Sin miedo a caer en exageraciones o desmesuras, podemos afirmar que el pueblo de Sejas de Sanabria es uno de los más hermosos de la provincia. Su encanto proviene de la combinación de atractivos diversos, naturales unos y derivados de la acción de los hombres los demás. Ninguno resulta sobresaliente, todos humildes, pero aparecen tan bien encajados que consiguen una armonía realmente admirable.

El casco urbano se emplaza en una planicie despejada, en la que las casas se diseminan sin apreturas dejando entre medio campas abiertas o huertos protegidos con paredes. Los árboles acotan los horizontes para formar un cerco vegetal casi completo. Se consigue así una grata intimidad, un profundo sosiego. A su vez, por el norte, bien cerca, discurre el río Negro, encerrado en un valle angosto y relativamente profundo. Finalmente, como referencias lejanas divisamos las cumbres poderosas de la sierra de la Cabrera, con el Vizcodillo como atalaya dominante, rompiéndose con ellas cualquier sensación de monotonía.

Al contemplar ahora los edificios locales, aunque se aprecian ciertas ruinas, encontramos viviendas de notable calidad. Algunas son nuevas, pero tan bien resueltas que incluso mejoran la estética tradicional de las más antiguas. Interés singular posee la vieja fragua, restaurada con esmero para servir de testimonio a las generaciones futuras. Es un recinto pequeño, construido con rústica mampostería y techado con tejados en los que se combinan las losas de pizarra con las tejas. Aparte, la Panera del Conde mantiene cierta importancia histórica. Era en ella donde las gentes del lugar concentraban los tributos que debían abonar a sus señores feudales, los poderosos Pimenteles de Benavente. Asimismo, en la campa central que hace las veces de plaza mayor se halla el pozo que abasteció de agua potable a los vecinos. Aparece ahora muy transformado, pero aún conserva unos recios muros laterales.

Observados los inmuebles civiles, toca ahora disfrutar de los monumentos religiosos, realmente importantes. Su número ya destaca, pues además del templo parroquial, se mantienen en pie dos ermitas y las ruinas de una tercera. Desde el primer momento es la iglesia la que acapara la atención. Se emplaza en zona céntrica y espaciosa, por lo cual exhibe sin estorbos una acusada gallardía. Al analizar los detalles externos apreciamos que sus orígenes son románicos, quizás ya del siglo XIII. De ese periodo conserva la puerta, abierta al resguardo de un pórtico acogedor. Está formada por dos archivoltas lisas de arco apuntado, apoyadas en una imposta básica. Como única concesión ornamental, en las jambas dispone de un par de rosetas. El primitivo ábside, que hipotéticamente hubo de existir, fue sustituido, quizás en el siglo XV, por un grandioso presbiterio cuadrado que sobresale en planta y altura. Sus muros están rematados con un suntuoso alero en el que se repiten las formas desarrolladas en la vecina y singular torre de la iglesia de Mombuey. Veremos así canecillos que llevan, todos, una gruesa bola. Sobre ellos se apoyan arcos monolíticos, sencillos unos y trilobulados los demás, dentro de los cuales aparecen diversas esculturillas. Muchas de esas tallas son nuevamente esferas, incluso combinadas formando tríos. Pero interesan mucho más las hojas rizadas, muy variadas y singulares y, sobre todo, unas pocas cabezas humanas. Sumamente expresiva es la de un varón que simula asomarse en posición oblicua. Además, por encima queda una cornisa animada todo a lo largo con una sarta de pomas diminutas. Colocada sobre ménsulas, en una de las esquinas sorprende la figura de un carnero arrodillado. Porta una emblemática cruz sobre su lomo, repuesta en la última restauración. Esta escultura, única en nuestra provincia, ha de ser la primitiva antefija que coronó el muro de la cabecera originaria. A todo lo señalado hay que agregar el campanario. Es una robusta espadaña de remate triangular, aligerada con dos ventanales limitados por vierteaguas decorados de nuevo con bolas. Atendiendo a las cubiertas, hace varias décadas las conocimos formadas con teja árabe. En obras posteriores colocaron losas de pizarra, pero no duraron demasiado, ya que hace escasos años han vuelto a reponer las tejas curvas, sin duda más propias de la arquitectura local. A la solana, junto a la pared del mediodía, prosperan viejos olivos, plantados ahí para proporcionar la fronda verde utilizada en las procesiones del Domingo de Ramos.

Si admira el exterior, de ninguna manera decepciona por dentro. Sus techumbres son armaduras leñosas, la de la nave de par y nudillo y octogonal la del presbiterio. Ambas aparecen policromadas, rellenas de motivos florales y geométricos. Aún más interesante es el arco de triunfo, recio y poderoso, de formas ojivales. Se apoya en un par de columnas dotadas de capiteles cincelados con esmero. El del lado de la epístola muestra a enigmáticos personajes, dos de los cuales portan libros. En el del frente vemos a un hombre junto a una arpía, rodeados de maraña vegetal. Aventajando a los otros retablos, descuella el del altar mayor, de un barroco noble y comedido. Posee tres calles con dos cuerpos y un desarrollado ático superior. Sus numerosas columnas, con estrías ondulantes, simulan llamaradas al incidir la luz sobre sus ricos dorados. Todo sirve de trono a la imagen de Santa Marina, la patrona local, colocada en el nicho del medio. Le hacen compañía esculturas de otros santos.

