Cuentan los vecinos de Abraveses que su pueblo se situó en un principio en zona alta y despejada. Sin embargo no perduró allí. Progresivamente, para atender mejor los sembrados, fueron edificando nuevas casas en las tierras inferiores hasta dejar yermo el núcleo primitivo. Surgió así el casco urbano actual, el cual se enclava en uno de los retazos más fecundos de la vega del Tera, rodeado de fincas sumamente productivas. Pero, en esa nueva ubicación, carente de cuestas salvadoras respecto al cauce del río, ha venido soportando dañinas inundaciones a lo largo de la historia. De todas, quedó grabada en la memoria colectiva local la riada de 1909, la cual produjo numerosos destrozos. Tras ella, en un intento de evitar ese tipo de desastres, construyeron una especie de malecón protector conocido con el nombre de La Calzada. Viene a ser una larga barrera de unos tres metros de altitud, creada con tierra, cuya hechura exigió un gran empeño, sin conseguir soslayar del todo el peligro.

Ahora, al pasear por las diversas calles, vemos viviendas de buena calidad, la mayor parte de ellas nuevas o muy modernizadas. Son testimonio palpable de la prosperidad del lugar, basada fundamentalmente de la riqueza agrícola. Parte integrante de la población, aunque apartado medio kilómetro hacia el oriente, el actual molino es heredero de la factoría tradicional. Aún se mantiene llena su balsa, cual si estuviera dispuesta para accionar los respectivos rodeznos.

Asomando por su altura y reciedumbre, la iglesia es un monumento antiguo y noble. Por fuera resulta austera, casi hosca, edificada con mampostería pétrea bastante irregular. Descuella la potente espadaña, de silueta escalonada y agudo coronamiento. Atendiendo a detalles menores, interesan los canecillos de la cabecera y de las capillas laterales. Algunos exhiben formas románicas, siendo, quizás, piezas reaprovechadas de algún templo anterior. La actual puerta de acceso se abre en el lateral del mediodía. Queda protegida por un largo portal, en cuyos suelos había una losa, ahora oculta bajo un cemento uniforme. Esa lastra señalaba la sepultura de un enigmático capitán, fallecido aquí tras ser herido en una guerra indeterminada. Tras penetrar en los recintos internos comprobamos que la capilla mayor se cubre con una magnífica bóveda de crucería estrellada, dotada de suntuosas arandelas en sus trece claves. Su cronología ha de ser de alrededor del año 1500. Las demás techumbres son posteriores y aparecen ornamentadas con yeserías geométricas. El retablo principal es una hermosa pieza rococó, presidida por la imagen Santiago, titular de la parroquia. El intrépido apóstol aparece representado a caballo, en vigoroso ataque contra los moros.

De nuevo en el exterior, iniciamos el recorrido por el término local tomando como punto de partida la calle del Cristo. Esa vía empalma con una pista asfaltada por la que se accede a la importante ermita de la Virgen de las Encinas. Tras dejar atrás las últimas casas, junto a su arcén se alza una sólida cruz de piedra. Por la inscripción esculpida en su base sabemos que evoca el fallecimiento ahí de un vecino, el cual cayó fulminado por un rayo en la ya lejana fecha de 1913. Una cuesta corta pero empinada marca el confín de la vega. Aprovechando ese talud se excavaron las bodegas, algunas muy modernizadas y otras sumidas en el abandono.

Después de superar el repecho alcanzamos una especie de altiplano en el que se sitúa la ya mencionada ermita de Nuestra Señora. La existencia de este santuario, del que queda constancia documental al menos desde 1370, se explica con una leyenda. Relatan que en este paraje la Celestial Señora se apareció a unos cazadores. En un momento de la batida los perros de la reata comenzaron a ladrar junto a una encina. Dado el alboroto, los ojeadores acudieron presurosos, suponiendo la presencia de algún ciervo o jabalí. Sin embargo, al apartar las ramas del árbol hallaron una hermosísima imagen mariana.

Al admirar el edificio vemos un templo grande, bien cuidado, rodeado por amplios pórticos constituidos por recios arcos en tres de sus fachadas. Emergiendo sobre los tejados, existe una esbelta espadaña de la que cuelga la querida y popular campanica. Ese esquilón suena todos los días, pues, desafiando solaneras o tormentas, suben sin falta a tañer en el tradicional toque del Ángelus. Es un fiel homenaje a la Reina de los Cielos aquí venerada. Entre las fiestas realizadas a lo largo del año, destacan las rogativas. Pero la romería principal es la de Acción de Gracias, que en nuestros tiempos tiene lugar el último fin de semana de agosto. En esa fecha resulta muy emotiva la procesión alrededor del edificio. Va encabezada por un airoso pendón azul y blanco, apiñándose los devotos junto a la suntuosa carroza en la que se porta a la Virgen. Aparte, cada siete años y con mucha mayor solemnidad se celebra la denominada Novena. Para ello bajan la efigie mariana a la parroquia, donde le rinden cultos especiales, para devolverla después a su oratorio con masiva asistencia.

