Aquella mujerona, robusta y luchadora, se ha convertido en una frágil anciana, enjuta, pero con personalidad, cariñosa, vivaraz y dicharachera. Se le adivina como un torbellino, indomable, y con sobrada labia para encandilar a cualquiera que se arrimase a su puesto de venta ambulante colmado por hileras de avellanas y montañas de rosquillas. Si sus piernas fatigadas le respondieran, la vitalidad que aún hoy destila la levantaría en volandas para recorrer la Residencia de los Tres Árboles de cabo a rabo.

Al son de sus manos, que rompen el aire sin cesar, "La Romanera", Lidia Ramos Alonso, rebusca en su memoria, que atesora 99 años de historia -cumplidos ayer- para explicar con total lucidez, que no faltaban sus viandas en las romerías cercanas a la capital. En la Hiniesta, y muestra orgullosa una vieja foto en blanco y negro de los años 70, en la que, sombrero en ristre, se le ve en plena acción, cuando aún se colocaban los puestos en el bosque de Valorio; en el Cristo de Morales del Vino; o en las Fiestas de San Pedro. Aquella águeda de San Lázaro, "¡cómo bailaba!", plantaba su tienda ambulante en una incansable actividad comercial que también le llevó a vender pescado en la calle con su hermana María. "¡Trabajé mucho, mucho!".

Nacida en El Piñero en 1918, hija de Ildefonso Ramos López, apodado "El Romanero" -por su oficio, "hacía romanas para pesar", aclara Lidia, que proclama con orgullo su alias-, con solo diez años ya "iba con mi madre a lavar al arroyo, en la pila de la Alberca" para ganar unas pesetas. Con 14 años, sirvió en la casa de Ismael Tuda, en la calle de San Andrés. Por entonces ya tonteaba con su "Nano", Justino López, quien fuera acomodador del Teatro Principal, aunque "tuve muchos pretendientes". Ocho años "hablando con él", los primeros se veían "en la sala de baile de Balborraz". Su madre le tenía prohibido ir, "era de pendones, pero me escondía para ir". Se enamoró porque "era muy chulo, muy guapo y limpio". La Guerra Civil puso kilómetros a la relación, se lo llevó a Melilla, "de soldadito de segunda", pero el amor perduró y a su vuelta del frente, cuando ella tenía 22 años, se casaron "allí abajo, en la iglesia de la Horta". Lo festejaron como se merece: "Mi suegra trajo un pollo...", se lleva sus menudas manos a la boca para describir la exquisitez. El matrimonio la llevó a otra vida, "empecé a comer cuando me casé", explica para ilustrar las penurias de una infancia marcada por la necesidad, "mi madre compraba huesos en el mercado y los cocía con patatas, eso era lo que comíamos". El primer destino de casada fue La Bóveda de Toro, "pero quería ciudad". Criada en la calle de Obispo Nieto y en La Farola, "no me gustaba el pueblo". Y su carácter indómito le plantó un ultimátum a "Nano": "o te vienes o te quedas". Volvieron a Zamora capital. Él se dedicó a la carga y descarga de pescado y naranjas para "Los Pintas", y ella a su casa y a trabajar limpiando, "iba a las casas. Me pagaban 40 pesetas al mes".

Ahí empezó a vender por las calles. Su hija mayor, Lidia también, recuerda cómo recorrían La Candelaría al grito de "¡churreras, churreras!", con su cesta cargada con la tradicional vianda que compraban en la plaza del Mercado: "Cobrábamos siete churros a la peseta. Yo tendría 10 años. Era 1960 más o menos, mi padre y ella se dedicaron a vender de todo", hasta pañuelos en los San Fermines, en Pamplona. Por aquel entonces comenzó con las avellanas y rosquillas.

Independiente hasta hace bien poco, con una salud de hierro, aprendió a leer y escribir "de mayor", un desafío que venció, como tantos otros. Al quedar viuda, a los 60 años, dejó de trabajar, "empecé a viajar, lo que he recorrido...". "La Romanera" sigue plantando cara a la vida, rodeada de sus dos hijos, siete nietos y siete biznietos, alborotando con su energía, dando muestras de su mando en plaza, pero con una sonrisa entrañable.