Comenzamos la visita a Quintanilla del Olmo, lugar perteneciente a la Tierra de Campos, con una evocación singular, pero que tiene una relación directa con él. Nos referimos a una pieza notable exhibida en la soberbia catedral de León. Dentro de este gran templo, en el brazo septentrional del crucero, hay un gran retablo gótico que destaca por el colorido de sus pinturas y la minuciosidad afiligranada de su carpintería. Posee dieciocho tablas realzadas con suntuosos doseletes. En ellas se representan secuencias de la vida de San Babilés, la Pasión de Cristo, San Roque y Santiago, además de los retratos de medio cuerpo de ocho apóstoles, colocados en la predela. Tales cuadros se distribuyen a ambos lados de una calle central que actúa como eje. A su vez, esta parte del medio está ocupada por un complejo castillete bajo el que se cobija, ahora, una escultura sedente de Santa María, ajena a lo demás. Todo se creó a finales del siglo XV, en un esplendoroso estilo hispano-flamenco.

Tras indagar sobre los orígenes de obra tan excelsa descubrimos con asombro que procede de la provincia de Zamora, de esta localidad de Quintanilla del Olmo. A la seo leonesa llegó en el año 1901. Fue trasladada por orden del obispo titular de aquel tiempo, don Francisco Gómez de Salazar. Eso pudo ser porque nuestro pueblo y gran parte de la comarca terracampina estuvieron integrados en la diócesis de León hasta la reestructuración diocesana de 1953.

Tal mudanza fue una irreparable pérdida para el patrimonio artístico del propio Quintanilla y a su vez para el de toda nuestra provincia, pues ese retablo es una creación realmente valiosa. Al presentarnos ahora en la iglesia parroquial de donde salió vemos un templo recio y adusto, construido con tapial y ladrillo. Se emplaza en una especie de alta plataforma protegida por un fuerte muro. A su cuerpo principal se le agrega un pórtico amplio y soleado que ocupa las fachadas de oriente y del mediodía. Lo forman una larga serie de arcos, todos iguales excepto el situado frente a la puerta, que es llamativamente más ancho y alto. Centrando la atención en la propia entrada, vemos que posee diseños góticos. Presenta un arco carpanel enmarcado por un par de pináculos, ocultos éstos en su parte alta; todo ello creado con piedra bien esculpida. Empotrada en el lateral de la izquierda resiste una lápida que contiene una larga inscripción de compleja lectura. Informa que "aquí yace sepultado el que fundó y dotó el hospital de Santa María de este propio lugar". Ese mecenas, del cual desconocemos su nombre y rango, también pudo haber sido el promotor del retablo antes señalado.

Ya en el interior del templo, las miradas se concentran en el presbiterio. Allí, para sustituir a la obra desplazada, trajeron el que fuera retablo mayor de la desaparecida iglesia de San Lorenzo de Villalpando. Es una estructura rococó, digna y noble, de buen diseño, que ocupa todo el frontal. Sin embargo nunca puede acercarse ni en valía ni en excelencia a aquella a la que reemplaza. Descuella por sus columnas estriadas y por el brillo centelleante de sus dorados. En su hornacina del medio muestra la imagen de San Babilés, patrono de la parroquia, a quien honran con una fiesta, antaño muy concurrida, el 24 de enero. Este bienaventurado, poco común en las devociones de nuestra tierra, cuenta con una historia e identificación un tanto confusas. Reparando en la fecha en la que se le rememora, ha de ser el obispo de Antioquía martirizado hacia el año 250, víctima de la persecución de Decio. Tras reparar ahora en otros elementos, en la nave, a ambos lados del arco triunfal, existen otros dos altares de estilo barroco y densa ornamentación. Hermoso es el cuadro de las Ánimas, dotado de un suntuoso marco. Finalmente, la pila bautismal, decorada con gallones oblicuos, cuenta en su frente con un blasón que ostenta la cruz de Santiago y cuatro veneras.

A pocos pasos de la iglesia, en la calle que sale hacia la carretera, se ubica el segundo edificio religioso. Es la ermita dedicada al Santo Cristo, titulado de la Salud, muy venerado y querido. Viene a ser un amplio humilladero que posee planta rectangular, creada con materiales humildes. Sus muros, tal vez demasiado frágiles, precisaron la adición de diversos contrafuertes para contener ruinas incipientes. Sobre los tejados emerge una pequeña espadaña de un solo vano coronada por una escueta cruz de hierro. A su vez, la fachada principal está formada con un gran arco que sirve de acceso a un portal angosto en el que se abre la entrada. Dentro, la escultura titular del Crucificado ocupa el nicho central del único retablo existente, barroco, muy hermoso. Desde ambos lados, las figuras de San Juan y de la Virgen, representados en relieve, le rinden compañía. Este santuario se llena de vida en el viernes santo y en la fiesta propia que tiene lugar en el mes de mayo. Antaño, en la procesión nocturna se encendían diversas hogueras en las calles a modo de luminarias. El resplandor cambiante de las llamas generaba impactantes imágenes.

