retiene una emotividad singular y es parte importante de las tradiciones locales.

Siguiendo por la misma calle de Arriba hallamos una vivienda que destaca por su reciedumbre. Posee una sobria fachada toda de ladrillo, enaltecida con un blasón en el que se lee la fecha de 1899. Muy cerca se abre la Plaza Mayor, bien definida por sus formas cuadrangulares. No obstante, al cruzar por el medio, en diagonal, la carretera hacia Villardondiego, su esencia como recinto de reunión y asueto queda menoscabada. Una de sus partes está engalanada con rosales, conservándose el brocal del viejo pozo y el pilar de otra fuente más moderna. En los jardines de la calle del Hospital existe otro obelisco similar, también con caño.

La soberbia iglesia local se emplaza en solares inmediatos. Ya desde lejos impresionan sus dimensiones y su fortaleza, efectos que se incrementan mucho más desde cerca. Toda ella se creó con una cuidada sillería caliza, extraída posiblemente de las canteras de Villalonso. Muestra un presbiterio recto y tres naves, sobresaliendo el volumen prismático de la media naranja interna por encima de los otros tejados. Además, como señuelo exhibe una robusta torre rectangular, con un vano en los lados menores y tres en los otros, coronada por una estética cúpula y numerosas bolas a modo de flameros. La puerta principal se abre hacia el sur, hacia un enlosado o atrio abierto acotado por un muro bajo provisto de verja de hierro. Presenta un arco de medio punto enaltecido por pilastras cajeadas y un frontón triangular superior, dentro del cual se encuentra una hornacina avenerada ahora vacía. En el centro de la plazuela contigua se yergue una recia cruz pétrea, bien emblemática.

La visita al interior de este templo proporciona un intenso gozo estético. Justo es reconocer que la propia señora que guarda las llaves, con su disposición y amabilidad, ya prepara e inclina el ánimo para tan excelso sentimiento. Encontramos un recinto muy amplio y luminoso, separándose sus naves con dos pilares cilíndricos sobre los que vuelan las bóvedas de aristas. A su vez el crucero queda realzado con una gran cúpula.

Pero si esta arquitectura impacta, descuella aún más la riqueza en las otras artes. La pieza más excelsa es el retablo mayor, enorme en sus dimensiones, montado en el siglo XVII. Es una obra mixta de escultura y pintura, que admira por su conjunto y por sus detalles; realzada por una reciente restauración. Desde su nicho central preside la talla de San Juan Bautista, el titular, situándose arriba el grupo del Calvario. Se mantienen numerosos retablos laterales, los cuales animan con sus destellos las diferentes superficies murales. Muy hermoso es el de San Pío V, con columnas estriadas de las que emergen diversas cabezas de angelillos.

Llama la atención que tal altar esté dedicado a ese santo papa, nada común en las devociones de nuestras tierras. La razón de su entronización aquí se debe al doctor Juan de Monroy, sacerdote natural del pueblo que residió varios años en la Santa Sede. Allí desempeñó los puestos de escritor de la Curia Romana y "familiar" del enérgico pontífice citado. Tras cesar en esos cargos a la muerte de su protector, regresó a Tagarabuena, responsabilizándose de la parroquia y promoviendo la reconstrucción de su iglesia. Trajo con él diversos objetos litúrgicos y personales del propio Pío V y propició el afecto hacia él, el cual trocóse en culto devocional tras la canonización en 1712.

Salimos ahora de entre las casas dirigiéndonos hacia el campo de futbol y el cementerio, cercanos entre sí. Varios son los ramales que conducen hasta ellos, eligiendo nosotros el llamado camino del Poleo. Proseguimos hacia el oriente en dirección a la moderna gasolinera. Junto a ella, sin desviarnos, atravesamos la carretera y continuamos de frente. Unos pocos metros más adelante salvamos también otro ramal asfaltado para acceder de inmediato a los solares en los que se emplazó la desaparecida localidad de Tiorrodrigo.

