Ciertas noticias históricas señalan que la localidad de Castro de Alcañices quedó integrada en Portugal en los momentos de independencia de ese vecino reino, allá por la mitad del siglo XII. Sin embargo esa permanencia no fue duradera. Alrededor del año 1200, un caballero, señalado como Nuño de Zamora, que probablemente pudo ser Nuño Froilaz, ocupó y repobló el lugar, poniéndolo bajo la autoridad del monarca de León, que por entonces era Alfonso IX. Desde antiguo y durante bastante tiempo el pueblo se denominó Castro Latronis, Castro Ladrones, cambiándose posteriormente al nombre actual por sus connotaciones peyorativas.

El establecimiento de habitantes en sus solares es muy anterior a las fechas antes señaladas. Sobre el cerro contiguo al casco urbano por el oeste quedan huellas de la existencia de un asentamiento humano fortificado. No en vano las gentes siguen llamando a ese pago Los Castros. Tal enclave, dividido en fincas, se aprovechó secularmente para la agricultura, hallándose en nuestros días semioculto por la maleza. Por esas causas no resulta fácil el apreciar los vestigios de defensas o de cabañas que pudieran conservarse.

Interesándonos por el actual núcleo, lo vemos encaramado sobre una especie de collado, en una ubicación amena y pintoresca. Sus casas, muchas creadas de nueva planta y las demás modernizadas, no han perdido los rasgos característicos de la arquitectura tradicional de la comarca. En general, el aspecto que se percibe es el de un grato bienestar.

A ambos lados de la carretera según entramos desde Fonfría se extienden las eras. En uno de sus bordes llama la atención una peña de formas singulares. Semeja estar formada por varias masas globulares colocadas unas sobre otras. Además, en su cumbre resiste un escuálido arbolillo que asombra pueda sobrevivir en ese punto, con las raíces clavadas en minúscula grieta, careciendo de cualquier tipo de tierra y soportando una intensa aridez. Por detrás, dentro ya de una finca, se sitúa un hermoso y bien restaurado palomar. Posee planta cuadrada, con el cortavientos superior erizado de bloques puntiagudos de cuarzo blanco, colocados como atractivo reclamo. Un poco más adelante topamos con la Fuente Grande, rústica y modesta a pesar de tal calificativo. Consta de un pozo forrado con piedras desiguales y con una gran lastra superior como cubierta. Otro punto de atención es la cercana ermita, a la cual le han repuesto el tejado después de largas décadas carente de él. Es en realidad un sencillo humilladero, no muy grande, desprovisto de cualquier detalle ornamental. Sus muros laterales son de mampuesto, reservándose los sillares mejor escuadrados para la fachada. En ésta se reconocen los característicos huecos donde encajaron las vigas del desaparecido portalillo que protegió la entrada. Arriba del todo emerge una diminuta espadaña, vacía ahora. Finalmente, a un lado se emplaza el tradicional potro, creado con grandes puntales de granito. Al parecer lo trasladaron a este rincón desde otro enclave hace más de 50 años.

Avanzando hacia el centro, en una de las encrucijadas descubrimos una peculiar fuente pétrea. Consta de una especie de columna hexagonal de la que se sujetan los caños, metida dentro de una pila de la misma forma. Arriba del todo, sobre una cornisa que hace las veces de capitel, campea una voluminosa cruz, con lo que toda la obra adquiere un carácter mixto entre civil y religioso. No lejos, sobre una de las ventanas de una casa inmediata descubrimos un nuevo signo cristiano, está vez en relieve saliente, cincelado sobre una piedra también cruciforme. Nos señalan que esta vivienda, que fue muy sólida y de grandes dimensiones, la mandó construir un eclesiástico, habiendo llegado a nuestros días un tanto modificada.

La iglesia cuenta por delante con una especie de plazuela en la que resisten un par de estoicas moreras. Observando el propio templo, consagrado a Santiago, advertimos que es un monumento modesto y sobrio en demasía. Como campanario posee una espadaña de escasa altura, a la que añadieron un tejadillo para guarecer las troneras. Del resto de las dependencias destaca la capilla mayor, cuadrada, más elevada y sólida que el cuerpo de la nave. En el medio de su lateral del naciente descubrimos un hueco singular. Simula ser una especie de saetera muy abocinada, ciega totalmente. La puerta, albergada dentro de un pequeño pórtico, se forma con un solo arco realzado con una rústica chambrana que evoca las formas románicas.

Entre medio de huertas y prados, en un paraje solitario, se sitúa la fuente Nueva, llamativamente grácil y esbelta. El entorno en el que se halla resulta dulce y grato, humedecido por el bucólico regatillo que sale de su depósito. Otro venero más, emplazado hacia el oeste, es la fuente de Morales. Fue el tercer manantial del que antaño se abastecieron los vecinos.

