El conjunto formado por el par de localidades llamadas Figueruela de Arriba y Figueruela de Abajo, tan cercanas entre sí, debió de constituir en un principio un solo concejo. Como tal y con el nombre de Ficarola aparece citado muy pronto en los documentos. Las datas más antiguas son de los años 866 y 910. Ya avanzando hasta el siglo XII, el primer monarca portugués Alfonso Henriques legó los dos lugares a Rodrigo Menéndez. Algo después ambos núcleos fueron singularizándose al quedar en diferentes jurisdicciones.

Centrándonos en Figueruela de Abajo y ya como población autónoma, pasó a pertenecer al Monasterio de Moreruela, quizás por donación de Alfonso VII o de Ponce de Cabrera. Mas, esa dependencia no fue duradera, pues algún tiempo después figura en poder de Fernando Fernández, nieto del citado Ponce. Ya en el 1204 retornó al dominio de la señalada abadía morerolense, cuyos monjes mantuvieron su posesión hasta el año 1431. En esa fecha y como parte de un gran lote formado al menos por otras seis poblaciones, los cistercienses realizaron una transacción con los Pimenteles benaventanos, autorizada por el papa. Recibieron a cambio 15000 maravedíes y la barca de Bretocino, Desde entonces, el pueblo se mantuvo dentro del señorío de los Condes de Benavente hasta la abolición de los derechos feudales del siglo XIX. Tras el establecimiento de los actuales municipios Figueruela de Abajo contó con ayuntamiento propio, pero lo perdió modernamente para integrarse en el del otro Figueruela.

Si, como indica su nombre, su homónimo superior se asienta por encima, en una ladera, sobre solares incómodos; nuestro pueblo queda bucólicamente disperso por un valle ameno y fecundo, rodeado de huertos y arboledas. Al llegar a su casco urbano percibimos una profunda sensación de paz y sosiego. Sus calles mantienen un ambiente evocador, pues perduran numerosas casas antiguas, eso sí, convenientemente remozadas. A la entrada, según se accede por carretera, cruzamos por las proximidades del Chapariz, vieja fuente de la cual se surtieron tradicionalmente los vecinos. Su manantial está protegido con grandes losas, pasando sus aguas a llenar el tradicional lavadero y las pozas para abrevar los ganados.

Ascendiendo calle arriba, en el extremo septentrional encontramos la iglesia, consagrada a Santiago. Ante su puerta se abre un espacio libre del cual señalan que antaño sirvió como cementerio. Existe allí una enorme y vieja morera, que por su voluminoso y retorcido tronco se puede suponer que ha de ser varias veces centenaria. Afirman que poseía ramas muy largas y gruesas, por las que se podía caminar, las cuales fueron eliminadas en una poda expeditiva. No causó daño tal mutilación, ya que en nuestros días presenta un vigor efectivo. Este notorio ejemplar está ligado a una emotiva leyenda. Señalan que con una cuadrilla de portugueses que acudieron a segar al pueblo vino una frágil mocita que falleció de unas fiebres. Como era extranjera la enterraron en una esquina del atrio y, siguiendo una ancestral tradición, al ser soltera clavaron una rama verde sobre su tumba. Ese vástago, en vez del habitual de olivo, fue de morera y sorprendentemente arraigó, originando el gran árbol que admiramos.

Atendiendo ahora al propio templo, veremos un monumento recio y austero, dotado de cabecera cuadrada, nave única, dos capillas a modo de crucero y una espadaña de tres vanos sobre el muro del hastial. Su interior, cuidado y limpio, posee muros enjalbegados y techumbres sencillas de madera, excepto en la capilla septentrional que presenta bóveda de crucería simple. Ese tipo de cubierta también estuvo proyectada o se derrumbó en la capilla meridional, permaneciendo como testimonio las ménsulas de apoyo de los nervios. La dotación escultórica es notable. El retablo mayor, de mesurado ornamento rococó, ha sufrido intensos repintes. Está presidido por la figura del patrón local y de España, a caballo, con el ademán de blandir una espada ahora perdida. Más arriba, en la hornacina del ático se cobija la talla del Cristo de la Piedad, un crucificado que era sacado en procesión excepcionalmente, sólo en casos de extrema necesidad como pestes o tremenda sequía. Pero si a esa representación del Salvador le rinden gran devoción, aún concita más el Santo Cristo del Milagro. Está entronizado en la capilla del evangelio, en un retablo barroco de complejo ornato. Le acompañan las tallas de la Virgen y de San Juan, formando entre las tres un espléndido calvario. Todas son esculturas de tamaño natural, de estilo renacentista y de excepcional calidad artística. Por sus formas parecen de taller toresano, o quizás de Valladolid. Se desconoce su autor, escultor magnífico sin duda, que por sus características pudo haberlas cincelado alrededor del año 1600. El fervor popular propició que las limosnas y ofertas fueran cuantiosas, pero todas se perdieron, entre ellas una copa de oro. Las desvalijaron en un robo, realizado haciendo un agujero en el muro, boquete cuya huella todavía se reconoce. Como en muchas otras parroquias alistanas, tampoco faltan aquí las imágenes de los Santos Mártires, Fabián y Sebastián, pequeñas y rudas, probablemente del siglo XV. Finalmente, colgado de una pared lateral se exhibe el relieve de las ánimas. Es una pieza ingenua y colorista, de estilo popular, expresiva y sugerente en todo caso.

