Desde tiempos inmemoriales el término de El Perdigón estuvo ocupado por viñas casi por entero. La producción de uva y la elaboración del vino fueron la principal fuente de riqueza de sus habitantes y esa dedicación duró hasta bien entrado el siglo XX. En nuestros días quedan pocos majuelos, dominando el cultivo de cereales. Testimonio del esplendor vinatero del pasado es la perduración de numerosas bodegas subterráneas, muy amplias y profundas. Aunque se excavaron en una piedra mollar muy poco compacta, conmueve evocar el esfuerzo que hubieron de invertir para su creación. De ellas, varias están explotadas ahora como restaurantes y esos establecimientos hosteleros han conseguido un considerable renombre. Su visita resulta impactante. Debemos descender por empinadas escaleras, encontrándonos una compleja y laberíntica arquitectura hipogea. Impresionan los pasadizos, los nichos y las chimeneas, pero sobre todo sus grandes salas, dotadas de bóvedas reforzadas con arcos fajones muy potentes. Es un reino de oscuridad y silencio. Cuando se entra allá abajo, en un principio surge cierta inquietud, cierta claustrofobia; pero enseguida ese temor muda por una serenidad especial. Y es que percibimos que la madre tierra nos acoge afectuosa en su propia entraña. La temperatura y la humedad son suaves y constantes. Afuera quedan los problemas, pues allá, en el interior, dominan la paz y el sosiego.

Al recorrer después el casco urbano local se aprecia una destacada nobleza y un grato equilibrio. Advertimos estar en uno de los núcleos más armónicos e interesantes de la provincia. En muchos de sus edificios, fechados algunos en el siglo XIX, se aprecia un pretérito esplendor. Para ellos, sobre todo para sus partes más visibles, utilizaron una hermosa piedra, de atractivos tonos dorados, extraída de canteras cercanas. Es una arenisca fácil de tallar pero poco resistente a la erosión. Obtuvieron con ella sillares perfectos, atreviéndose con ciertas fantasías ornamentales de tipo popular. Comunes son las fachadas que incluyen un porche abierto, generado con un gran arco. En la calle Navajo encontramos una sólida casona, toda de cantería. Bajo su alero se alinean numerosos nidos de aviones, cual si fueran parte de una decoración programada. Muy original es otra vivienda en la calle Barrio Hondo, con su frente formado por doble serie de arquerías: cinco vanos de arco carpanel en cada planta. Los huecos inferiores aparecen tapiados, pero los altos se presentan libres y gráciles, dotados de un antepecho creado con numerosos cilindros pétreos de singular resultado estético.

La zona local más noble es la de la Plaza de España, o Plaza Mayor. Consta de dos espacios un tanto diferenciados. El más oriental y amplio está ocupado por jardines, emergiendo desde su centro una especie de templete para la música. La otra parte la acotan dos inmuebles singulares. Uno de ellos, llamativamente achaparrado, es la sede del ayuntamiento. Su planta baja posee tres amplios vanos formados por arcos escarzanos, correspondiéndose en el primer piso con otros tantos huecos de acceso a una larga balconada. Finalmente, el ático se forma con un frontón triangular en cuyo centro se halla un reloj y una pequeña campana más arriba.

Dirigiendo ahora la atención al edifico que cierra la plaza por el oeste, se yergue allí el enorme palacio del Chantre o de los Vizcondes de Garcigrande, construido a mediados del siglo XVI. Su fachada se presenta asimétrica, contando con una sobria puerta y tragaluces menores en la planta inferior. Arriba posee seis balcones con barandillas de forja. Dos de ellos exhiben en sus dinteles tracerías góticas de complejos diseños y hermoso resultado. Desde zona bien visible campea un gran blasón, protegido por un saliente alfiz. Sus armas, magníficamente cinceladas, muestran un águila encastillada, dos leones rampantes y un granado con un único fruto y la raíz al aire. A su vez, la bordura, minuciosa y compleja, contiene una larga sarta de animalillos enredados en un tallo sarmentoso, además de un par de grandes peces.

Pocos pasos son necesarios para llegar hasta las inmediaciones de la iglesia. De sus estructuras externas descuella el elegante pórtico con el que se protege la entrada. Lo forman cuatro columnas de esbeltos fustes y capiteles compuestos. La propia puerta desarrolla formas renacentistas. Cuenta con un arco de medio punto con las dovelas decoradas alternativamente con motivos florales y cabezas de angelillos. Dos columnas estriadas, que sostienen una especie de friso, le sirven de marco; dejando espacio en las enjutas para un par de medallones con los bustos de San Pedro y San Pablo. Arriba existe una hornacina, vacía en nuestros días, ideada sin duda para cobijar la imagen de San Félix, titular del templo. El muro contiguo al pórtico por la derecha posee un pequeño escudo y una imposta decorada con rosetas. Más hacia el oriente, sobresalen los muros de la capilla del Chantre, dotados de gruesos contrafuertes en sus esquinas. Campean en ellos, de nuevo, las divisas de los Garcigrande.