Continuando con la observación del monumento, en su interior todas las miradas se concentran en la figura titular. Representa a la Madre de Dios en una escultura de vestir, no demasiado antigua, ataviada con suntuosos mantos. Su trono habitual es un precioso retablo barroco, sufragado por el sacerdote don Fernando Gullón Alonso en el año 1786 y dorado con esmero poco después. Atendiendo a otros detalles, impacta el catafalco, empleado en la misa de difuntos. Posee una estructura escalonada, con expresivos relieves en las caras frontales, en los que se reproducen escenas del Infierno, Purgatorio y Gloria, además de una tétrica figura de la muerte, portando guadaña, encaramada en la cúspide. A su vez, preciosa es también la cúpula tendida sobre el crucero, decorada con estéticas y coloristas yeserías.

Los espacios contiguos a la ermita por el oriente llevan el expresivo nombre de Los Casares. Por esa designación y por los numerosos tejones que salen al arar, se puede afirmar que sobre este enclave se alzaron viejas e ignotas viviendas. Mas fue hace mucho, bastante antes de la fundación medieval del pueblo. Esa aseveración es posible porque los cascotes cerámicos que aparecen son mayormente trozos de tégulas, lo que suele ser testimonio casi seguro de la pretérita existencia, allá por los primeros siglos de nuestra era, de alguna villa romana.

Prosiguiendo camino adelante, tras un recodo accedemos a una pista trazada en paralelo al importante canal de la margen derecha del Tera. Despreciamos un primer puente y en otro segundo tomamos la trocha que pasa por él. Dejamos a nuestra espalda, relativamente cerca, la vecina localidad de Micereces, ceñida casi por entero por frondosas choperas. Subimos ahora por una cuesta larga y suave, entre medio de viejas viñas, perdidas muchas de ellas. Al lado queda una finca limitada por una valla de alambres..

Nos adentramos a continuación en un bosque de encinas, con ejemplares mayormente jóvenes, muchos de ellos rebrotados en parcelas que antaño se sembraron. Cruzamos por unos parajes agrestes y solitarios, en los que también abundan las jaras. Al fin convergemos con una pista en la que tomamos la dirección norte. Por esta nueva vía son pocos los pasos que damos, ya que salimos enseguida hacia la izquierda por las primeras roderas que divisamos. Tras bajar por un empinado declive, hallamos los vestigios de una media docena de vetustos corrales recogidos en un apartado vallejo. Aquí encerraban los rebaños durante las noches, ahorrándoles los largos desplazamientos hasta el propio pueblo. Esos apriscos, inútiles y abandonados en nuestros días, poseen formas rectangulares, limitadas con altos paredones creados originariamente con tapial. En su interior dispusieron de tenadas perimetrales, a modo de largos tejados sujetos sobre rústicos postes de madera que dejaban en el centro amplios espacios libres. Así los ganados podían cobijarse del frío y la lluvia durante los periodos invernales y dormir a la intemperie en las calimas veraniegas. A sus formas iniciales se fueron agregando materiales discordantes, como ladrillos, uralitas y hasta viguetas de cemento, alterando así la armonía originaria. En nuestros días domina la ruina, con la consiguiente punzada de melancolía. Los muros aparecen desportillados, las techumbres casi desplomadas y las puertas abatidas. El lugar, bien soleado, ceñido por cuestas arboladas, se percibe como un enclave de paz y sosiego, en apariencia libre de las asechanzas exteriores.

Continuamos nuestra marcha para acceder a una vaguada recorrida por el arroyo del Vallón. Pasamos su cauce y aunque nos encontramos con diversos empalmes, proseguimos siempre de frente, decididamente hacia el norte. Entre parcelas en baldío, vamos dejando atrás un pinar y ciertas viñas. Sobre las laderas orientales llaman la atención unas amplias cárcavas. Quizás en sus orígenes fueran un barrero excavado para la extracción de arcilla, pero después, la acción de las lluvias superó la inicial intervención humana hasta adoptar ahora unas formas aparentemente naturales. El terreno, carente de entraña pétrea, se presenta erosionado, irregular, con los arañazos de las torrenteras, mostrando al desnudo su entraña gredosa. Pero si ya destaca por sus formas, lo hace mucho más por su coloración, rojiza, que parece inflamarse cuando inciden directamente los rayos solares. Tal intensidad cromática descuella sobremanera al contrastar con los tonos pardos de la masa vegetal que lo circunda.

Algo más adelante emerge un cerro poderoso conocido como el Otero. En comparación con las cuestas anteriores, destaca por poseer carácter rocoso, con masivos peñones bien a la vista. Viene a ser uno de los puntos extremos en los que aparecen riscos tipo ollo de sapo, muy abundantes en Sanabria y en la vecina comarca de La Carballeda.

Cruzamos el canal que antes conocimos, pero ahora en sentido contrario. Tras él, desde una posición dominante divisamos la vega en un gran trecho. El pueblo se nos muestra en un idílico emplazamiento, con las casas arracimadas a orillas de la iglesia, descollando ésta por la aguda flecha de su campanario. Por detrás, la masa arbolada que prospera junto a las riberas fluviales forma una cinta densa y continua, cual barrera protectora. Desde ese improvisado mirador restan escasos centenares de metros para terminar el recorrido.