C on las cuestiones de lo políticamente correcto, sobre todo a partir de la universalización de la inmediatez de los medios de comunicación y las nuevas tecnologías, viene ocurriendo que, de repente, sale a la palestra un asunto, probablemente latente desde hacía años, décadas o milenios y todo el mundo se lanza a pontificar sin pararse en análisis previo alguno. Así ocurre que lo que podía ser una mejora no solo conveniente sino necesaria o imprescindible de una situación, se convierte en un circo mediático. Simplemente porque se pone de moda y en ese escenario, normalmente, a quien más alto se escucha es al que dice la mayor tontería o expele el exabrupto más estridente.

Que hombres y mujeres somos físicamente distintos desde el mismo momento de la concepción es algo tan indiscutible y obvio que viene dado por la propia distribución de cromosomas en uno y otro caso dentro de la célula. Que ello haya de dar como consecuencia una diferenciación de lo que en antropología se denomina "género y jerarquía", en las relaciones familiares o en las sociales, resulta del todo fuera de lugar.

Así deberíamos entenderlo en nuestro avanzado estado de civilización occidental, distinto y pese a sus carencias, superior a ningún otro de los estadios previos en cualquier lugar. Pero tampoco podemos caer en tratar de auscultar la historia bajo los criterios actuales cuando en asuntos como el que nos atañe, la relación hombre mujer ha sido distinta en ciertas zonas de África o en el norte de la India fruto de algo tan coyuntural como que en las labores agrícolas se utilizaran el arado o la azada.

Como ocurre con frecuencia, hasta las cuestiones físicamente más obvias o psicológicamente más evidentes son cuestionadas por interés, ignorancia o despropósito. Y como toda acción suele conllevar una reacción, habitualmente de fuerza cercana pero hacia el otro lado, nos bandeamos en péndulo, por mucho que tan injustificado esté pasarse por uno u otro lado y poco o nada ayude a llevar al justo equilibrio el tensar por un extremo justificando en que hasta ese momento el desequilibrio era hacia el opuesto.

En este último terreno se mueven ahora algunos, con las polémicas, de la deformación del lenguaje, como si forzando las palabras pudiéramos ayudar a educar actitudes o mentalidades retrógradas. Con la utilización no siempre objetiva de las comparativas de la brecha salarial utilizando bases no homogéneas o en cuantía o en cualidad del trabajo desarrollado. De la búsqueda de igualdad en la presencia masculina y femenina en todo tipo de órganos de representación o desarrollos profesionales, sin reconocer en paralelo que objetivamente, de manera afortunada y con normalidad, hay ya importantes avances en la senda a seguir.

Trabajar por la igualdad de oportunidades individuales con independencia del género y luchar contra cualquier discriminación es esencial. Forzar absurdos resta posibilidades a un compromiso del que, como hombres y mujeres del siglo XXI y, en mi caso, padre de dos mujeres, tenemos la obligación de no abdicar.

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