El templo, en su interior, nos sorprende por sus grandes dimensiones. En su conjunto se aprecian obras de épocas y estilos diferentes. Sus tres naves están separadas por valientes arcos de un gótico final, decorados con hileras de florones. A su vez, el presbiterio aparece techado con una cúpula barroca rellena con yeserías. Por su complejidad descuella el retablo mayor, de hacia 1770, mutilado en su coronamiento. Otro, de singular mérito, es el de la Virgen del Rosario, que preside la nave del evangelio. Es del siglo XVII y posee escenas pintadas atribuidas el Diego de Quirós. Superando a lo demás en valía, el recinto más relevante del templo es la capilla ya intuida por el exterior. Fue mandada construir en 1520 por el chantre don Pedro López de Peralta. Ocupa la cabecera de la epístola, acotándose con una sencilla reja de líneas flamígeras. Destacan la suntuosa bóveda de crucería estrellada y los lucillos sepulcrales de sus muros. En estos últimos se cobijan las estatuas yacentes del fundador y de sus familiares. Pero la obra más admirable es el magnífico retablo formado por diecinueve pinturas góticas que rodean la escena central en talla de la Piedad, todo realzado con doseletes y tracerías. Entre esos cuadros se incluye uno en el que el patrocinador, el aludido don Pedro, aparece orando ante la Virgen. Se da culto aquí a la venerada imagen de Nuestra Señora de las Angustias, antigua titular de la cofradía zamorana de ese nombre, traída a El Perdigón en 1877 por los Vizcondes de Garcigrande, que por entonces eran sus patronos.

Conocidos los principales atractivos del pueblo, salimos ahora al campo libre para recorrer parte de su término. Tomamos como punto de partida la calle Barrilín, por la que accedemos al arroyo local y a los sotos ribereños que le sombrean. Allí converge con otro regato menor dotado también de densas hileras de árboles. Pronto alcanzamos un camino transversal, torciendo por él a la derecha, para desviarnos enseguida hacia la otra mano. Enfilamos así por una pista recta y despejada rotulada en los mapas como camino de las Viñas. Dejamos atrás, sucesivamente, una parcela con pinos y con frutales y una amplia tenada. Tras recorrer poco más de un kilómetro alcanzamos un paraje desde el que se divisan amplias panorámicas. No sorprende que le denominen el Medio Mundo, dado ese gran dominio visual. Hacia el occidente se controla el amplio valle recorrido por la rivera de Campeán, en cuyo centro se emplaza la localidad de San Marcial. A nuestras espaldas queda el propio El Perdigón, como un apiñado conjunto de casas que asoma por encima de las alamedas. Finalmente, también se abarca en gran trecho la vega del Duero. Un poco hacia el mediodía se ubica el viejo desolado de Bahíllo, yermo desde 1691, pero que estuvo habitado desde muy antiguo. Queda constancia del asentamiento allí de un poblado de la Edad del Bronce y de otro romano más tarde.

Bajamos la cuesta hasta topar en su base con una densa franja de zarzales. Junto a ella cruza un carril poco transitado que es la antaño importante cañada de la Vizana. Un moderno miliario de buen tamaño nos la señala con claridad. Recordando las dimensiones reglamentarias de tales itinerarios ganaderos, debía de poseer 90 varas de ancho, unos 76 metros; pero aquí esas medidas no se cumplen de ningún modo. En su realidad actual este tramo posee las formas de una angosta rodera. La causa de esa mengua se debe a las alteraciones producidas por la concentración parcelaria, las nuevas pistas y su abandono como trayecto de la trashumancia. Recordando la importancia pretérita, hemos de saber que esta senda es heredera de la ancestral Vía de la Plata, calzada romana que enlazó Mérida con Astorga, eje esencial de comunicaciones en el oeste de la Península. Por aquí deambularon las legiones imperiales de Roma y antes los ejércitos de Aníbal el cartaginés, en su campaña más profunda por las tierras hispanas. Ya en la Edad Media fue hollada numerosas veces por guerreros musulmanes en sus ataques contra los reinos norteños. Impactante debió de ser la irrupción de las huestes del fiero Almanzor, que arrasaba todo a su paso. Por fin, también bajaron los cristianos en su victorioso afán de Reconquista. Y en todo tiempo, en momentos de rutina y sosiego, prácticamente hasta nuestros días, común fue el paso de los grandes rebaños de la Mesta en su doble viaje anual entre las montañas leonesas y las dehesas de Extremadura.

Con la conciencia de pisar un trayecto histórico viramos nosotros hacia el norte. Subimos una larga cuesta para llanear a continuación entre fincas despejadas. Arriba ya, divisamos la vega del Duero, con la urbe zamorana intuida en la lejanía. Aprovechamos la vieja ruta en poco más de un kilómetro. Después queda cortada por una parcela, apreciándose el viejo trazado, en fotografías aéreas, como una banda pálida en los sembrados. Hemos de desviarnos por la inmediata carretera que, un poco más adelante, en otro largo kilómetro, ocupa el lecho de la cañada tradicional. En ese tramo de asfalto habremos de arrimarnos al arcén, para esquivar las inconveniencias de un tráfico denso. No agotamos nosotros todo ese trecho, pues nos apartamos por el primer camino que sale hacia la derecha. Recuperamos así el sosiego, a la vez que iniciamos el retorno hacia el pueblo. Llegamos a él tras dejar atrás una amena zona de huertas y atravesar después por entre medio de las bodegas.