Conocido el pueblo en sus principales atractivos, realizamos una larga y compleja marcha por su quebrado y pintoresco término. La iniciamos tomando el camino que parte de entre las casas situadas junto al campanario de la iglesia. Seguimos un vetusto carril, antaño muy concurrido, pero que se halla medio cegado en nuestros días. Setos asilvestrados y árboles frondosos invaden su caja hasta tener que apartar las ramas para avanzar. Además, en un tramo su suelo aparece encharcado complicando aún más el avance. A ambos lados se suceden fincas antes cultivadas y ahora en permanente baldío. Tras un corto medio kilómetro todo mejora, pues sirve de acceso a ciertas parcelas que siguen sembrándose. Al superar una curva continuamos en dirección oeste, dejando a nuestra espalda, muy cerca, Figueruela de Arriba y aún más próximo el abandonado edificio que fue cuartel de la Guardia Civil.

Alcanzamos al fin un collado, aprovechado a su vez por la carretera que se dirige hacia Riomanzanas. Nosotros cruzamos esa calzada de asfalto para tomar ahora una nueva pista que se precipita cuesta abajo hacia el profundo valle recorrido por el río Cabrón, hondón que ahora divisamos en toda su impactante orografía. El descenso es acusado, inmersos entre una frondosa masa de escobas. Pronto, en una primera bifurcación, nos desviamos por la senda de la izquierda. Por ella la bajada resulta aún más vertiginosa, penetrando tangencialmente en el bosque que prospera en una vaguada contigua. Tras una casi interminable serie de zigzags llegamos al fin al camino que recorre el valle por sus fondos. En ese descenso hemos perdido más de doscientos metros de altitud. Abajo la arboleda se adensa, formada por robles y a trechos cerezos silvestres y grandes castaños, además de sotos de alisos junto al lecho fluvial. Ante la disyuntiva de elegir dirección, optamos por continuar emulando el rumbo de las corrientes. Éstas no las divisamos de momento, encerradas, ocultas por una intrincada masa forestal. Bien es verdad que sí sentimos el rumor de su chapoteo. Por fortuna, un poco más allá ciertas roderas nos permiten acercarnos hasta el propio cauce. Reposar junto a él, contemplar el discurrir de las aguas, viene a ser un grato espectáculo. Todo es pureza, el triunfo rotundo de una naturaleza poderosa que hace que las personas nos sintamos un tanto insignificantes. Antaño se mantuvo a raya la vegetación, pues sembraron y aprovecharon todos estos espacios. Además existieron a lo largo de la quebrada numerosos molinos, llenando de fragor y actividad estas soledades. Atendiendo a esas factorías harineras se han arruinado todas ellas, perdurando sólo confusos paredones. Sí resisten mejor las rústicas presas de las que arrancaban los respectivos caces. Con ellas se generan pozas como espejos seguidas de deliciosos saltos acuáticos, con su reguero de espumas y burbujas. Pero hemos de saber que no siempre se mantiene el aspecto idílico. En inviernos lluviosos los caudales son torrenciales y arrolladores, para cesar del todo la escorrentía con la aridez de ciertos estíos.

Dispuestos para el retorno, tras algún centenar de metros hacia el oeste topamos con un empalme en el elegimos otra vez el desvío de la izquierda. Lo que antes bajamos ahora lo tenemos que ascender, resultando fatigoso ese remonte. Eso sí, la pista resulta apta para ciertos vehículos. Ya arriba accedemos de nuevo a la carretera y por su arcén, o si lo preferimos campo a través, caminamos un corto trecho hasta alcanzar el cruce que comunica con Moldones. Allí arranca también una rodera que trepa hasta la cumbre del inmediato altozano, conocido como cerro de la Pasión. Nosotros aprovechamos esa trocha y subimos hasta alcanzar las antenas arriba colocadas. Las vistas panorámicas que se nos ofrecen son grandiosas. Las dos Figueruelas, acurrucadas bucólicamente a su base, suponen la mejor estampa. Pero, más lejos abarcamos gran parte de Aliste, un amplio trecho de Portugal y hacia el norte el sinuoso y profundo barranco del que venimos. Dominando todos los horizontes descuella Peña Mira, atalaya cumbrera de la rotunda Sierra de la Culebra.

Bien cerca, en este mismo altozano, perduran los vestigios de un asentamiento humano de tiempos ignotos. Viene a ser un poblado ancestral que estuvo protegido por muralla, ahora casi inapreciable. Ciertos caracteres inciden en que pudo ser un establecimiento ya romano, al servicio de mineros que faenaron en yacimientos ferrosos inmediatos. El que sí fue un recinto castreño verdadero es el que se emplaza más al sur, a medio camino hacia Moldones. Lo denominan El Cerco de los Moros o, simplemente El Castro. Aprovecharon para él una especie de mesetilla de fácil defensa, entre dos arroyos convergentes. Agregaron además un anillo de fortificaciones con fosos y muros potentes, cuyas huellas se perciben con claridad.

Queda ahora completar la marcha. Lo hacemos tras empalmar con el camino por donde iniciamos el trayecto que ahora recorremos en sentido contrario.