La insigne mística y fundadora Santa Teresa de Jesús llegó a esta localidad de San Miguel de la Ribera allá por el año 1557. Aunque al parecer vino alguna otra vez, en esta ocasión acudió con su amiga doña Guiomar de Ulloa. Ambas viajaban con el propósito de atender y cuidar al padre Juan de Prádanos, religioso jesuita aquejado de una grave enfermedad cardiaca de quien le estaban muy agradecidas por su guía espiritual. El paciente se hospedaba en la Casa del Mayorazgo, a cargo de la citada doña Guiomar, quien era a su vez la dueña de tal mansión.

Atraídos por la evocación del pasado, pretendemos recorrer alguna de las sendas que holló tan famosa Santa. Buscamos algún rastro, alguna huella, de aquella espiritualidad y seducción que le caracterizó. Con ese propósito optamos por recorrer el camino de la Josa, itinerario por donde ella debió de venir, pues era el utilizado comúnmente para desplazarse hacia Toro y Venialbo. Partimos así del casco urbano desde su extremo oriental, dejando a un lado el emotivo Humilladero. Es éste un noble oratorio dotado de amplia planta pero con escasa envergadura. Descuella su fachada, en la que se abre una puerta en arco redondo y un par de ventanas limosneras. Como señuelo, por encima emerge una modesta espadaña coronada con un frontón triangular y agudos pináculos. Todo fue construido con la piedra arenisca de la zona, caracterizada por sus cálidas tonalidades entre ocres y amarillas, mostrada en toda su belleza al haberse beneficiado no hace mucho de una esmerada y meticulosa restauración.

Avanzamos por una pista ancha y uniforme, por la cual enseguida alcanzamos la llamada fuente de la Ermita. Un letrero nos informa que fue rehabilitada por el ayuntamiento, la asociación cultural y Caja España. A pesar de esas obras, no brota el agua por ninguno de los tres caños que posee, exhausto sin duda su manantial. Proseguimos a continuación por terrenos desnudos, accidentados levemente por suaves lomas y vaguadas poco señaladas. En este tramo, si retornamos con la mirada, gozaremos de atractivas panorámicas. El pueblo surge por detrás de parcelas despejadas. Aparece como un apiñado conjunto de edificios entre los que emerge su voluminosa iglesia. Aparte, hacia el mediodía, la atención se centra en la fronda verde del cementerio, integrada por numerosos cipreses, muy juntos y esbeltos, los cuales, dada esa simplicidad paisajística, descuellan con potencia.

Tras continuar en una rigurosa línea recta, después de dejar atrás una amplia nave pecuaria, sólo encontramos vacío y soledad. Nada asoma del suelo en un amplio cerco a la redonda. Nos rodean tierras resecas, fértiles en apariencia. Una hay a mano derecha con regadío obtenido de pozos de sondeo. Tras haber avanzado ya más de tres kilómetros percibimos, por leves cambios, que nos salimos del término local para introducirnos en el de Venialbo. El paisaje se anima al aproximarnos a sotos arbóreos, entre ellos a un ralo encinar formado por ejemplares viejos y corpulentos, muy separados entre sí. De repente, el itinerario tan derecho que hemos recorrido se quiebra al topar con una bifurcación en la que debemos elegir el ramal de la izquierda. Optaremos por esa misma mano en los dos cruces siguientes, para iniciar la vuelta por una vereda paralela a la que trajimos, designada como camino del Monte del Obispo. En los mapas topográficos rotulan como Monte del Obispo a un retazo de encinar, al que se le ha agregado modernamente un pinarillo aún joven. Ambas masas forestales forman un todo común con dehesa del Hondajo, integrada ya en la jurisdicción de El Piñero. Ese latifundio, de tan sonoro nombre, se hizo famoso porque en él se criaba una ganadería de reses de intensa bravura. Así lo testimonia una de las coplas de la canción tradicional titulada Las Toreras, propia de Fuentesaúco. Por aquí las panorámicas resultan más amenas, ya que aparecen manchas arbóreas y viñas. Éstas, amplias y bien mantenidas, al igual que las demás del municipio, pertenecen a la Denominación de vinos de Toro. Los bosques se nos acercan, sin llegar a atravesar directamente ninguno de ellos. Encontramos también algún pino aislado.

La pista por la que transitamos concluye en otra transversal denominada camino del Peso, por la que nuevamente viramos a mano izquierda. En este trecho deambulamos por el reborde del valle recorrido por el río Talanda. Además de la vega, intuimos el propio lecho fluvial, apreciable por la cinta de sotos ribereños que jalonan sus orillas. A lo lejos, rompiendo la tiránica rigidez del horizonte, destacan el Monruelo y la Parva de Avedillo, oteros solitarios y dominantes, de singular importancia paisajística.

De nuevo en el casco urbano, apreciamos su considerable extensión y su densidad. Destacamos la buena calidad de las viviendas tradicionales, en su mayoría rehabilitadas con esmero. Muchas de ellas poseen fachadas de cantería, obtenida con hermosa piedra. En otros casos los sillares se combinan con el ladrillo, generando contrastes cromáticos muy gratos. De todos los inmuebles destacamos uno situado en la calle Procesión. Exhibe unos relieves insólitos de acusado bulto, obras admirables de una creatividad popular jugosa y espontánea. Dos reproducen sugestivos ramos florales, pero aún sorprende más un tercero, con la figura de un león erguido, enfrentado a una larga y sinuosa serpiente. La plaza de toros se localiza a unas escasas decenas de metros hacia el sur. Es un coso firme que testimonia la profunda afición taurina de la localidad. Famosos son sus espantes y encierros en campo libre.