Evocando otras conmemoraciones, muy emotiva y peculiar es la celebración del "Voto", común con la cercana localidad de Prado. Se realiza el primer día de mayo y tiene como objetivo la petición de lluvias para la conseguir unas buenas cosechas. En esa jornada las gentes de Quintanilla se desplazan procesionalmente hasta Prado para asistir a una misa, a la vez que las de ese pueblo vecino hacen lo mismo pero en dirección contraria. Portan cruces y banderas, además las imágenes de la Virgen y de otros santos venerados. En la raya de separación de ambos términos se realizan las reverencias rituales y los respectivos alcaldes intercambian sus bastones de mando para reintegrarlos a la vuelta. Es, sin duda, una de las tradiciones festivas más hermosas y conmovedoras de la provincia.

Atendiendo ahora a la arquitectura civil, vemos que las casas se agrupan formando un núcleo compacto. Apenas existen edificios aislados. Dominan las viviendas construidas al estilo tradicional, bien reparadas y mantenidas. De todos los espacios públicos destaca la plaza Mayor, situada junto a la cabecera de la iglesia. Esa explanada es un ensanchamiento de la calle del Medio, la rúa principal. En ella se localizan algunos inmuebles de cierto empaque, entre ellos el del ayuntamiento. Un pequeño jardín con árboles genera un grato ambiente.

Solitaria a las afueras del casco urbano, la antigua fuente mantiene sus formas originarias. Después de permanecer largo tiempo en un degradante abandono, se ha visto beneficiada con obras de limpieza y restauración que han vuelto a dignificar su figura. Además, para llegar, han acondicionado un paseo sombreado por pequeños árboles. Consta de un depósito cuadrado bastante profundo, cubierto por una sólida bóveda de cañón apuntado y una techumbre en ángulo. Todo fue realizado con sillares pétreos, un tanto desgastados. Aquí acudían los vecinos para aprovisionarse de agua y también a lavar la ropa en el pozo inmediato. En nuestros tiempos se ha perdido el manantial, captado por los modernos sondeos.

El término local, llano y despejado, dedicado todo él a la siembra de cereales, carece a primera vista de enclaves idílicos y placenteros. Pero lejos, en uno de sus extremos, posee un pequeño ámbito boscoso que por su excepcionalidad merece una visita. Hacia él dirigimos nuestros pasos, saliendo de entre las casas por la calle del Cristo, que es la misma en la que se sitúa la ya citada ermita. Tras pocos metros atravesamos la carretera para proseguir de frente por el camino que de aquí arranca. Accedemos sucesivamente a tres bifurcaciones en las que optamos por el ramal de la derecha en las dos primeras y por el de la otra mano en la última. Hemos penetrado de lleno en la desnuda y estoica planicie, cuyos espacios aparecen seccionados en grandes parcelas de lindes trazadas en rigurosa línea recta. Atravesamos el cauce del arroyo de la Huerga e iniciamos un suave ascenso. Aisladas sobre uno de los repechos aún permanecen varias viñas, muy viejas, algunas de ellas desatendidas.

Tras superar una cuesta algo más acusada, coronamos la cumbre de un cerro donde se halla el rincón anhelado. Es éste el teso Cucuyo, el cual viene a ser una especie de muela de cumbre plana sobre la que prospera un pinar. Unas roderas nos permiten introducirnos entre los árboles. Aunque las hectáreas forestales son muy pocas, sólo unas diez, conseguimos rodearnos de espesura. Allí adentro sentimos un gran alivio, la ilusión de penetrar en un paraje ameno y frondoso. Quedamos arropados por una vegetación pujante y expansiva, todo un privilegio en el medio de la soledad y el aislamiento periféricos. Los pinos viejos, que dominan, se acompañan de ejemplares jóvenes, dejando a su vez calveros para almendros y escobas. Tangentes con la masa arbórea, hacia el poniente se sitúan otras viñas, con algún arbolillo frutal emergiendo de entre las cepas. Vienen a ser retazos pequeños e irregulares, unos minifundios que se respetaron en la concentración parcelaria de los otros pagos. Desde cualquiera de los bordes divisamos unas panorámicas inmensas. Los horizontes se alejan hasta perderse en el infinito y sólo en días muy claros se distinguen hacia occidente el Teleno y las sierras sanabresas. Además del propio Quintanilla del Olmo, reconocemos otras localidades. La más cercana es Prado, presidida por la potente figura de su iglesia. Más difusas, distinguimos Villanueva del Campo, Villamayor, Quintanilla del Monte, Villalpando?

De nuevo en el camino, continuamos en la misma dirección hasta alcanzar un siguiente empalme. Desde ese punto iniciamos el retorno virando hacia el sureste. En el medio de una de las fincas llama la atención una cerca, dentro de la cual han instalado lo que nos parece una estación meteorológica. Nos hemos adentrado en terrenos pertenecientes a Cerecinos de Campos, pero enseguida volvemos a regresar a los propios de Quintanilla. Nada cambia, todo es monótono. Ahora avanzamos en paralelo al trayecto por el que vinimos. Antes de descender transitamos por las laderas que limitan una vaguada. Tras ella la llanada otra vez, para al fin penetrar en el propio pueblo por el mismo punto por donde salimos.