En línea recta, este lugar distó poco más de un kilómetro desde Tagarabuena y algo más del doble desde Toro. Existe allí un retazo en baldío, tapizado de hierbajos y con un minúsculo soto arbóreo que agrega sombras reparadoras. Ese bosquete resulta excepcional, pues en las proximidades no se divisan otros árboles. Ningún edificio de los que formaron parte de su casco ancestral perdura ahí, ni siquiera muñones de sus ruinas. Reconocemos la situación exacta del desolado por el pozo que abasteció de agua a los hogares antaño establecidos. Tal venero, remodelado sin duda, cuenta con una caseta en la que se aloja una bomba manual utilizada para llenar varios pilones dispuestos para abrevar los rebaños.

Conmueve saber que fue un poblado pujante, el cual en 1561 contaba con 25 vecinos. Sus habitantes tuvieron por entonces el coraje de costear, para su iglesia, un magnífico retablo de pinturas. Se lo encargaron al pintor vallisoletano Gaspar de Palencia, el cual realizó una obra admirable. Tal pieza engalana ahora la capilla del que fuera Hospital de la Encarnación, en Zamora, la actual sede de la Diputación Provincial. Sorprende a su vez la prontitud con la que llegó el declive, que fue absoluto, pues en menos de un siglo, en el año 1648, el lugar quedó abandonado totalmente.

Continuamos adelante por la vereda ya conocida, para trazar un amplio recodo y converger de nuevo con la última carretera que cruzamos. Desde ese punto arranca hacia el oriente el camino designado en los mapas como de la Vega y lo seguimos. Avanzamos entre fincas amplias y llanas, divisando algunas viñas a media distancia. Nos vamos aproximando a la autovía, hasta llegar a tocar sus altos terraplenes. Sorpresivamente el pavimento que pisamos se vuelve negro, formado por grava suelta impregnada de asfalto. Enseguida alcanzamos un túnel por el que se salva la citada autovía permitiendo el paso hacia las tierras septentrionales. Antes de utilizarlo lanzamos las miradas hacia una leve hondonada que se marca hacia el oriente. Allá se ubicó la histórica población de Tejadillo, otra más de las transformadas en desolados con el discurrir de los siglos.

Hubo allá un asentamiento humano desde muy antiguo, pues aparecen fragmentos de ladrillos y tégulas que testifican la existencia de un caserío en época romana, tal vez una villa. Más tarde, en plena Edad Media, durante el turbulento reinado de Pedro I el Cruel, en este lugar se entrevistó el monarca con los mensajeros enviados desde Medina del Campo por los nobles sublevados. Éstos le exigían que hiciera vida conyugal con su legítima esposa, Blanca de Borbón. Era el año 1354. Este enclave continuó como centro habitado quizás hasta el siglo XVI, quedando constancia de que el 1536 ya era un yermo.

Tras pasar al lado norte de la autovía, ascendemos a través de una suave cuesta. Alcanzamos una bifurcación y en ella elegimos el ramal de la izquierda. Este nuevo itinerario se denomina del Jaguazal y por él vamos dejando atrás hasta cinco cruces, entre los que se encuentran los de las carreteras de Villavendimio y de Villardondiego. En una sexta intersección nos desviamos hacia el sur, para enfilar de nuevo hacia el pueblo.

En todo este tramo hemos avanzado entre amplias parcelas, sembradas de cebada, remolacha o guisantes. Una de esas fincas, cerrada por una recia alambrera y en un aparente o real abandono, contiene en su interior unas pocas placas solares. Otra, más abajo, dispone de un pozo cuyo destino es el de proporcionar regadío. En general, el paisaje se nos muestra raso, ondulado, carente de árboles. Sólo divisamos unos cuantos chopos a media distancia, nacidos junto al hoyo producido al extraer arcilla para un tejar. Salvamos de nuevo la autovía, esta vez por un puente superior. Desde arriba las panorámicas se engrandecen.

Tagarabuena queda abajo, muy cerca, diseminándose por sus orillas unas cuantas naves industriales. Por detrás se domina Toro, con su denso e histórico caserío. Descuellan en altura las torres del Reloj y de la colegiata, cual si fueran flechas apuntando al cielo.