A oriente del pueblo, en el borde de un camino antaño más transitado, quedan las ruinas de la ermita de la Vera Cruz. Conserva parte de los muros, pero se desplomaron sus tejados. Mucho más alejada, tras caminar unos dos kilómetros por la vieja ruta hacia Mombuey, encontramos la ermita de San Roque. Es un oratorio bastante amplio, aunque muy rústico, de planta rectangular, el cual posee un angosto portalillo ante la entrada. Su interior, encalado, exhibe ingenuas pinturas murales, situadas a ambos lados del humilde retablo. Todo resulta pobre y elemental, pero delata la intensa religiosidad del pasado. Al amparo de sus muros acudían los pastores cuando deambulaban con sus rebaños por los pastizales circundantes. Destinamos el acostumbrado trayecto por el término para visitar la tercera ermita, la de la Virgen de la Ribera. Tomamos para ello la pista contigua a la cabecera de la iglesia y nos dirigimos hacia el norte. Ya a las afueras, a mano izquierda, se sitúan las instalaciones del Campamento de San Lorenzo, creado por la parroquia zamorana de ese nombre. Allí han veraneado numerosos niños de la capital, en estancias estivales que han dejado un hermosísimo recuerdo. Elegimos nosotros la calzada cascajosa que baja hacia el río inmediato. El curso acuático aparece sombreado por frondosas alisedas, generando bucólicas estampas. Entre el puente que allí existe y una gran peña se alza un refugio de pescadores. Aprovechando el paso accedemos a la margen izquierda, para avanzar después emulando la dirección de las corrientes. Lo hacemos lo más cerca posible de ellas, a través de la pradera ribereña. Al llegar al cauce de un arroyo, llamado de Andresillo, que por aquí desemboca, lo vadeamos, mas si no es posible aprovechamos una pasarela cercana. El rumor de las corrientes saltando en rápidos y cascadillas, los reflejos de las aguas y la penumbra arbórea generan una sensación de paz y sosiego pocas veces comparable. Pero la belleza del enclave llega a su culmen al descubrir que en la ladera inmediata se recuesta el santuario mariano que venimos buscando. Hacia él nos dirigimos para reposar brevemente junto a sus muros y, si lo necesitamos, para calmar la sed en la fuente aneja. Cuenta una leyenda que hace muchos siglos unos cazadores abatieron una paloma blanca en este paraje. Tras colgar la avecilla de la canana, cuando intentaron cruzar el puente para regresar a sus casas una fuerza misteriosa se lo impidió. Después de desandar el camino, al volver por el lugar donde habían matado el ave quedaron paralizados. Sorprendidos de nuevo, se fijaron en los alrededores y descubrieron una imagen de nuestra Señora en la peña llamada de las Tres Avemarías. Estaba cobijada en un hueco conocido como Alcoba de la Virgen, a orillas del río, casi al nivel de las aguas. Debido al riesgo de inundaciones, decidieron construir una capilla en la ladera contigua, la cual, agrandada y mejorada es el oratorio existente. En sus formas actuales vemos un templo relativamente espacioso, dotado de un esbelto campanario. Aunque acuden devotos casi de continuo, la asistencia es masiva en la fiesta principal. Tradicionalmente se celebró el ocho de septiembre, adelantada ahora al tercer domingo de agosto. La salida procesional con la imagen mariana, en un desfile en el que se portan también diversos estandartes, resulta muy emotiva.

Esquivando en lo posible la maleza, escalamos decididamente por el repecho en el que se asienta la ermita. Desde arriba las vistas panorámicas sobre el valle resultan magníficas. El lecho del río se aprecia por la cinta muy apretada alisos que prospera junto a él. A ambos lados los ribazos están poblados de robles, los cuales han invadido las praderas antiguas y las demás fincas que antaño se sembraron. La propia ermita queda abajo, casi a nuestros pies, arrimada junto al cantil, como centro de estampas realmente admirables. Proseguimos campo a través hasta alcanzar un buen camino existente más arriba. Por él nos adentramos enseguida en un frondoso pinar, para cruzarlo diagonalmente. Lo forman pinos albares, altos y esbeltos, caracterizados por sus troncos rojizos. Allá en el medio, en una bifurcación elegimos el ramal de la izquierda. El paseo por este paraje resulta una delicia, perfumado el aire con efluvios de resina y tapizados los suelos por gruesa capa de pinocha. Al llegar a su fin, en un cortafuegos, optamos de nuevo por la mano izquierda. Descendemos ahora a una vaguada profunda y solitaria, recorrida en sus fondos por aquel arroyo Andresillo que antes conocimos. Aunque nos alejamos de su cauce para avanzar a media cuesta, en todo momento lo tomamos como guía. Así, tras algunas revueltas volvemos a dar al camino principal por el que vinimos. Nos unimos a él bien cerca del puente y de la ermita de la Ribera. Desde este punto, el regreso al pueblo lo hacemos por donde acudimos. Apaciguado el ánimo, fortalecido el espíritu, las estampas contempladas quedarán como un grato recuerdo.