Calle Toro adelante llegamos hasta la Plaza Mayor, dotada de algún jardinillo y una fuente ornamental. En uno de sus laterales hallamos la sede del Ayuntamiento, edificio sólido y funcional, construido a partir del 2005. Se caracteriza por un pórtico abierto en su planta baja y amplio balcón en la superior. Sustituyó a otro que estaba fechado en 1928, el cual hubo de derribarse por su mal estado, pero cuya desaparición causó un gran pesar en los vecinos.

A la plaza también se asoma la iglesia, templo de grandes dimensiones, formado por una cabecera poligonal, nave espaciosa y una capilla adosada al costado del mediodía. Sus muros, muy al estilo de las creaciones del siglo XVI, están dotados de gruesos contrafuertes. Aún así, se aprecia una acusada decrepitud. Todo está construido con esa ya conocida piedra arenisca extraída de canteras comarcales. Su escasa resistencia a la erosión ha provocado que, sobre todo las zonas bajas, los bloques sufrieran un gran desgaste. Desde antiguo el zócalo ha precisado de parcheos y recalces, realizados con agresivo cemento o con discordantes ladrillos. Aparte, hace algunos años hubo de desmontarse la espadaña por peligro de desplome, rehaciéndola con las mismas formas. En conjunto, el edificio necesita una profunda rehabilitación que al parecer ya está en vías de iniciarse. Tras penetrar en el interior, dadas sus desahogadas dimensiones, sentimos cierto desamparo, distinguiéndose cicatrices de grietas y reformas. Las supuestas bóvedas, para las que hubieron de idearse los gruesos estribos externos, no existen; nunca fueron tendidas o las desmontaron hace mucho. La pieza artística más valiosa es una escultura gótica, posiblemente del siglo XIV, que representa a Cristo clavado en la cruz. Muestra al Salvador ya muerto, con la cabeza ladeada, rostro de serena expresión y las piernas recruzadas doblemente. Sus formas son un tanto rudas y convencionales. El púlpito, apoyado en una grácil columnilla, está tallado en piedra policromada. En su antepecho se esculpieron diversos aderezos, entre ellos un sol y una cruz de Calatrava. Finalmente, el retablo principal muestra líneas barrocas, cuajado en todas sus partes de florones y hojarasca. Aparece coronado por la imagen de San Miguel, titular de la parroquia, reservando sus hornacinas laterales para un par de imágenes de santos franciscanos, traídos desde el viejo convento que existió en la zona meridional del pueblo.

Acudiendo ahora hasta los solares donde se ubicó ese citado cenobio, vemos paredes desportilladas e inmuebles ruinosos, junto a viviendas construidas modernamente. Hemos de saber que fue el gran asceta San Pedro de Alcántara el que fundó esta casa religiosa. Lo hizo en el año 1561, alentado por la propia Santa Teresa y a su vez asistido económicamente por doña Guiomar de Ulloa. La finca sobre la que se alzó también fue donada por esta última dama. Aquí residieron los franciscanos descalzos hasta la Desamortización del siglo XIX. De acuerdo con las normas de la Orden, los edificios fueron siempre muy humildes, careciéndose de estancias u oratorios suntuosos. Debido a esa modestia y a usos profanos tras la expulsión de los frailes, poco es lo que se puede contemplar. Impactan más los espacios de la huerta, donde aún se yergue un ciprés viejo y espiritual. También perdura allí, aunque degradada y seca, la llamada fuente de San Pedro. Se apoya sobre un corto muro y posee un arco redondo creado con gruesas dovelas. El convento tuvo como titular a La Magdalena, pues existía el testimonio de la ubicación anterior de un monasterio benedictino así denominado.

Atendiendo a otros detalles históricos, el lugar, dependiente de la jurisdicción de Zamora, fue conocido a lo largo de la Edad Media como La Aldea del Palo y así siguen denominándolo las gentes de los pueblos del contorno. En el siglo XVI debió de gozar de una considerable pujanza, ya que en la fecha de 1558, reinando Carlos I, consiguió por compra la categoría de villa. Debido a ello, superada su anterior condición de lugar, de aldea, el concejo decidió redactar nuevas ordenanzas entre las que se incluía la de abandonar el nombre antiguo. Eligió por ello el de San Miguel de la Ribera, usado ya en el 1591.

Un detalle atractivo de tiempos contemporáneos, bien digno de evocar, es que don Miguel Delibes, en su gran novela "El hereje" cita varias veces La Aldea del Palo. Cuando acude a ella el protagonista principal, Cipriano Salcedo, advierte con pesar que su caballo Relámpago sufre ciertos desvanecimientos. Ya en el pueblo asiste a una reunión o conventículo en el que simpatizantes de la Reforma Luterana discuten un tanto tumultuosamente con un par de jesuitas sobre la honradez del clero. Lo hacen de tal forma que su descuido frente a la Inquisición llena de zozobra su alma.