Dispuestos a conocer los paisajes del entorno, salimos de entre las casas por la carretera que se dirige hacia Portugal. Abandonamos pronto esa vía asfaltada para tomar una senda que parte hacia la derecha con rumbo a Brandilanes. Por esa nueva ruta tampoco seguimos mucho; sólo hasta alcanzar una angosta zona de prados. A continuación descendemos a través de la vaguada allí existente que nos deja en el hondón por donde discurre la rivera local. Este notable lecho acuático, aunque se seca en los veranos, resulta muy caudaloso en tiempos de abundantes lluvias. Por este punto se puede atravesar aprovechando una rústica pontonera formada con una larga sucesión de bloques pétreos. A su vez, junto a sus orillas han instalado un merendero, dotado de media docena de mesas, creadas algunas con ruedas de molino. Tales muelas son vestigios de las factorías harineras que existieron en el término local, tres al parecer, arruinadas en nuestros días. En conjunto, el paraje resulta sumamente atractivo, al resguardo de los vientos, muy apropiado para gozar de una naturaleza limpia y pura.

Reanudamos la marcha virando hacia el sur, emulando el flujo de las corrientes. Alcanzamos enseguida el puente de la carretera, estructura moderna y funcional, formada por cuatro amplios arcos de medio punto forrados de piedra. Pocos metros más abajo resiste el paso antiguo, obra de hechura popular, bastante más rústica, pero sumamente hermosa. Consta de una angosta plataforma formada con losas alargadas sujetas sobre pilas elementales. Estos soportes aparecen reforzados con puntales oblicuos, colocados a modo de estribos o tajamares. Permiten aguantar así las furias de las grandes crecidas. Dentro de las estructuras de su tipo, ésta es una de las más notables entre todas las que conocemos. Secularmente sirvió para comunicarse con Portugal, sobre todo con Paradela, la aldea lusa más cercana, quedando las marras fronterizas a escasas decenas de metros en la cuesta inmediata. Por aquí las lindes de separación entre los dos países están trazadas en artificiosa línea recta, sin tener en cuenta la intrincada realidad orográfica. El propio cauce, que marca cerrados recodos hasta su desembocadura en el Duero, juega a pasar alternativamente de un país al otro.

Seguimos el curso acuático por la margen izquierda. Lo hacemos por ese lado porque ya no existe ninguna otra pasarela y tendríamos que vadearlo directamente. Sus corrientes se aproximan a un cantil, lo cual nos fuerza a ascender por un empinado repecho. Carecemos de cualquier tipo de sendero, por lo que aprovechamos las trochas creadas por los rebaños que aún se traen a pastar por estos rincones. Coronamos con fatiga un alto cerro y continuamos desplazándonos hacia el mediodía, sin perder de vista en ningún momento el barranco por el que discurre la rivera. Todos los terrenos circundantes están poblados de escobas y encinas, por lo que, muchas veces, en nuestro avance nos vemos obligados a romper directamente entre la espesura. Allá en la cumbre, en una zona de gran dominio paisajístico, descubrimos una rústica caseta, construida con toda probabilidad por los guardias, para cobijarse en su labor pretérita de impedir el contrabando trasfronterizo. Aprovecharon un picón rocoso como apoyo, completándolo con paredes rudimentarias e impermeabilizando la techumbre con tierra.

Tras superar una leve vaguada alcanzamos otro otero similar. Por debajo el arroyo se precipita en rápidos sucesivos, generando un estruendo que impacta en estas soledades. Apenas lo divisamos, camuflado por espesas hileras de alisos. Volvemos a encontrar aquí otra caseta similar a la ya vista. Se apoya de nuevo en un berrueco, muy peculiar en este caso, pues posee una especie de buraco o hueco a modo de ventana natural. Otra vez más, las vistas panorámicas resultan impactantes. Hacia el mediodía se aprecia el tajo del Duero y los Arribes, distantes poco más de un kilómetro. Aunque no la divisamos directamente, allí se emplaza la presa de Castro, con su importante central hidroeléctrica y su poblado. El control estratégico hacia el vecino país es importante, presentándose estos parajes como magníficas atalayas.

Bajamos ahora hasta el propio lecho de la rivera, que en un corto tramo cuenta con un área de terreno llano aprovechada para una finca protegida por gruesa pared. Al fin de esa vega diminuta desagua un regato relativamente copioso. Adoptamos ese cauce como guía para regresar al pueblo, apartándonos definitivamente de los espacios fronterizos tan marginales y abruptos. Ya bastante arriba alcanzamos una hilera de prados sombreados por pujantes fresnedas. Sus carriles de acceso se transforman progresivamente en una cañada bien definida, rotulada en los mapas como camino de la Cancilla. En ciertos sectores sus lindes están definidas rotundamente por las paredes de las diversas parcelas. En otros, largas hileras de árboles originan un dosel vegetal fresco y sombrío. Algunas de esas tierras son viñas que aún se cuidan con esmero. A su vez, entre la masa vegetal circundante destacan diversos castaños, muy voluminosos. Franqueamos sucesivos empalmes y en todos ellos elegimos el ramal que enfila decididamente hacia el norte. Sorpresivamente, emergiendo sobre tanta fronda, comienza a aparecer el pueblo. Antes de alcanzar sus primeras casas atravesamos un vallejo más despejado. En él se ubica un pilón abrevadero y a su orilla el cementerio local de blancas paredes. Un par de pistas bien pavimentadas nos permiten superar un último y empinado repecho tras el que enlazamos ya con las calles locales.